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La Patria Libre
La Patria Libre (Número 2)

Parece que la política internacional de un pueblo es el mejor barómetro para juzgar de su vigor y su grandeza. Pues eso es lo que da carácter y rango de gran potencia: intervenir en la marcha del mundo, influir en el juego de sus intereses materiales y en el rumbo de la cultura mundial.

No está eso al alcance de todos. Hay pueblos que, aun prósperos, pacíficos y satisfechos en su vida interior, en su gobierno de fronteras adscrito, no pueden aspirar, sin embargo, a la categoría de impulsores mundiales, al papel magnífico de guías y timoneles de la humanidad.

España no está hoy a esa altura. Y, sin embargo, lo ha estado alguna vez. Tiempos ha habido en que el mundo giraba en torno nuestro, y que talentos españoles, soldados españoles y hombres de gobierno de España tenían en su mano el poder mundial.

Y con el poder mundial, todas estas otras cosas que son consecuencias naturales de él; un gran arte, un comercio poderoso, un pueblo fuerte, una fe en los destinos de la Patria, una riqueza, un bienestar, un porvenir sin angustias, una tarea alegre y gloriosa cada día.

Parece evidente que todo eso se nos ha escapado a España y a los españoles. Habrá que preguntarse por qué boquete tremendo de España se nos ha marchado todo eso, y qué ideales, qué personas o qué errores son los culpables de esa gran catástrofe. Habrá, por lo menos, que darse cuenta de ella, reconcentrarse y disponerse a saltar sobre las dificultades y las trabas que hoy todavía nos atenacen.

Así, con ese espíritu, abordamos nosotros la tarea de examinar la situación actual del mundo. Y también la de hostigar, empujar y hacer cumplir a España y a todos los españoles los deberes que les corresponden en esta hora.

Las bases del actual equilibrio

Fue de tal volumen la contienda mundial de 1914-1918, que todavía sus consecuencias constituyen y nutren el orden del día en toda Europa. Los pueblos y los gobiernos han hecho y hacen quizá todavía hoy frente a los problemas internacionales, con mentalidad de hombres que han visto, vivido o padecido de cerca las jornadas de la Gran guerra.

 

Ese detalle ha conducido quizá a cierta desorbitación o exageración con que se localizaban unas cuestiones y se esfumaban otras, y también al aire falso, ficticio, de tramoya, con que se querían ignorar las más de ellas.

Todo el largo hito de conferencia del desarme, todas las reuniones innumerables de Ginebra, todas las trapisondas para mantener statu quos artificiosos, todos los esfuerzos por llevar la política mundial a un plano abogadesco, ramplón y falso, todo eso, que caracteriza el período de postguerra, y en el que muchos querían aprisionar eternamente las relaciones internacionales, parece que se esfuma, que se quebranta para dar paso a horas mundiales, muy diversas, en cuyos umbrales estamos ya quizá.

Hace ya meses que se advierte en la política europea un fenómeno nuevo: los hechos y las conversaciones y los acuerdos que más preocupan, y a los que se adscribe más importancia, tienen lugar, no en el areópago ginebrino, sino en ciudades representativas de un espíritu muy diferente al de Ginebra.

Ahí esta, por ejemplo, Roma. El foco diplomático que ha logrado centrar Mussolini en Roma, y que culminó en sus últimos acuerdos con el ministro francés Laval, tiene en opinión nuestra una importancia enorme, sobre todo como síntoma de que se inicia una etapa nueva en las relaciones internacionales.

Esos síntomas parecen indicar que vuelven a circular por el mundo, con desnudez, sin sonrojo y sin necesidad de ocultaciones tácticas al estilo de Ginebra, los diversos espíritus nacionales, las diversas grandes Patrias, con sus intereses, sus culturas, sus rivalidades y sus apetencias propias.

Se encuentra, pues, Europa, asentada de nuevo sobre las columnas históricas de siempre, es decir, sobre los espíritus nacionales en pie de sus cinco o seis grandes potencias.

Alemania e Italia hicieron su revolución nacional, y ahí están, mostrando con el vigor que les es posible su propio carácter de pueblos que siguen sus propias leyes, y muy poco dispuestos a renunciar a nada que suponga merma de sus atributos nacionales.

