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Discurso a las juventudes de España

Parece, camaradas, que todos los presagios coinciden hoy en señalar firmemente con el dedo a las actuales juventudes españolas como las únicas fuerzas creadoras y liberadoras de que la Patria dispone.

Yo lo creo también sin vacilar, y así os lo digo a vosotros con la emoción del camarada, el optimismo del soldado y la esperanza propia de todo español auténtico y verdadero. Este discurso intentará, pues, examinar de cerca el bagaje de las juventudes, mostrarle su presente, la realidad sobre la que hoy se encuentran acampadas, y, por último, configurarle el triunfal destino a que deben aspirar sus luchas.

 

I. INFECUNDIDAD DE LA CRÍTICA

Lo único que no puede serle exigido a las juventudes actuales de España es que desarrollen una labor de índole crítica. La fecundidad de la crítica es siempre muy limitada. Se reduce a darle vueltas a las cosas, a descubrir su revés, sus pliegues, la posible verdad oculta que lleven dentro. Pero jamás la crítica servirá para desentenderse por entero de lo que tiene delante, y nunca asimismo podrá vencerlo y sustituirlo por una cosa nueva y diferente.

Si las juventudes están disconformes con lo que encuentran, no tienen necesidad de justificar con muchas razones su actitud. No tienen que explicar la disconformidad, tarea que absorbería su juventud entera y las incapacitaría para la misión activa y creadora que les es propia. Pues la crítica se hace con arreglo a unas normas, a unos patrones de perfección, y todo esto tiene que ser en realidad aprendido, le tiene que ser enseñado a las juventudes, no es de ellas ni forma parte de ellas.

Pero un mínimum de crítica, en el sentido de apreciación o valoración de lo que hay delante, es quizá indispensable. Para realizar esa mínima función orientadora, en el número de páginas más breve posible, dirigiremos la vista fugazmente ante el pasado de la Patria, y luego, con un poco más de fijeza, examinaremos el período que nos ha precedido de modo más inmediato, la Restauración, para detenernos asimismo a escrutar el terreno que hoy pisamos, la República.

Conviene antes, camaradas, que hagamos una advertencia, a modo de ilustración y guía de todo el Discurso: que en España no van bien las cosas, al parecer desde tiempos remotos, lo saben ya los españoles desde que nacen. Hay y existen mil interpretaciones, mil explicaciones, acerca de los motivos por los que España camina por la historia con cierta dificultad, con pena y sin gloria. Es hora de renunciar a todas ellas. Son falsas, peligrosas, y no sirven en absoluto de nada. Bástenos saber que sobre España no pesa maldición alguna, y que los españoles no somos un pueblo incapacitado y mediocre. No hay en nosotros limitación, ni tope, ni cadenas de ningún género que nos impidan incrustar de nuevo a España en la Historia universal. Para ello es suficiente el esfuerzo de una generación. Bastan, pues, quince o veinte años.

 

II. LA LEJANÍA HISTÓRICA

Parece que España lleva doscientos o más años ensayando el mejor modo de morir, y la poca historia que las juventudes saben les basta para que se inicie en ellas la sospecha de que a lo largo de todo ese enorme período —de decadencia o de lo que sea— España ha sido dirigida y gobernada por gentes, grupos e ideas a quienes caracteriza una mentalidad de liquidadores, de herederos y de cobardes. Mucho hay que andar hacia atrás en el camino de la historia para encontrar victorias plenas y pulsos firmes. Renunciamos a andar con exceso tal camino. Porque si para la actitud de despego hacia esa larga e inacabable zona histórica de la liquidación nos es suficiente barruntar o sospechar que ha existido, también para la actitud admirativa y de orgullo por horas magníficas de nuestra propia raza nos basta sospechar asimismo que han tenido, en efecto, realidad formidable algún día.

