Imprimir
La Conquista del Estado
La Conquista del Estado (Número 12)

Una vez debelados los residuos feudales de la Monarquía, hay que ir adelante. Pues España no puede momificarse en una democracia burguesa y parlamentaria

Nuestra idea imperial

En la hora española actual somos nosotros los únicos que destacamos con firmeza el que los propósitos hispánicos de hoy deben y tienen que ser propósitos de imperio. La ramplonería burguesa lo niega, recluyéndose en los recintos mínimos y egoístas que le son propios. Pero un pueblo no puede orientar sus rutas en nombre de lo que convenga o no a un sector o grupo de ciudadanos. Aunque sí, en cambio, deben hacerse posibles los afanes justísimos de todos.

Pero hay sobre todo el hecho indudable de que grandes núcleos hispánicos se inclinan hoy a una estructura federal del Estado. A nosotros se nos considera injustamente como partidarios de un rabioso unitarismo. No hay tal. Lo que sí nos preocupa es la captura de un contrapeso nacional que impida la reclusión de las energías regionales en los pequeños orbes de su vida. Cuando llega el momento de que la unidad hispana comparezca ante las miradas universales y se encargue del timón europeo, será absurdo y criminal que se interpongan las aspiraciones de rango localista, desarticulando la eficacia de nuestro pueblo.

Es, pues, sólo admisible y deseable un Estado federal en España, en tanto se acepte y admita por todos la necesidad de incrementar los propósitos de imperio. Hay muchos espíritus débiles y enclenques que creen que esto del imperio equivale a lanzar ejércitos por las fronteras. No merece la pena detenerse a desmentir una tontería así. Por de pronto, el imperio sería la idea común que adscribiese a los pueblos hispánicos un compromiso de unidad. Pues concedidas las autonomías -aunque, claro es, de régimen administrativo tan sólo-, ¿se nos quiere decir qué contrapeso unitario equilibraría la tendencia a polarizarse en torno a las capitalidades de las regiones? ¿El que representan los intereses económicos comunes? Es insuficiente, porque las corrientes esas fluctúan, y si hoy favorecen una cohesión, mañana pueden favorecer lo contrario. Y no hay que hacer demasiadas llamadas a la Historia, sino llenar a nuestro pueblo de compromisos actuales, fecundos, que tengan su raíz y su fuerza en el presente vivo.

El imperio nace con las diversidades nacionales que obedecen y siguen los fines superiores de un Poder más alto. De aquí que la idea imperial sea la más eficaz garantía de respeto a la peculiaridad de las comarcas.

Ahora bien: España no es un pueblo que viva en torno de su eje, ensimismada en su persona, sino que requiere a la vez otro tipo de preocupaciones. Intervenciones decisivas de rango universal. Debemos recobrar el derecho a que la voz hispánica se oiga en Europa y signifique en el mundo una resonancia vigorosa y fuerte. Todo anda en fracaso por ahí, y España nace ahora con el compromiso de aportar nuevas eficacias.

Fracasa en Europa una concepción de la política, una estructura económica; se baten en retirada los viejos pueblos que tienen ante sí convulsiones ciegas, nacidas en los años que corren, y es España, la reserva de nuestro gran pueblo, quien puede obtener de sí el gesto, el brío y los valores triunfales que se precisan. Terminó ya la vergonzosa dependencia a que la vieja generación condenaba al país, convirtiéndolo en colonia europea, en esclavo sumiso de las culturas germanizantes y sajonas.

Para la realización de todos esos destinos que surgen, España tiene que ir en pos del imperio y acostumbrar su mirada a futuros gigantescos Ahí están nuestros vecinos, los portugueses, sometidos a una tiranía militarista que les deshonra, y, de otra parte, ante un peligro de sovietización. España tiene la obligación de impedir que el noble pueblo portugués sufra ambas traiciones, y debe conducir su política a que Portugal entre en el orden imperial hispánico, ayudándole a desasirse de los poderes que le oprimen. De cualquier índole que sean.

Ahí está la América hispana. Pueblos firmes, vitalísimos, que son para España la manifestación perpetua de su capacidad imperial. Nuestro papel en América no es, ni equivale, al de un pueblo amigo, sino que estaremos siempre obligados a más. Nosotros somos ellos, y ellos serán siempre nosotros.

