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JONS
JONS (Número 1)

El nacional-socialismo en el Poder

Hasta la toma del Poder, Hitler era un genio de la organización y de la agitación políticas. Había derecho a negar que fuesen sinceros quienes no le reconocían esa virtud formidable. Ahí estaban, rígidos, disciplinados y poderosos, quince millones de alemanes proclamándolo rotundamente. El movimiento nacional-socialista creado en torno a Hitler se fundía con la autenticidad alemana. Su clamor, sus aspiraciones y sus ímpetus eran los verdaderos del pueblo alemán. Sobre ello no podía haber duda por parte de nadie que conservase una dosis ligerísima de capacidad para enjuiciar hechos políticos.

Ahora bien; en el movimiento hitlerista, mejor dicho, en Hitler mismo, había una incógnita tremenda. Todo el mundo podía preguntarse lícitamente si una vez conseguido por Hitler el Poder conservaría su figura y su prestigio el rango antiguo. Es decir, si Hitler, genio de la organización y de la agitación, era también un genio del mando político, un constructor de instituciones, un hombre de Estado.

Naturalmente que esa incógnita estaba ya resuelta de un modo afirmativo para quienes admiraban y seguían con entusiasmo su ruta de triunfos. Por ejemplo, los millones de alemanes adictos al partido. Pero no para los demás ni para los espectadores extranjeros, aun incluyéndonos entre éstos a nosotros, los de JONS, que en fidelidad a «lo nacional» y en angustia social andamos por análogos parajes.

Hitler es Canciller de Alemania desde hace tres meses. No corresponde a su Movimiento la totalidad del Poder, pues está en manos de políticos más o menos afines la mayoría de los ministerios. Este hecho, que alarma a algunos, inclinando su ánimo a reconocer de un modo pleno la victoria hitleriana, tiene explicación muy sencilla y verdadera. En primer lugar, Hitler sabe que su llegada al Poder supone para Alemania un régimen nuevo, con amplitud de tiempo suficiente para no apresurarse de un modo ciego e impolítico, sino más bien para realizar cada cosa a su hora. Los objetivos que aparecen como fundamentales en el movimiento de Hitler son estos dos: vigencia de la autenticidad alemana, es decir, sustitución de marxistas y judíos en el Gobierno y dirección de Alemania por hombres, ideas y sentimientos alemanes. Y el segundo: proceder revolucionariamente a la implantación de nuevas normas económicas, financieras y sociales que impidan el hambre de millones de alemanes en paro forzoso, la tiranía rentística a que los grandes especuladores bancarios -casi todos judíos- someten a la población alemana, la dependencia económica del extranjero, la solidaridad social.

Naturalmente, la primera preocupación del régimen nacional-socialista fue la de consolidar y afirmar sus posiciones frente a los terribles enemigos de su victoria. Y además, hacer cara a las tareas diarias, inmediatas e inaplazables que trae consigo la gobernación pública. No es, pues, extraño, ni puede considerarse con recelo, que gran número de ministerios quedasen fuera del control, personal de los hitlerianos. No se olvide que el partido de Hitler tenía una tradición de combate permanente, de grandes peleas políticas, y sus hombres eran indiscutiblemente más expertos en lides polémicas -a que les obligaba el carácter mismo revolucionario del partido- que en esas otras experiencias administrativas y de burocracia jurídica propias del funcionamiento normal del Estado. En ese trance, Hitler, con magnífico buen sentido, puso los ministerios en manos diestras, lo suficientemente afines para colaborar con los «nazis» en aquel primer objetivo que antes señalamos: la organización de la expresión alemana, la desarticulación del formidable aparato marxista. ¿No hizo eso mismo Mussolini los primeros dos años de fascismo, en que no se le ocurrió la equivocación de llevar al Gobierno a los jefes de sus escuadras?

Pero ahora Hitler, como antes Mussolini, sabe muy bien que es su partido el que posee la clave de los mandos esenciales y que todas las personas aisladas o los grupos que les ofrezcan colaboración no sirven en realidad otras metas que las que Hitler y su partido representan. Los tres meses de Gobierno transcurridos permiten advertir la notoria realidad de todo eso. Quien representa el centro vigoroso sobre que se agrupan las expectaciones es el partido nacional-socialista. El mismo día recibe su jefe la adhesión de los Cascos de Acero -fuerza, no se olvide, hasta ahora ajena al movimiento de Hitler, surgida con otra mentalidad y otras preocupaciones- y el acatamiento de gran número de sindicatos socialistas. El es, pues, la realidad y la esperanza de Alemania.

Ahora bien, la gran prueba será, naturalmente, el día en que Hitler y su Gobierno lleguen a las cercanías del segundo objetivo: la reforma radical del régimen económico y financiero de Alemania. Nosotros creemos que ese día llegará y que los nacional-socialistas cumplirán sus compromisos, que, más que de programa, son compromisos de la realidad social alemana. No pueden sortearse ni ser tampoco ignorados. Y es sólo de su feliz solución de donde depende el futuro triunfal de este gran movimiento, cuyos pasos primeros tan legítima admiración produce hoy a todos nosotros.

No es España precisamente el país desde donde hoy puede ser juzgado con cierta objetividad el hecho alemán. Domina aquí, con insistencia absurda, el afán oficial de presentarnos como el refugio de todas las ideas y de todas las políticas ensayadas y fracasadas por los otros. Se odia en esas esferas, sin comprender nada de él, al movimiento de Hitler. Y así acontece que, siendo quizá España el único país que podía justificar hoy ante el mundo la acción antisemita de Alemania -ya que ella misma tuvo en ocasión memorable que defender su expresión nacional y su independencia contra los manejos israelitas-, se convierta hoy en la tierra de promisión para los judíos y vengan aquí los que huyen de lo que llaman «su patria alemana», de donde, después de todo ni se les expulsa ni se les persigue de modo alguno antihumano. Claro que tanto el arzobispo Verdier, en Francia, como «El Debate», en España, se han unido a la protesta de los judíos contra la persecución hitlerista. En España, ciertamente, no existe hoy problema judío. Pero, ¿no llegará a haberlo -y pavoroso- si desde los católicos de «El Debate» hasta los radicales socialistas ofrendan nuestro suelo a todos los que hoy huyen y escapan de Alemania?

(«JONS», n. 1, Mayo 1933)