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La Conquista del Estado
La Conquista del Estado (Número 13)

La candidez demoliberal

Hay una segunda elocuencia, no sujeta a errores, que aparece con rotundidad inexorable cuando la elocuencia farisaica de los hombres traiciona a la verdad política: es la elocuencia de los hechos. En nuestro magnífico siglo XX, hay multitudes reaccionarias que rechazan la fisonomía singular de los nuevos tiempos. Pero en el orbe económico y político de las sociedades, las equivocaciones que surjan se pagan bien pronto en moneda de catástrofes.

No es hoy posible en ningún país del mundo la vigencia ortodoxa de un régimen liberal burgués, y sólo en pueblos de excepcional flexibilidad democrática cabe creer que persista un artilugio así. En los pueblos que después de todo lo crearon, con sangre de revolución y dolores de martirio. Es el caso de Francia y, un poco también, el caso de Inglaterra. Los dos países más lejanos de representar hoy el espíritu del siglo.

En España, una pseudorrevolución -pues la verdadera aún no se ha hecho- triunfante pretende que vivamos las horas fracasadas de Europa. Sin pena ni gloria. Equipar hoy a un pueblo con traje político demoliberal es condenarlo a zozobra perpetua, a que en él se concentren todas las ineficacias.

No disidencias, sino unanimidades, es lo que reclama la civilización de ahora. Pero lo contradictorio del liberalismo burgués es que necesita él mismo de una previa unanimidad. Coactiva y forzosa. La de que todos los grupos e individuos aprueben pacíficamente las decisiones que acuerden las mayorías. Basta la exclusiva actuación revolucionaria de algunos núcleos poderosos, que vivan al margen del acuerdo democrático, sin intervenir en su elaboración, para que las instituciones y los poderes renuncien a la practica liberal, si quieren subsistir.

Hoy la disidencia es disidencia armada, violenta, pues circulan por el mundo nuevas profecías que ponen en circulación entusiasmos recios. Está todo en crisis, y ello hace que surjan las capacidades revolucionarias, siendo natural que no se conformen con protestas líricas en los Parlamentos.

He aquí la legitimación de la violencia, a la que nos referíamos días pasados. Sólo la fuerza absoluta puede lograr la unanimidad que se invoca. Las rutas que consigan movilizarla son las verdaderas. Nada, pues, de respeto a las viejas formas demoliberales, ancladas en un retraso de cien años.

Dos meses de ligera vigencia del sistema han desmoronado ya las arraigadas convicciones de muchos. El liberalismo burgués se hundirá sin remedio, al más leve contacto de la protesta revolucionaria auténtica. Unos u otros le torceremos el cuello como a una supervivencia bobalicona. La candidez burguesa se encontrará un buen día con que todo se derrumba a su alrededor: economía, riqueza, cultura, entusiasmo del pueblo. Y otras multitudes, fieles a otros mitos de más entrañable calidad, dictaran su ley.

Una gran parte del pueblo vive hoy en el engaño. Pero no todo el pueblo. Existen vigías y existen organizadores atentos, que no tolerarán los fraudes. Despreciamos la lucha parlamentaria, y obligaremos a los diputados burgueses a salir de sus escondrijos nublando sus ojos con el resplandor victorioso de las bayonetas. Eso es lo que hay que hacer, y pronto, durante las primeras jornadas parlamentarias que se avecinan.

Profecía admirable de Ángel Pestaña

La democracia burguesa, dijo a un periódico este gran camarada sindicalista, no tiene ya nada que hacer. Esa es nuestra creencia desde el primer día, y por eso somos antiliberales y antiburgueses. Las palabras de Pestaña demuestran también que los sectores del proletariado son más sensibles que otros para percibir la verdad social y política de estos tiempos, y viven en más cercano enlace con la eficacia del siglo XX que los núcleos burgueses de la izquierda, de la derecha y del centro.

Ángel Pestaña habla en nombre de una fuerza obrera de indudable vitalidad. Y con afanes revolucionarios absolutos. Su verdad es legítima frente a la concepción mediocre que hoy triunfa, de burgueses arcaizantes que adoran las ideas, los gestos y los mitos de sus abuelos.

España sólo se salvará rechazando la blandura burguesa de los socialdemócratas y encaminando su acción a triunfos de tipo heroico, extremista y decisivo. Es necesario que lleguen a nosotros jornadas difíciles para utilizar frente a ellas las reservas corajudas de que dispone el pueblo hispánico en los grandes trances.