La reaparición marxista

Sólo la depresión y la pereza que caracterizan a los últimos diez años aclaran esa aparente victoria marxista que hoy se denuncia. Todos los señoritos de cerebro enclenque descubren ahora la facilidad marxista y le entregan sus entusiasmos. El fenómeno es curioso, y confirma lo que siempre presumimos desde nuestro primer contacto intelectual con Marx: Que su entraña, ideología y afanes son específicamente burgueses. En efecto: se trata de una mediocre concepción de la Historia que confiere una pedantesca primacía a dos o tres intuiciones elementales. Poco importa, en realidad, esta o aquella idea de la Historia, y ello no habría traspasado el orbe de las cátedras de Filosofía si no se hubiese tenido la habilidad de añadirle unas cuantas consecuencias sociales de tipo revolucionario. Que ciertas masas obreras tragaron como un anzuelo.

Hoy advierte el más miope que las filas socialistas contribuyen al estancamiento burgués, son las más fieles guardadoras de las libertades políticas, esas libertades que a nadie benefician, sino a los burgueses. Los núcleos más inteligentes y aptos de la burguesía iban comprendiendo ya la necesidad de una movilización revolucionaria que liberase a nuestro tiempo de las ineficacias del tuberculoso siglo XIX. En tal coyuntura, los partidos socialistas -burgueses retrasados- reavivaron las gestas demoliberales, reconociendo como meta la anacrónica batalla del viejo siglo. Hoy los socialistas son liberales de izquierda, no otra cosa, y han perdido en absoluto la capacidad revolucionaria. Es la época en que el marxismo cautiva la atención de los señoritos perezosos.

Marxistas y burgueses son hoy el enemigo para los que centramos nuestra actuación política y social en estas dos únicas cosas: Prosperidad del pueblo, esto es, liberación económica del pueblo, y grandeza nacional, esto es, expansión imperial de España.

La ponzoña marxista destruye los afanes hispánicos del pueblo, desvirtúa la peculiaridad popular y ha traicionado las esperanzas sociales del proletariado. Los burgueses, de otra parte, impiden una estructura justa de los valores económicos y no reconocen como imperativo de la raza la tarea heroica y nobilísima de forjar una grandeza nacional. El egoísmo de los burgueses y la traición de los marxistas son hoy los responsables de la crisis hispánica.

El marxismo es extranjero e introduce en las sagradas fidelidades hispánicas el morbo de la deslealtad, de la traición y del error. Nuestro pueblo va a hacer hoy su Revolución, y debe impedir que se filtren en los recintos superiores las impurezas extranjerizantes. Nosotros somos nosotros, sangre de imperio y de fuerza. Para que las masas proletarias de España consigan la liberación económica a que tienen justísimo derecho, no es imprescindible que desprecien el espíritu de su país y se entreguen con vileza a los extraños. En este sentido, nos parecen de una honradez y una fidelidad más respetables -salvando, claro es, las radicalísimas diferencias que nos separan- las fuerzas de los Sindicatos únicos, que muestran cierta simpática inquietud por destacar la peculiaridad hispánica.

El marxismo reaparece ahora en los señoritos. En forma de frivolidad y de vaga literatura. Perturbando y desestimando las características grandiosas de nuestro pueblo. España debe levantarse airada contra estos traidores que interceptan la realización de nuestras glorias. Nos venden al extranjero, consumando la definitiva decadencia hispana, a base de rechazar, desacreditar e impedir las posibilidades históricas que se nos ofrecen.

Después del triunfo de la Revolución rusa de octubre, el marxismo maneja unas eficacias peligrosas. Ya no es sólo el vago extranjerismo de una cultura antinacional, sino que ahora, con los soviets, es el influjo concreto de un pueblo que enarbola su triunfo para introducir en los demás pueblos su peculiarísima originalidad revolucionaria. Todos los partidos comunistas que hoy existen en Europa están constituidos por minorías de descastados, infieles a la conciencia popular de su país, satélites del mundo ruso que les sugestiona y arrebata. Se impone, pues, en España, la tarea de organizar un actualísimo frente antimarxista que garantice y logre en las horas difíciles por que atravesamos la absoluta y rigurosa fidelidad nacional.