Aparte de que no es en la historia, en el pasado histórico, donde hemos de dar nosotros la batalla. Necesitamos, si ésta ha de ser eficaz, enemigos cercanos y concretos. Por eso, en vez de remontarse España atrás, en busca del hecho fatídico, el hombre culpable o las ideas virulentas a quienes imputar las responsabilidades por la Patria deficiente que hoy tenemos, nos corresponde percibir y descubrir los hechos, los hombres y las ideas de esta misma hora. En otro caso, correremos el peligro de luchar contra fantasmas y contra enemigos ilusorios, lo que nos convertiría a nosotros también en fantasmas y en repugnantes desertores.

No nos es lícito, pues, dirigir la mirada al pasado español con languidez alguna, a descansar en él y admirar en él la grandeza que en él haya y de que nosotros hoy carecemos. Si para eso sirviese el pasado glorioso de España, habría que renunciar a él y borrarlo sin vacilar del recuerdo de los españoles. Pero España tiene en su pasado no sólo jornadas triunfales y éxitos magníficos, sino también catástrofes considerables, desplomes históricos ruidosos. El mismo peligro encierra pasarse la vida celebrando los primeros que lamentando los segundos.

La historia de la Patria es para nosotros problema sencillo: nos hacemos responsables de ella y la aceptamos en toda su integridad. Pero a los efectos de nuestro presente, la tradición histórica es apenas válida. Sólo es estimable de ella lo que llegue a nosotros como valores vivos, buenos o malos, y que florezcan y alienten a nuestra vera. Para contestar a la pregunta de qué nos entrega la historia, no hay que ir mucho a los cronicones y a los libros, sino mirar con fijeza a nuestro propio tiempo, porque es en él, en su clima, donde tenemos que encontrar los datos de la respuesta.

Ahora bien, la dimensión histórica es por fortuna inesquivable. Saberse nacido en el seno de un gran pueblo, en el que gentes de la misma sangre que uno, poco más o menos igualmente dotados que uno, realizaron empresas de relieve histórico formidable, es sin ninguna duda un ingrediente de gran fertilidad. Se tiene así la certeza de moverse en el círculo de las ambiciones legítimas, y de que sólo es cuestión de ingenio, de heroísmo y de voluntad el atrapar de nuevo las riendas del triunfo.

 

III. LA HORA DEL IMPERIO Y LA DE LA DERROTA

España culmina a mediados del siglo XVI. Recogía entonces las ventajas de haber hecho su unidad nacional. Había descubierto América y realizando en gran parte su conquista. Tenía las instituciones más eficaces de la época. Disponía de una tarea gigantesca, formulada a base de conjugar los dos más poderosos resortes de la historia: la fe religiosa y el Imperio. España descubría y conquistaba territorios con la cruz en la mano y los ganaba para le fe católica, contribuyendo ésta luego a hacer sólidas las conquistas y a nacionalizar a los nuevos súbditos con el sello profundo de la fe.

El espectáculo que ofrece España desde 1492 a 1588 es de una grandeza difícilmente lograda por pueblo alguno en ninguna época. Se produjo en nuestro suelo una revolución auténtica. La que hizo posible el paso de un pueblo particularista, recién salido de un largo pleito local, como en realidad fue la Reconquista, a un pueblo de preocupación universal, navegante, colonizador, ambicioso. El Imperio de Carlos I hizo posible, no sin grandísimo esfuerzo, toda esa enorme transmutación. Tuvo que producirse en España el hecho de venir de fuera de ella un joven Rey, enraizado de una parte con la tradicional dinastía de Castilla, pero revestido a la vez de características profundamente extrañas, para que el pueblo español adaptase el perfil imperial y poderoso que requerían los tiempos.

La España comunera —con muchas pequeñas razones de su parte— fue la manifestación reaccionaria que se produjo contra el hecho verdaderamente revolucionario y magnífico del Imperio. Triunfo, no sin superar humillaciones y dolores: el episodio de la rapacería de los primeros acompañantes del César, la añoranza de las viejas libertades, etc. Pero eso es la entereza y el precio que pide y exige la Historia a aquellos a quienes encarga que actúen de impulsores, de conductores y creadores mundiales. Si triunfan los comuneros en Villalar e imponen a Carlos I un reinado «nacional» y estrecho, todo el gran siglo XVI español se hubiera quizá frustrado. No habría podido llevarse a cabo la obra de los conquistadores, y menos aún, claro, hubiera existido proyección victoriosa de España sobre Europa. La pugna entre los comuneros y el concepto imperial de Carlos V, es quizá el primer hecho que se produce en nuestra Patria representativo de una profunda dispersión, de una ruptura nada fácilmente soldable, entre dos porciones de España por una distinta manera de entender el destino histórico de los españoles.

