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Escritos filosóficos

Se publica ahora, en español, el libro más denso que el conde de Keyserling ha escrito (El conocimiento creador, Espasa-Calpe, 1930). Son cursos profesados por él en su famosa Escuela de Sabiduría, y tienen la sugestiva atracción de constituir la raíz esencial de este filósofo. Se nos muestra aquí del brazo de una entidad nueva, el «sentido», sobre la que descansa, al parecer, toda la tarea filosófica de Keyserling. Siempre he creído que la más exacta y breve manera de definir la filosofía es considerarla como una investigación que tiende a descubrir objetos. Y los objetos no son sino cosas en las que hemos advertido posibilidades de conocimiento, aptitud para ser conocidos. Una empresa así supone que el filósofo posee unos recursos categoriales, legitimados y justificados por la victoria teorética misma. Pues bien: si Keyserling tuviera capacidad sistemática y estuviese entregado a la elaboración rigurosa de una filosofía, bien podríamos decir de él, a la vista del libro que comentamos, y de otro suyo también muy famoso —Wiedergeburt, Renacimiento—, que derrocaba los objetos tradicionales de la filosofía, encaminando el esfuerzo cognoscitivo a esferas radicalmente nuevas. Esta «filosofía del sentido», que él descubre y crea, pertenece, sin embargo, a las más interesantes preocupaciones ideológicas de esta hora. ¿Qué es el sentido? Según Keyserling, la zona de más alto rango que nos sea posible discernir. Lo que contiene el máximo valor y otorga, a su vez, valores. El sentido no se conoce, sino que se «realiza» en el mundo «fáctico» de los aconteceres, donde las cosas reciben de él significación y vida inteligible, esto es, pueden ser comprendidas. Colaboran a esta concepción del «sentido» desde ciertos vislumbres religiosos hasta la Ding an sich —cosa en sí— kantiana, pasando por la atmósfera del Logos alejandrino, posthelénico y precristiano. El reino del sentido se identifica con los espiritualismos tradicionales por su predominio universal y por su aérea luminosidad trascendente, y se distingue, a su vez, de ellos porque Keyserling le obliga a simbiosis decisivas con sectores conceptuales y, sobre todo, le somete a ejemplos vitales que aquéllos no soportarían. También por una ausencia de ceguera mística, que es lo más valioso de Keyserling. Pues nadie más fiel que Keyserling a las normas intelectuales de Occidente, de las que adopta y recoge los mejores gérmenes. Es un ejemplo de ello la rapidez insólita con que se aprovecha de las obtenciones kantianas, escribiendo que «sobre los límites de la razón, después de las críticas kantianas, no hay más que hablar». Uno se admira de cómo un hombre, a quien con harta frecuencia se le califica de extraño a nuestra cultura, hace suyos resultados laboriosos de Kant, construidos a toda prueba de ortodoxias europeas, y los ensambla en sus asertos sin vacilación. El «Sentido», para Keyserling, una vez realizado, está ahí, ante nosotros, dispuesto pasivamente a la captura. Las cosas adquieren significación merced al sentido, que aparece igualmente en el acontecer histórico. El grande hombre es el realizador de sentido por excelencia. El soporte de la individualidad es el sentido, que requiere estructuras de unidad para manifestarse. (Aquí se refugia el aristocratismo de Keyserling, que, por otra parte, en su teoría del grande hombre, se enlaza con la concepción de Hegel.) Ahora se trata de contestar a la pregunta de qué cosa era el sentido. Por esto, el libro de Keyserling, en cuanto pretende aclararnos regiones trascendentales, no empíricas, es la introducción a una metafísica. Es sabido que nació el término trascendental para denominar una actitud filosófica que desde fuera de la experiencia hiciera posible el conocimiento de la experiencia. Pues Keyserling edifica o postula una semejante actitud para el estudio del sentido, que es un problema metafísico. Lo que le conduce al curioso resultado de que lo trascendente —en este caso, el sentido— ha de escrutarse con categorías empíricas, ajenas al sentido en sí mismas, formas del sentido, por tanto, que nos ofrecen su realización cabal. Esta no es una revolución copernicana, sino hipercopernicana, y lo lamentable es que Keyserling no necesite, para su filosofía del sentido, una base epistemológica, pues se nos priva así de ver el forcejeo curiosísimo a que había de llevarle una empresa de esta índole. Claro que no se trata de conocer estrictamente el sentido. Pero bien difícil es para un occidental renunciar a la idea de que no se comprende una filosofía sino movida por afanes de conocimiento. Jamás triunfaría, pues, Keyserling entre los filósofos de Occidente, si anuncia que él no pretende que se conozca el sentido. Keyserling, como dijimos, eleva los aconteceres vitales a categorías, a ejemplos de sentido. El secreto del Universo se muerde una vez más la cola. Pues el sentido valora las cosas, realizándose en ellas, pero éstas nos proporcionan los únicos atisbos de sentido, y son sus categorías.

 

Ramiro Ledesma Ramos

(Revista de Occidente, n. 85, Julio de 1930)