Las fuerzas sindicalistas revolucionarias se disponen a encarnar ese coraje hispánico de que hablamos y a actuar en Convención frente a los lirismos parlamentarios de los leguleyos. Hay, pues, que ayudarles. En esta batida fecunda contra los pacatos elementos demoliberales de la burguesía, les corresponde el puesto de honor y la responsabilidad de dirigir el blanco de las batallas. Todos los grupos auténticamente revolucionarios del país deben abrir paso a la acción sindicalista, que es en estos momentos la que posee el máximum de autoridad, de fuerza y de prestigio. A ella le corresponden, pues, los trabajos que se encaminen a la dirección de un movimiento de honda envergadura social. No a las filas comunistas, que venden a Moscou su virginidad invaliosa. El sindicalismo revolucionario está informado por un afán fortísimo de respetar las características hispanas, y debe destacarse como merece este hecho frente a las traiciones de aquellos grupos proletarios que no tienen otro bagaje ideológico y táctico que el que se les da en préstamo por el extranjero.

La democracia burguesa nos lleva a algo peor que a la catástrofe. Nos conduce a un período de ineficacias absolutas. Parece que hay derecho a pedir que nuestro pueblo entre en el orden de vigencias que constituyen la hora universal. Un régimen liberal burgués es la disolución y el caos. Si la sociedad capitalista no tiene suficiente flexibilidad y talento para idear e imponer un anticapitalismo como el que nosotros pedimos, debe desalojar los mandos y entregar sin lucha sus dominios a las nuevas masas erguidas que los solicitan. Pues, ¿qué se cree? Sería, desde luego, muy cómodo que los que discrepamos de modo radical de las estructuras vigentes nos aviniéramos a una discusión parlamentaria y libre. ¡Oh, la libertad!

La declaración escueta y terminante de Pestaña, negando beligerancia y posibilidades a la pimpante democracia burguesa de que disfrutamos, nos llena de optimismo y de alegría. Por fin, será posible articular en España una acción eficaz que busque dar en el blanco exacto.

Nosotros ayudaremos al sindicalismo revolucionario, y lo proclamamos, hoy por hoy, el único capacitado para dirigir un ataque nada sospechoso a las instituciones mediocres que se agruparán en torno a la política demoliberal de los burgueses.

El Estado colectivista. Ni un día más la lucha de clases

Contra lo que es corriente que se diga, el pueblo español tolera, admite y agradece una articulación social de tipo colectivista. Se ha exagerado mucho la tendencia anárquica de nuestro pueblo, presentándolo como el más individualista del mundo. No hay tal. La tradición hispánica está llena de fecundos ejemplos, a base de comunidades, corporaciones, concejos, en los que la entidad superindividual adquirió un magnífico desarrollo.

El fracaso del Estado liberal conduce a una política que destaca como entidades más simples a los organismos sindicales. Estos disponen el control de unos fines que escapan a las posibilidades del individuo. Fines que es imposible dejar sin realización si se quieren conseguir las máximas eficacias de nuestra época.

El Estado liberal proporciona al burgués unos privilegios de tal índole, que convierten al Estado en el auxiliar poderoso de una clase. Consecuencia de ello es la protesta proletaria, replegada asimismo en un orbe de clase, que mantiene con los burgueses una batalla perpetua. Ello redunda en anomalías económicas y en trastornos sociales que privan a nuestro tiempo de emprender conquistas más altas.

La lucha de clases sólo puede desaparecer cuando un Poder superior someta a ambas a una articulación nueva, presentando unos fines distintos a los fines de clase como los propios y característicos de la colectividad popular. Es decir, se hace necesaria la desaparición de las clases como núcleos que disfrutan unos privilegios determinados, y su substitución por organismos que garanticen una justicia distributiva de la producción.

Ello trae consigo un radical abandono del concepto clásico de «propiedad privada». Mientras se adscriba al individuo como un aditamento sagrado un dominio absoluto de las riquezas, nada será posible hacer. De ahí que surja la necesidad de que los fines de la producción superen las conveniencias individuales y se conviertan en objetivos de pueblo. Las economías privadas dejan, pues, paso a las economías nacionales, y éstas alcanzan una prosperidad segura sometiéndolas a disciplina de esfuerzo y de sistema.