Todo lo grande, rápida y triunfal que fue la elevación de España, fue luego también de vertical su descenso. Porque no se crea que ésta se efectuó a lo largo de una decadencia de vasta duración. No. La decadencia se produjo en las instituciones dirigentes —Monarquía e Iglesia— a comienzos del siglo XVII y alcanzó al espíritu y al ánimo del pueblo muy poco más tarde. Desde entonces hasta hoy, en España no ha habido decadencia propiamente dicha, sino más bien ausencia, apartamiento real de la historia.

Y hasta deberá quizá decirse, camaradas, que no es tampoco el de decadencia el término que corresponde a la hora descensional de España. Al hablar de un pueblo que decae, parece indicarse que eso le acontece y ocurre en virtud de causas internas, procedentes de él, como un fenómeno en cierto modo natural de vejez. Conviene reaccionar contra este juicio aplicado a eso que se ha llamado la decadencia de España. Nuestra Patria, y esto lejos de convenir que sea ocultado creo por el contrario que conviene repetirlo mucho, FUE VENCIDA. En la historia de España desde el siglo XVII acá no hay nada raro o difícil de entender: ESPAÑA FUE DERROTADA, VENCIDA, POR IMPERIOS RIVALES. Esos imperios tenían un doble signo. Económico, comercial, material, uno: el de Inglaterra. Moral, espiritual, cultural, otro: el de la Reforma. ¿Pero se le ocurriría a alguien la actitud criminal de dar la razón a los vencedores?.

España, por las causas que fueren, no consiguió atrapar el imperio complementario a aquel que era su fuerza y su gloria durante el siglo XVI. Ese imperio complementario, y que si ella no lo conseguía tenía necesariamente que caer en manos de otros, era el de ser el pueblo impulsor de la revolución económica que ya entonces se preveía. Perdió España la oportunidad de ser el pueblo pionnier de la nueva economía comercial, burguesa y capitalista, y ello la desplazó asimismo del predominio, dejándola sin base nutricia, sin futuro.

Pues no se manejan impunemente ciertos instrumentos, y lo que conduce de la mano a España a la derrota es su casi exclusiva vinculación a valores de índole extramaterial e incluso extrahistórica. Desde la gran reforma de la Iglesia hecha por los Reyes Católicos, España, el poder español, utiliza la fe religiosa como uno de sus instrumentos más fértiles. España pagó en buena moneda los servicios que el catolicismo prestó a su Imperio. Pues gracias a España, al genio español, visible y eficaz tanto en el Concilio de Trento con sus teólogos como en los campos de batalla bajo el pendón de la cruz católica, el catolicismo ha sobrevivido en Occidente, esperando en Roma una nueva coyuntura de aspiración a la unidad espiritual del mundo. Sin España, sin su siglo XVI, el catolicismo se habría quizá anegado y la vida religiosa de Europa estaría representada en su totalidad por un conjunto de taifas nacionales más o menos cristianas.

