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La Conquista del Estado
La Conquista del Estado (Número 4)

Frecuentemente se nos denomina por ahí confusionistas. A esto conducen las campañas políticas mostrencas: a convertir las cabezas en cabezas confusas, que no ven claro sino lo que les dice el dilema montaraz: Monarquía o República.

Pero nosotros hemos irrumpido en la vida española con más hondas fidelidades a la necesidad actual de nuestro pueblo, y nada ni nadie puede impedirnos que exijamos a las contiendas el pequeño sacrificio de pensar.

Venimos poblados de afirmaciones terminantes. Que ofrecemos al pueblo con las dos manos. Dispuestos a su difusión máxima. Es intolerable la circulación de la farsa, que no vacila en ofrecer la sangre del pueblo para el triunfo de todos los equívocos. Frente a toda esa morralla de los jefes republicanos, que enardecen al pueblo y luego le abandonan en los momentos revolucionarios críticos. Que despiertan la apetencia revolucionaria y luego no desean ni quieren la revolución, dejando a las masas inermes sin caudillos. Frente a las huestes socialistas que se satisfacen con el afán señorito de los mandos fáciles, traidores a la finalidad social que informa la raíz misma de su fuerza. Frente a todo eso, un régimen alicaído, depauperado y moribundo, que hace y no hace, desertor y tembloroso.

Y surgimos nosotros con un haz de afirmaciones claras y eficaces. Frente a todo y frente a todos, con independencia y coraje, obsesionados por algo radicalísimo y tremendo.

Hay que elaborar el Estado hispánico. Eso dicen también los republicanos. Pero nada sabemos aún de cómo iba a estructurarse ese Estado con la República. Nadie nos lo dice, pues en los mítines sólo se requiere la presencia salvadora de los tópicos. Así, cualquier currinche es orador y la algarabía adquiere resonancia.

Algo hay indiscutible para nosotros, y es nuestro estar ahí, disconformes con los grupos que vocean. El Estado hispánico debe quedar listo para grandes bregas nacionales y ser podado de toda la impedimenta que fracasa.

Pedimos y queremos un Estado hispánico, robusto y poderoso, que unifique y haga posibles los esfuerzos eminentes. Ya lo dijimos en números anteriores y hemos de insistir: sin un Estado hispánico auténtico seriamos cualquier cosa, pero no personas políticas con unos derechos y unas libertades. Con un destino colectivo, grande o pequeño, y un futuro. Con algo que hacer en común unos con otros.

Pedimos y queremos la suplantación del régimen parlamentario, o, por lo menos, que sean limitadas las funciones del Parlamento por la decisión suprema de un Poder más alto.

Pedimos y queremos una dictadura de Estado, de origen popular, que obligue a nuestro pueblo a las grandes marchas.

Pedimos y queremos la inhabilitación del espíritu abogadesco en la política, y que se encomienden las funciones de mando a hombres de acción, entre aquellos de probada intrepidez que posean la confianza del pueblo.

Queremos y pedimos la desaparición del mito liberal, perturbador y anacrónico, y que el Estado asuma el control de todos los derechos.

Queremos y pedimos la subordinación de todo individuo a los supremos intereses del Estado, de la colectividad política.

Queremos y pedimos un nuevo régimen económico. A base de la sindicación de la riqueza industrial y de la entrega de tierra a los campesinos. El Estado hispánico se reservará el derecho a intervenir y encauzar las economías privadas.

Queremos y pedimos la aplicación de las penas más rigurosas para aquellos que especulen con la miseria del pueblo.

Queremos y pedimos una cultura de masas, y la entrada en las Universidades de los hijos del pueblo.

Queremos y pedimos que la elaboración del Estado hispánico sea obra y tarea de los españoles jóvenes, para lo cual deben destacarse y organizarse los que estén comprendidos entre los veinte y cuarenta y cinco años.

Queremos y pedimos la unificación indiscutible del Estado. Las entidades comarcales posibles deben permanecer limitadas en un cuadro concreto de fines adjetivos.

Queremos y pedimos que informe de un modo central al Estado hispánico la propagación de una gigantesca ambición nacional, que recoja las ansias históricas de nuestro pueblo.

Queremos y pedimos el más implacable examen de las influencias extranjeras en nuestro país y su extirpación radical.

A eso venimos nosotros. A difundir estos afanes hispánicos y a llevarlos al triunfo. Por todos los medios. Los que crean que deben ayudarnos, que se inscriban en nuestras células de combate. Nada de simpatías ni de cuotas. Los brazos y el coraje.

A ver si de una vez superamos esa polémica rencorosa y vengativa en torno a la Monarquía y la República. Y presentamos al pueblo español los verdaderos objetivos. Su liberación económica y su grandeza como pueblo.

¿Quiénes son, pues, los confusionistas? Ahí quedan nuestras palabras. Ahí quedan nuestras frases terminantes. Las confusiones están en las cabezas que nos critican. Revestidas de farsa y de comicidad. Mascando trapacería leguleya y desmanes rencorosos. Sin grandeza creadora. Sin generosidad para el pueblo. Sin efusión. Egoístamente. Traidoramente.

(«La Conquista del Estado», n. 4, 4 - Abril - 1931)