Ese frente no puede estar informado por un espíritu burgués. La burguesía no dispone hoy de vitalidad suficiente para impulsar la nueva era que se abre ante nosotros. Es de suponer que los hijos de los burgueses, llegados a la responsabilidad política con un repertorio de ideas y de actitudes muy diferente al de sus padres, restauren el auténtico espíritu creador que necesitamos. Pero es imprescindible también la colaboración proletaria. La lucha de clases es suicida y perturbadora. Y, claro es, que no puede desaparecer a cambio del predominio burgués. Hay que incorporar al proletariado a las supremas tareas nacionales y llevar su representación y su criterio a los puestos más altos.

Un pueblo no puede nunca poner en litigio su personalidad y su cultura. Tal cosa equivaldría a una aspiración a ser esclavizado. Los comunistas quieren hoy que adoptemos el patrón bolchevique y que nuestro pueblo reconozca como cosa propia las creaciones, las metas y las fórmulas -todo ello, sin duda, muy magnífico- que el pueblo ruso creyó algún día conveniente para sí. Hemos, pues, de leer los mismos libros, destruir las mismas cosas y entonar las mismas canciones que ellos. No ponemos en duda que el pueblo ruso se haya salvado gracias a su Revolución de octubre. Lo que sí impediremos, con nuestras propias vidas, si es necesario, es la pretensión traidora y vil de destruir la potencialidad hispánica, de reducirla a cenizas injertándola en Moscú. De ahí nuestro pasquín diario de que los comunistas deben ser considerados como traidores a la Patria.

Ahora bien: la otra vena marxista, la evolutiva y cobarde del socialismo, hace y pretende las mismas cosas en nombre de un internacionalismo bobo. Pero es menos peligrosa su actividad, porque, como antes dijimos, carecen de vigor y de fuerza revolucionaria.

La acción en Cataluña

Desde que llegó la República estamos empeñados en el compromiso firme de luchar contra la Cataluña de Maciá. No, pues, contra Cataluña. El señor Maciá convocó su Asamblea, que elaborará y traerá a Madrid un Estatuto. Podemos estar tranquilos. Esa Asamblea no representa a Cataluña y carece del mínimo de autoridad que se precisa para impetrar la aprobación de las soberanas Cortes constituyentes. Al ponernos frente a Maciá, lo hemos hecho por doble motivo. Uno es que su historia y sus propósitos denuncian en él con toda claridad el vivísimo deseo de originar la desmembración de la Patria. Siempre ha sido un conspirador vulgar contra España, al que antes de ahora debió castigarse de modo ejemplar. Pero otro motivo de que disponemos es que Maciá y su núcleo representan el sector más invalioso y absurdo de Cataluña. Poetas melenudos, gente anacrónica, sin idea ni sentido de las vigencias de nuestro tiempo. Desde hace diez años podía advertirse en Cataluña la inquietud de una generación nueva, nacida, sí, en contacto con aspiraciones de tipo regional, pero a la vez formada en una disciplina de responsabilidad y de eficacia más altas.

Maciá, que es un pobre anciano soñador, no pudo interesar nunca a esas juventudes valiosas, y hoy se rodea de los elementos más ingenuos e impreparados de Cataluña, los que gritan y dirigen miradas a la luna decimonónica. Nosotros nos entenderemos con los grupos y personas de Cataluña que se sitúen en nuestro siglo y vean el mundo en sus dimensiones exactas, sin alterar las perspectivas. Invitamos a estos núcleos de posibles dialogadores a que decidan una acción en Cataluña que les evite -y nos evite- las molestias que supondrá para todos el hecho de que no podamos entendernos.

Maciá es el obstáculo. Y con él, claro, los catalanes cucos que van y vienen. Esperamos que surjan en Cataluña gentes robustas que sepan liberarse de ellos. Aquí se les ayudaría, otorgándoles la confianza hispánica y la seguridad de que su problema había de resolverse bien. Necesita para ello el resto de España la garantía de que Cataluña, en vez de seguir rutas fracasadas y orientaciones viejas, busca, como nosotros, el pulso de este siglo.

(«La Conquista del Estado», n. 12, 30 - Mayo - 1931)