Pero hay más. Nuestra época posee desarrollado en alta escala el sentido republicano de colectividad, de pueblo. República, en rigor, quiere decir fondo popular, nacional, de toda empresa pública. Está ya, pues, ganada la primera fase del nuevo Estado postliberal que se precisa. A su vera hay que plantar la eficacia sindical, corporativa, presentándola como garantía de cumplimiento social.

Las clases que hoy existen no reconocen nada fuera de ellas mismas. En su interior residen sus propios fines, y de ahí que todos los poderes que adviertan los ambicionen y acaparen. En ese aspecto, todas las clases encierran un vicio radical de exclusividad que hace de ellas poderes monstruosos y nocivos para los intereses del pueblo. A la postre, una clase u otra impera a la defensiva en un momento dado y secciona las ambiciones del pueblo, obligándole a limitar su esfuerzo en la consecución, gota a gota, de sucesivos avances.

Esto ha podido ser en un tiempo inseguro, en que hacían crisis las instituciones y no se veían muy claras las perspectivas políticas que proporcionaba la nueva realidad popular. Hoy ya es distinto. Tan sólo no ve aquel que se esfuerza en taparse los ojos. O se abre paso a la nueva política de tendencia colectivista y férreamente disciplinada, o al predominio de una clase sucederá el predominio de la otra, con las mismas incertidumbres, las mismas deslealtades al espíritu, y, por último, las mismas ineficacias.

Urge, pues, plantear las bases ofensivas de la nueva política que interprete el afán popular y encadene de modo unitario las aspiraciones culturales y económicas de nuestro tiempo.

Las corporaciones, los sindicatos, son fuentes de autoridad y crean autoridad, aunque no la ejerzan por sí, tarea que corresponde a los poderes ejecutivos robustos. Pues sobre los sindicatos o entidades colectivas, tanto correspondientes a las industrias como a las explotaciones agrarias, se encuentra la articulación suprema de la economía, en relación directa con todos los demás altos intereses del pueblo.

El asalto decisivo

La conquista del Poder por las fuerzas antiburguesas no debe, pues, tener el sentido de una suplantación de clase. Nosotros disentimos en esto de los camaradas exclusivistas que incurren en el mismo pecado burgués reclamando una dictadura de la «actual» clase proletaria. No hay fecundidad ni futuro efectivo para nosotros si no se logra descubrir en los horizontes unas finalidades distintas a las que hoy concentran la atención de la burguesía.

La hora española es magnífica para iniciar una urgente y rápida acción revolucionaria antiburguesa. Repetimos la exactitud de la frase de Pestaña a que antes hicimos alusión. En pleno fracaso y abatimiento la última fórmula de la burguesía decadente, que quiere detener con ofertas risibles la avalancha nueva. Hace setenta años era, sin duda, una gran conquista el logro del sufragio universal, de las discusiones parlamentarias y de la secularización de cementerios. Hoy nos parecen migajas anacrónicas, fraude revolucionario inservible.

Apetecemos el dominio de la producción y de la cultura. Los resortes de prosperidad auténtica, hoy arrebatados por mentes invaliosas que birlan al pueblo el disfrute máximo de la civilización del siglo. Dentro de muy poco, el régimen demoliberal llamará a la concordia parlamentaria, cantando las excelencias de la libre discusión, del charlatanismo y de la mugre burguesa. Hay que rechazar de plano esas ofertas y reunirse en Convención acusadora y rebelde las fuerzas que postulen la Revolución. No importa cuál sea ésta. A la postre, en los minutos revolucionarios predominará la más exacta interpretación popular, pues lo que se pide es la colaboración corajuda del pueblo, que en trance de victoria y de muerte no consentirá influjos ni copias de extranjería. Un poco de optimismo y de fe en el pueblo hispánico autorizan a tener optimismo y fe en los resultados finales de la Revolución.

El asalto guerrero al Poder debe, pues, articularse del modo que mejor logre la eficiencia revolucionaria. La acción debe ser rápida e intuitiva, pues dudamos atraviese un régimen minutos tan abatidos y débiles como el actual en esta hora. La fe y el optimismo de que antes hablamos nos garantizan que España obtendrá de la Revolución -que no debe ser ni blanca ni roja, sino hispánica simplemente- la eficacia nacional por que clama desde hace tantos siglos.

(«La Conquista del Estado», n. 13, 6 - Junio - 1931)