España, repito, fue vencida. Sólo se alcanza la categoría de vencido después de haber luchado, y eso distingue al vencido del desertor y del cobarde. Después de su derrota histórica, España no ha tenido que hacer en el mundo otra cosa que esperar sentada. Se ha vivido en liquidación, pues la hora culminante fue también próvida en riquezas espirituales y territoriales, que sirvieron luego a maravilla para una larga trayectoria de generaciones herederas y dilapidadoras. Poco a poco el imperio territorial fue naturalmente desintegrado, restituido el pueblo a su pobre vida casera, apartado de la grandes contiendas que en el mundo seguían desarrollándose. El pueblo ha seguido en su sitio, fiel a su nacionalidad, que defendió en la Guerra de Independencia contra los ejércitos más poderosos de Europa, y extraño a otra ilusión que la de que se administrasen bien sus últimos y misérrimos caudales. No perturbó lo más mínimo el proceso liquidador con revolución alguna. Siguieron las instituciones. Bastante hicieron quizá éstas, en medio de las dos centurias de depresión, con conservar intacto el solar de la Península. No sin peligros. A comienzos del siglo XVII, ya corría por Europa un plan de desgajamiento y balcanización del territorio peninsular, Europa tiraba de Cataluña. Llegó a haber allí virreyes franceses. Se logró no obstante vencer ese proceso canceroso y se conservó la unidad de España. Ha sido la única victoria desde la culminación del Imperio. Aunque empalidecida en el Oeste con la no asimilación de Portugal y avergonzada en el Sur con Gibraltar en manos de Inglaterra.

 

IV. LA PUGNA ESTÉRIL DEL SIGLO XIX

En todo el siglo XIX se representa el doble drama de unas fuerzas que trataban de resucitar y defender la tradición de España, desconociendo de hecho su antecedente, el Imperio, y de otras que pretendían liberarse de esa tradición, inaugurando un futuro revolucionario. Ni las primeras podían restaurar en serio la antigua tradición española ni las segundas hicieron revolución de ninguna clase.

Los españoles se polarizaron a lo largo del siglo XIX en torno a esos dos irreductibles fórmulas, defendidas con tal tesón y tal tenacidad, que ambas han sobrevivido a través de cien años de luchas mutuas, sin que ninguna de ellas haya rendido las armas y sin que ninguna haya asimismo triunfado en sus afanes.

Lo primero que debe observarse en las luchas políticas del siglo XIX es que no son propiamente políticas, sino más bien luchas religiosas. Contemplándolas a distancia, las advertimos de esterilidad irremediable. Los defensores de la tradición no podían representar para España otra perspectiva que la de seguir guardando intacta la reserva española, si así puede decirse, y los otros, los pseudo-revolucionarios, sólo hubieran representado de verás un papel histórico positivo si su triunfo se hubiera dirigido a hacer entrar al pueblo español el orden de las nuevas posibilidades que ofrecían al mundo la cultura técnica, la mecanización industrial y el nacionalismo vigoroso correspondiente a una burguesía numerosa y rica.

Fueron, repetimos, luchas religiosas, si bien efectuadas en el plano político, es decir, no entre dos religiones positivas diferentes, como sería lo natural, sino entre quienes eran católicos —al modo, claro, que habían sido siempre católicos los españoles, desde el Estado y a través del Estado— y quienes no lo eran o lo eran con mucha tibieza. Por eso, la pugna se desarrolló en torno al clero más que en torno a los dogmas. De un lado, clericales. De otro, anticlericales.

Las dos facciones que lucharon a todo lo largo de la centuria eran incapaces de obtener de su victoria eficacias plenas. La España, tradicional, católica, apiñada junto a las iglesias, no podía aspirar sino a una actitud estática, de conservación, de defensa. Los otros, los desprendidos, como actuaban en un país de formas económicas muy retiradas, se enredaron en una serie de doctrinarismos abstrusos que bordeaban hasta la traición nacional y no consiguieron la colaboración de las masas populares. Como consecuencia de la incapacidad de unos y de otros, la única línea permanente vino a ser la serie inacabable de pronunciamientos militares, resultando así el Ejército, más que un organismo para hacer la guerra, un vivero de políticos y estadistas: Espartero, O´Donnell, Narváez, Serrano, Prim, etc, etc.

España necesitaba con urgencia de un período en que las dos banderas decimonónicas entrasen como el Guadiana en una vía subterránea. Después del fracaso de ambas, esto es, después de que la España tradicional y católica no clavó de un modo triunfal su fanatismo en el palacio de Oriente, en forma de un ideal guerrero y misionero, de expansión y de fuerza; y después de que la España disconforme se declaró incapaz de enarbolar un ideal nacional, de tipo violento y jacobino, sobre el que asentar una sociedad nueva y unas instituciones nuevas, ambas tendencias merecerían por igual que se las desarticulase y expulsase del reino de las posibilidades políticas. Aquellos propósitos no fueron ni apenas ensayados. Las dos carecían además de sentimientos nacionales firmes. Para los unos, la tradición y el patriotismo consistían en defender fueros, reivindicaciones religiosas, formas de vida local y familiar, es decir, siempre porciones, parcialidades. Para los otros, lo revolucionario estaba vinculado a la libertad de imitar, a la gravitación rapaz de las ciudades contra los campos, etc. (Señalemos en el liberalismo español del siglo XIX un valor fecundo: su sentido de la unidad de España).

