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JONS
JONS (Número 11)

Una de las realidades más sugestivas y profundas sobre la que se apoya nuestro movimiento es su inflexible destino totalitario, es decir, la ineludible necesidad o compromiso de que salgan de su seno, producidos en él, los logros o aspiraciones fundamentales tras de cuya conquista movilizar el entusiasmo y el interés de los españoles.

Diversas veces en nuestros escritos hemos presentado y definido esa característica, que obliga a la Falange de las JONS a inventar y crear sus propias metas, vedándole el servirse de las que otros han señalado como suyas. Por fortuna, los mejores núcleos del Partido aceptan con alegría creadora ese destino, y por eso ha triunfado y se ha impuesto en nuestras filas la actitud revolucionaria, valiéndose de consignas y clamores que son producto peculiarísimo de nuestro movimiento.

Todo esto equivale, pues, a decir que nosotros dispondremos de un espíritu de decisión, de unos instrumentos tan eficaces y de una fuerza de tal especie, que nos permitirán ofrecer a los españoles la posibilidad de revolverse con éxito, tanto contra su angustia nacional, histórica, de pueblo a la deriva y en peligro, como contra su congoja social, de grandes masas sin pan y sin justicia. Ello es nuestra tarea, el compromiso global de nuestra revolución, con sus problemas, sus dificultades, su perentoriedad y su estrategia. Hay que darles cara, mirarlos de frente e irles destacando uno a uno. Y así veremos cómo realmente los problemas vitales de España claman por una intervención nuestra, esperan la robusta proyección de nuestro Partido, y cómo también cualesquiera otras tónicas que se le acerquen a la faz de España son remiendos impotentes e invaliosos.

El problema fundamental del Estado

La presencia política de nuestro Partido ha tenido lugar cuando había -y hay- en España una República, una Constitución, unos partidos republicanos, unos ideales y un Gobierno que era y es su producto, culminación y resumen. ¿Necesitamos decir que estamos al margen de eso y que precisamente para ocasiones como la de librarnos y librar a España de eso hay en nuestros propósitos una permanente consigna revolucionaria? Sin duda, no. Hay entre esa realidad y nosotros una incompatibilidad mutua que aparece, de un lado, en el ceno, naturalmente hostil que en nosotros despierta, y de otro, en las persecuciones tiránicas con que los Gobiernos nos distinguen. Parece que nuestro destino, si somos fieles a la autenticidad profunda que nos ha distinguido y prestigiado desde el primer día, va a consistir en pactar con muy pocas cosas, pero entre ellas no pueden estar ni los ideales, ni los partidos, ni los hombres que han dirigido hasta aquí la política de la República. Los repudiamos totalmente, sin asidero posible colaboracionista que nos una a sus tareas ni a sus instituciones. Han puesto los cimientos de un Estado monstruoso, que traiciona la unidad nacional de España, burla el interés revolucionario de las masas y se desliga de todo servicio a los propósitos de ambición nacional y de justicia que reclaman hoy las juventudes.

Pero aquí nace una dificultad para nosotros, un problema para la Revolución Nacional-Sindicalista. Pues si declaramos que nada hay valioso ni aprovechable en el actual sistema, si declaramos empalidecidos y agónicos sus ideales, infecundos y hasta traidores muchos de sus hombres y organizaciones públicas, y si además, como desde luego hacemos rotundamente, declaramos también nuestra decisión firme de no aceptar el retorno de la vieja España sepultada en abril, se nos plantea en el Partido la necesidad creadora de conquistar y descubrir una tercera ruta, abierta si es preciso en la roca viva de la Patria, sobre la que asentar la reforma revolucionaria del Estado.

Este despego que mostramos por igual hacia las viejas formas monárquicas como a la democracia burguesa y parlamentaria que hoy nos rige, está para nosotros en extremo justificado. Todos los atributos, eficacias y características que nosotros exigimos al Estado eran imposibles en aquel régimen agónico y se dan a la vez de bruces con el sistema y los ideales vigentes en la República.

Estamos, pues, libres en eso que se llama -¡todavía!- en los viejos medios problema del régimen. Libres y en el aire. Los socialistas se han definido también en esto de una manera tajante. «No somos republicanos», escribían como un reto en su periódico diario hace breves días. ¿Nos pedirá alguien a nosotros, falange nueva, revolucionaria y ambiciosa, que nos definamos de un modo diferente a los socialistas en tal cuestión? La hacemos, por el contrario, nuestra. Y de esta declaración surge también nuestra frase, que de seguro aceptan asimismo los socialistas para ellos: seremos republicanos si la República es nuestra y está gobernada totalmente por nosotros.

Ahí está, en nuestra coincidencia formal, revolucionaria, con los socialistas la clase del drama y de las convulsiones políticas que esperan a la Patria. Pues claro que disputaremos al marxismo con uñas, dientes y sangre el derecho a forjar los destinos futuros de nuestra España eterna. En la realidad de esa lucha, en sus peripecias y resultados está el secreto del Estado nuevo.

Una victoria nuestra, y nadie olvide que una derrota equivale al predominio socialista, a la victoria bolchevique, instaurará revolucionariamente un Estado nacional-sindicalista integral. Si fuese necesario expresarlo desde ahora, y si resultase urgente al Partido extenderlo como consigna, diríamos ya, proclamaríamos ya, que su denominación formal, su signo externo dentro de los vocabularios y de los mitos hoy vigentes, sería el de una REPÚBLICA CONSULAR.