 

V. LA RESTAURACIÓN

Todo eso dio de bruces en la Restauración. Este régimen fue una pura consecuencia del doble fracaso que supuso para España todo el largo y turbulento fracaso a que nos hemos referido. La Restauración tenía ante sí una misión histórica bien clara: anegar las dos estériles corrientes cuyo fracaso terminaba de ser experimentado, y poner a España en condiciones de producir un ideal nacional nuevo, extraído naturalmente de su propio genio y apoyado en formas sociales distintas a aquellas que habían servido de soporte a las viejas luchas. Para ello tendría que vivir como al margen de la vida nacional, sin apoyarse desde luego en ella ni contrariándola.

La Restauración nacía pues bajo el signo de la paradoja. Así, resulta que la Monarquía constitucional, la vigencia de la Constitución llamada del 76, iba a ser un período eficaz y fecundo en el grado mismo en que lograrse sostenerse sin apelar a la realidad nacional. Se tenía entonces por evidente que esta realidad era desastrosa. Fue el momento de Cánovas. Este político, edificador y orientador máximo de la Restauración, se puso a la tarea provisto de los dos ingredientes más oportunos para la labor que tenía delante: un escepticismo radical y un cierto sentido del Estado.

Los políticos de la Restauración no tenían fe alguna en España ni en los españoles. Decían que España carecía de pulso. Decían que español era quien no podía ser otra cosa, y así sucesivamente. Es verdad que nada ocurría en España que desmintiese tales imputaciones. En esa situación, ¿qué podía suceder?. La contestación es bien sencilla: O España extraía de su seno energías verdaderas con las cuales vigorizar aquel recipiente vacío que era el Estado constitucional canovista o se descompondría de un modo irremediable. Esas energías nuevas podían seguir dos derroteros: uno, el que las condujese hacia arriba, hacia el estado, vigorizándolo y nutriéndolo; otro, el que las situase revolucionariamente contra él.

La Restauración tuvo desde luego éxito en uno de sus propósitos: el de permanecer. Duró cincuenta años. Medio siglo es un período de tiempo suficiente para que un pueblo o un régimen descubran, bien la culminación de su triunfo, bien el estrépito de su fracaso.

El reinado de Alfonso XIII —por notoria y personal voluntad del rey— fue un forcejeo continuo por dotar a la Monarquía constitucional de bases de sustentación. Ese forcejeo aparece en su política militar (vigorización del Cuerpo de oficiales con una cierta conciencia y entusiasmo por la unidad de España y su grandeza); aparece también en la expansión marroquí, como posible suelo donde pudiese crecer con alguna lozanía el optimismo nacional; en la tentativa de Maura por sustituir la base anómala, caciquil, del Estado por un apoyo sincero de lo que él denominaba la ciudadanía; en el propósito de elevar el ritmo de la industrialización del país, superando así el único sostén agrario y terrateniente del régimen.

Fuera del Estado y contra el Estado, las ideas y los grupos que operaban bajo un signo revolucionario construyeron sus tiendas de modo bien sencillo: recogieron los residuos ideológicos de sus antecesores del siglo XIX, orientaron en sentido crítico toda la vida intelectual de España, socavaron el espíritu militar naciente, alimentaron las tendencias disgregadoras y autonomistas, hicieron derrotismo integral en torno a Marruecos y mantuvieron una cierta tibieza e ignorancia hacia toda idea nacional o sentimiento de la Patria.

Además, surgieron las organizaciones obreras, desarrollándose al ritmo mismo de la industrialización, naturalmente con un sentido de clase y una doctrina concordante en todos los aspectos prácticos con los anteriores enunciados.

En 1923, fecha final de la vigencia constitucional de la Restauración, España tenía ante sí dos fracasos: el del Estado, el del régimen, que seguía sin haber ampliado lo más mínimo sus bases de sustentación, y el de los núcleos enemigos contrarios al Estado, que no habían producido tampoco lo único que entonces hacía falta: un frente de sentido nacional, con angustia verdadera por los destinos históricos de la Patria española y por los intereses inmediatos y diarios de todo el pueblo. La salvación hubiera estado ahí, sobre todo si disponía de la intrepidez suficiente para acampar con toda audacia en el seno mismo del régimen, aun con este dubitativo propósito: el de hacerlo explotar si le alcanzaba la podredumbre misma del sistema o el de utilizarlo y conservarlo patrióticamente si su permanencia era valiosa.

Como desde fuera no llegó ese remedio, el Rey lo extrajo del seno mismo del Estado: apeló al Ejército. Comienza así la dictadura militar de Primo de Rivera, cuyo defecto originario era ése, el de no venir ni proceder de una realidad nacional, de una acción directa nacional recogida o aceptada por el Rey. Venía y procedía del Estado mismo, y en cierto modo a continuar el sentido de la Restauración, a proporcionar a España un nuevo margen histórico, a ver si ocurría que cobrase o recobrase su conciencia de pueblo unido, ambicioso y de gran futuro.

Pero con la dictadura el Estado ponía proa hacia el camino de los desenlaces. Hacia las horas decisivas. Pues si no lograba de veras robustecer y hacer más consistentes los derroteros oficiales del régimen, éste se hundiría, aunque enfrente y en contra suyo no se alzase nada respetable ni profundo.

La dictadura militar aceleró el ritmo material, industrial de España. Logró la adhesión casi unánime del país, sobre todo en lo que éste tenía de opinión madura, sensata y conservadora. Alcanzó asimismo un éxito notorio en Marruecos. Duró casi siete años. Y a la postre murió agotada, deshecha de muerte natural, de vejez. La Dictadura murió de vieja a los siete años. Como el período constitucional que le precedió murió asimismo de viejo a los cincuenta años de nacer.

Primo de Rivera proporcionó a España siete años de paz, —¡siempre la paz!—, durante los cuales tuvo lugar un auge económico verdadero; pero no hizo reforma agraria alguna —seguía en el fondo la propiedad agraria constituyendo la base principal del régimen—, y no consiguió nunca la colaboración de las juventudes, a pesar de coincidir con la época de la dictadura el momento en que aparece por primera vez en España una conciencia juvenil operante, y a la que había precisamente que sustraer el morbo disociador, antinacional y negativo.

La dictadura militar fue sustituida por el gobierno del general Berenguer, lo que venía a significar un intento de restaurar de nuevo la Restauración, en su signo antiguo, constitucional y ortodoxo. El fracaso fue fulminante, irremediable. Sirvió para que a toda prisa, en una atmósfera liberal, propicia y suave, se organizara la caída del régimen monárquico y su sustitución por la República.

 

VI. LA REPÚBLICA. EL 14 DE ABRIL

El fenómeno del 14 de abril de 1931, la proclamación de la República, inaugura la situación en que nos encontramos hoy, la realidad misma sobre la que ahora tienen que operar las juventudes, y por eso es de suma importancia que percibamos debidamente su sentido.

Las grandes masas, las grandes mayorías electorales que votaron la República, llevaron al Poder, no a unos hombres, a unas ideas y a una realidad política surgidas y emanadas de ellas, como un producto suyo, coherente, disciplinado y eficaz, sino que facilitaron a unos grupos, unas ideas y unos hombres que en aquel momento representaban, entre otras cosas, la oposición al viejo sistema monárquico de la Restauración y de la dictadura.