Medios de lucha. Estrategia de la Revolución Nacional-Sindicalista

Es innegable que uno de los extremos más firmes sobre los que el Partido necesita disponer de mayor claridad es el de nuestra táctica revolucionaria, las diversas etapas de su desarrollo y los medios, los organismos rectores y ejecutivos de la misma. Pues un plan táctico abarca necesariamente desde el tono y los objetivos parciales sobre los que se ciñe la propaganda hasta el planteamiento definitivo de la conquista del Poder. Bien destacado aparece ante nosotros cuál es el deber de la lucha diaria, sobre qué hechos y acontecimientos gravitará la atención polémica del Partido. Hay tres sectores de problemas, tres turbinas fabricadoras permanentes de hechos y conflictos, sobre los que tenemos que estar a toda hora bien atentos: La realidad de que se inicia por fuerzas poderosas un proceso de disgregación nacional. La presencia temible de los campamentos marxistas. El hambre de grandes masas y la galvanización económica de un sector extenso de la pequeña burguesía española, tanto de la ciudad como del campo.

Sobre los conflictos y las angustias que en la vida nacional de España produzcan a diario esas tres gravísimas realidades, tiene nuestro movimiento que aparecer siempre victorioso. Es decir, que nos resulta obligado, incluso como exigencia de carácter estratégico, dar cada día a los españoles la sensación de que la única garantía contra los separatismos, contra el predominio bolchevique y contra la ruina y el hambre de los españoles es, precisamente, la aparición triunfal de nuestra revolución.

Es, pues, rígida e insoslayable la estrategia diaria del Partido en cuanto haga referencia a esos problemas. Pero la cuestión más espinosa, la que va a resultarnos de pesquisa más difícil, es la que se refiere a los organismos, a los instrumentos de lucha llamados a canalizar, recoger y potenciar la fuerza de la Falange.

Pues hay que tener sentido de la responsabilidad de nuestras consignas y lanzarlas con el refrendo que supone enseñar y decir cómo van a ser realizadas y cumplidas. Por desgracia, no se ha dedicado a estas cuestiones entre nosotros la atención suficiente, y hoy no son muchos -es decir, poquísimos- quienes tienen acerca de nuestra marcha y de cómo hemos de resolver sus dificultades, ideas de claridad siquiera relativa.

Y es precisamente cuanto afecte a los planes tácticos y estratégicos, a las formas, estilo y peripecias de la revolución lo menos adecuado para ser aprendido en parte alguna. Las aspiraciones fundamentales, la doctrina, las metas pueden, sí, haber sido objeto de elaboración y aprendizaje sirviéndose de enseñanzas y experiencias ajenas. Pues son, en cierto modo, algo estático y permanente. Es, en cambio, peligrosísimo «aprender» estrategia revolucionaria. Y quizá en el olvido radical de esto reside el fracaso de todos los intentos comunistas posteriores a la revolución bolchevique de octubre.

La idea más sencilla y pronta que se ofrece a movimientos de nuestro estilo para resolver problemas como el que planteamos, es la creación de unas milicias. Aceptarla sin más y adoptarla frívolamente, de un modo abstracto, lo reputamos de sumo peligro. Habrá que examinar con rigor qué posibilidades de perfección y de desarrollo tendrían en el lugar y momento de España en que aparecen. Habrá que resolver el problema del espíritu que va a presidir el toque a rebato de los milicianos esos, y si su organización y jerarquías son de tal modo perfectas que utilicen todas las disponibilidades valiosas del Partido. Habrá que estar pendientes de la actitud oficial de los Gobiernos y, en fin, tendrá el Partido que saber a todas horas hasta qué punto puede descansar sólo en sus milicias y jugar a su única carta el acervo de conquistas políticas que vaya efectuando.

Un plan táctico perfecto exige, sin duda, conocer la diversidad de puntos vulnerables por donde resulta posible el acceso al Poder. Estos no son necesariamente para una revolución el de la violencia descarada en todos los frentes. Ni mucho menos. Tienen y deben ser conjugados varios factores y extraer de su simultaneidad o sucesión inmediata los éxitos posibles. A un Estado liberal-parlamentario no se le vence de igual manera que a una dictadura, ni pueden utilizarse los mismos medios revolucionarios contra un Estado que adolece de una impotencia radical para evitar el hambre y la ruina de los compatriotas que contra otro que se debate sobre dificultades permanentes de orden político.

Concretamente para nosotros hay la necesidad de ver claro todo esto, en el plano de la realidad española. Nos resulta ineludible e imprescindible fijar nuestra estrategia y dotarla de los organismos de que ha de valerse. En la ciudad y en el campo, para desarmar los campamentos marxistas y para asegurar nuestros derechos, para lograr una sensación pública de poderío y de solvencia y también para la conquista del Estado.

Para todo esto no basta decir, perezosamente: creemos milicias. Es más compleja la dificultad y exigirá, sin duda, de los dirigentes cavilaciones amplias. Hemos de proyectarnos sobre los puntos vitales de la vida nacional, influyendo en ellos y controlando sus latidos. Sin olvidar que a la conquista del Estado por nosotros tiene que preceder su propia asfixia. Y dejemos esto aquí.

(«JONS», n. 11, Agosto - 1934)