Realmente, el 14 de abril de 1931 dio el Poder a todo ese cortejo lacrimoso, crítico y disconforme que desde tiempos muy añejos y remotos venía siguiendo de cerca los pasos desafortunados y vacilantes de la España oficial y tradicional. Reconocer esto es de gran importancia, porque significa que el movimiento republicano que dio vida a la Constitución de 1931 no era una superación de las pugnas antiguas, no representaba una aurora de algo nacional y nuevo, sino que se nutría casi por entero de una actitud ya ensayada, bien conocida, de signo decimonónico y perteneciente al mismo proceso político de la Restauración.

La similitud de las dos fechas, 13 de septiembre de 1923 y 14 de abril de 1931, salta a la vista de un modo notorio. En ambas, el pueblo español desertó de su deber de henchirlas con su signo propio, y quedó pasivamente al margen. El 13 de septiembre el pueblo español demostró parecerle una cosa excelente que un general, o quien fuese, hiciera por él algo que de verdad creía necesario: barrer las pandillas caciquiles de la Restauración. En 1931, en vez de dar paso triunfal a un movimiento propio, encarnación de una hora histórica tan solemne como la del derrumbe de la Monarquía, actuó también desde fuera, como comparsa, y concedió un ancho crédito a las personas, los grupos y las ideas que hacía más de sesenta años venían ofreciéndose sin éxito a la consideración política de los españoles.

La única fecundidad del 14 de abril consistió tan sólo quizá en permitir que esas personas, esos grupos y esas ideas saliesen de su tradicional y roedora actitud crítica para descubrir y exhibir desde el Poder sus portentos. Yo les asigno esa misión, que equivale realmente a la posibilidad de conocer, al fin, el segundo hemisferio de la luna. Su victoria, pues, está dentro del viejo y tradicional sistema. Fue lograda en virtud del mismo estilo polémico que puede reconocerse literalmente en las pugnas y polémicas del siglo XIX. Victoria, en el fondo, de signo y carácter turnante.

El 14 de abril de 1931 es, pues, el final de un proceso histórico, no la inauguración de uno nuevo. Eso es su esencial característica, lo que explica su fracaso vertiginoso y lo que incapacita esa fecha para servir de punto de arranque de la Revolución nacional que España hará forzosamente algún día.

En efecto, los grupos triunfadores en abril aportaban unos ingredientes de tal naturaleza que podía esperarse de ellos todo menos esto: una victoria nacional de España. ¡Ah! Si el 14 de abril se produce al grito de ¡Viva España!, el hecho revolucionario hubiera sido cosa distinta y representaría evidentemente la fecha inauguradora de la Revolución nacional. Pero claro que no se hizo así, y si pasamos revista a los propósitos de las diversas fuerzas que dieron vida y realidad a esa fecha, nos encontramos además con que no podía hacerse así. Ni uno sólo de los varios grupos del 14 de abril actuaba con el propósito de convertir la revolución en Revolución nacional. Ese fue el fraude y ese fue a la postre también el germen disociador de la República naciente.

* * *

Una Revolución nacional, el 14 de abril, tenía que haber representado para España la garantía de que precisamente todo lo que la vieja Monarquía ya no garantizaba iba a ser mediante ella posible: tenía que representar, frente a los tirones separatistas de Cataluña y Vasconia, la unificación efectiva de todo el pueblo. Frente a las dificultades en que se debatía la Monarquía para que tuviese España un Ejército popular y fuerte, su creación fulminante. Frente a la dispersión moral de los españoles, su unificación en el culto a la Patria común. Frente a un régimen agrario de injusticia inveterada (no se olvide que los terratenientes, como hemos dicho y repetido, habían sido desde muy antiguo el sostén único de las viejas oligarquías), la liberación de los campesinos y la ayuda inmediata a todos los pequeños agricultores. Frente a una industrialización de signo modesto, un plan gigantesco y audaz para la explotación de las industrias eléctricas y siderúrgicas. Frente a la despoblación del país, una política demográfica tendente a duplicar la actual población de España. Frente al paro y la crisis, la nacionalización de los transportes, la ayuda a las pequeñas industrias de distribución y el incremento rápido del poder adquisitivo del pueblo. Frente a una España satélite de Francia e Inglaterra, una política internacional vigorosa y firme, de independencia arisca.

Eso hubiera sido una Revolución nacional, y todo lo contrario que eso fue sin embargo el 14 de abril de 1931.

Las perspectivas de esa fecha eran y tenían que ser por fuerza una cosa ilusoria. Pues los intelectuales que le daban expresión representaban una tradicional discrepancia con el sentido histórico de las instituciones a quienes la unidad se debía en su origen, llegando así al absurdo de creer una equivocación nuestra historia entera. Los grupos disgregadores que influían y sostenían el régimen naciente desde la periferia española carecían naturalmente de una preocupación integral y total de España. Los marxistas eran ajenos por naturaleza al problema. Los viejos partidos demoliberales, como el radical, representaban la debilidad, la transigencia, el pacto. ¿Quién, pues, iba a dar a la revolución de abril un contenido nacional y quien iba a trabajar en su seno por extraer de ella consecuencias nacionales históricas?.

El 14 de abril nacía, pues, incapacitado, tarado, para obtener de él una vigorización nacional de España.

* * *

Ahora bien, reconocido eso, aceptada esa limitación, ¿encerraba, en cambio, el 14 de abril perspectivas fecundas de convivencia social entre los españoles?. O lo que es lo mismo, cercenada toda salida nacional, toda tendencia de la revolución a hacer de España ante todo una nación fuerte y vigorosa, ¿se logró, por lo menos, una ordenación social más grata para todos los españoles y una aceptación entusiasta por parte de los trabajadores, de los obreros, a la misma?. La contestación no admite dudas: en absoluto.

Pues hubo tres insurrecciones populares. Y hubo sobre todo una terrible fecha, el 6 de octubre, en la que tomaron las armas no ya los obreros anarcosindicalistas, cuya disconformidad con el régimen databa desde sus orígenes, sino los obreros socialistas, edificadores y forjadores directos de la Constitución y de las instituciones todas de la República.

El 14 de abril no supuso, pues, nada. Ni el orden nacional ni el orden social. Sus mismos creadores proclamaron su monstruosa equivocación ese 6 de octubre de 1934, fecha en que tuvo lugar la insurrección de la Generalidad y la subversión marxista de Asturias. El 6 de octubre tiene un sentido, y sólo uno: el torpedeamiento y hundimiento de la pseudo-revolución de abril por los mismos que la efectuaron y alumbraron.

Esa es, camaradas, la realidad, y ante ella no nos corresponden muchas lamentaciones. Pues también, entre esas posibilidades revolucionarias fallidas, está la traición a un cierto espíritu juvenil que se manifestó y surgió en España meses antes de la República. No encontró ese movimiento juvenil satisfacción alguna. No fueron los jóvenes comprendidos, y los gobiernos abrileños no le prestaron otro servicio que el de corromper a los que aparecían como dirigentes, incluyéndolos en las nóminas burocráticas de sus secretarías.

Aquí nos encontramos, camaradas, y la realidad del régimen, la última, la que hoy tenemos ante nosotros, la surgida como contestación a las subversiones de octubre, es un digno remate a la esterilidad radical del sistema: España y la República, en manos de los grupos oligárquicos más viejos, desteñidos e inoperantes que fuera posible imaginar. Los gobiernos radical-cedistas sacan a la superficie lo que de veras llevaba dentro el 14 de abril junto con sus ingenuas erupciones pseudo-revolucionarias: el girar en torno a las antigüedades conocidas y fracasadas de la España decimonónica, el estar ligado a ellas y el de ser realmente el final de una era, la culminación de una decadencia política. Y no una aurora, ni un comienzo, ni una inauguración fértil de nada.

* * *

Resumimos así el panorama de los últimos cien años: Fracaso de la España tradicional, fracaso de la España subversiva (ambas en sus luchas del siglo XIX), fracaso de la Restauración (Monarquía constitucional), fracaso de la dictadura militar de Primo de Rivera, fracaso de la República. Vamos a ver cómo sobre esa gran pirámide egipcia de fracasos se puede edificar un formidable éxito histórico, duradero y rotundo. La consigna es: ¡REVOLUCIÓN NACIONAL!