Rusia, con su régimen nacional-comunista, con moral de guerra, archiarmada, en pleno experimento de gigantescas subversiones sociales, no es ya, desde luego, el país revolucionario que conspira cada día por la revolución mundial, pero está a punto, alerta no sólo al panorama que la rodea, sino también al rumbo de su vida interna. Pues la Rusia bolchevique puede tener algún día necesidad de la guerra para cubrir posibles cataclismos interiores. Rusia tomará más fácilmente las armas en un caso de esa índole que para contestar incitaciones belicosas del exterior.

Inglaterra y Francia son, cada una a su modo, las defensoras del orden mundial vigente. Las vallas contra las que las inquietudes revisionistas van surgiendo. Parece que en la medida en que vayan haciendo concesiones prudentes, aplazarán los cambios radicales que ya se prevén en el futuro de Europa. Son las dos naciones que conservan su imperio, y en muchos aspectos, más aún después de la Gran guerra, las dominadoras y rectoras de la política internacional. Mussolini, desde Roma, sin salir de Roma, y es más, haciendo que tomen el tren hasta Roma, Laval hoy, Macdonald ayer, trata con habilidad y talento de remover ese doble granito franco-inglés.

Austria, entre peripecias revolucionarias y patriotismos forzados, es uno de los puntos más dramáticos de Europa. Allí convergen de hecho la atención de las potencias, y allí puede muy bien tener que alzarse algún día el escenario trágico. La mutilación del imperio austro-húngaro va a constituir, quizá, la consecuencia más desdichada de Versalles, y su mantenimiento el posible eslabón histórico que una la posible futura gran guerra con la contienda de 1914-18.

Alemania se debate entre las dificultades naturales de un país vencido, hechas aún más complejas en un régimen de exaltación nacional alemana, como acontece bajo el signo de la victoria nazi. Hasta el plebiscito del Sarre, la diplomacia y la política internacional de Alemania constituían quizá repliegues desconcertantes. Así, su tratado con Polonia y el statu quo del pasillo de Dantzig. Así, sus vacilaciones, y hasta su abandono -desde luego, transitorio- de la política de penetración en Austria a raíz del momento oportuno y decisivo de julio de 1934, tras del golpe nazi que costó la vida a Dollfus. Pero puede también fácilmente preverse que Alemania, preparada una primera etapa de reencuentro de sí misma, desborde con su vitalidad y su empuje la limitación que hoy acepta forzada.

Italia destacó su presencia, durante esos hechos, movilizando incluso, como se recordará, dos divisiones hacia la frontera austríaca, dispuestas a penetrar en su territorio en defensa de la independencia (?) de esa pobre mutilación que es la Austria.

Y conviene insistir en esa rápida señal de alerta que dio Italia entonces, porque junto con la actividad diplomática a que hicimos alusión antes, así como a la madurez evidente de su régimen interior fascista, convierten de hecho a Italia en el país que parece más dispuesto a intentar apoderarse de algún modo del timón europeo.

Y doblemente importante para nosotros, para España, pues es Italia en muchos sentidos nación vecina, situada en la otra acera mediterránea, a todo lo largo de ella, y recientemente, según los acuerdos Mussolini-Laval, inició un plan de nuevo equilibrio en ese mar, y que, comenzado sin la presencia de España, es para nosotros motivo explicable de preocupación grave.

Y en este punto, nosotros decimos y preguntamos a los españoles:

¿No es llegada la hora de que España mire y perciba los campamentos europeos?

¿No es ya de todo punto imprescindible que España entre en la realidad europea?

¿No es ya hora de una política internacional firme para España?

 

Porque eso queremos. Pertenecemos nosotros al sector de españoles que no se resigna fácilmente a un destino manso de España. Y al requerir una política internacional vigorosa no se nos ocurre poner en primer término la que a nosotros nos pareciese mejor, sino simplemente alguna, la que sea, con la condición única de que se caracterice por su firmeza y por su acierto, y ello entre las varias políticas internacionales posibles.

Deseamos como nadie servir esa necesaria situación internacional de España. Ofrézcanos este gobierno u otro cualquiera que le sustituya eso que pedimos. Y nos tendrá a su lado en ese aspecto con todas nuestras fuerzas, pues así entendemos nosotros el deber para cuantas cosas afecten al perfil internacional de España.

Parece sumamente respetable y hasta emocionante este clamor nuestro por una línea internacional segura, que fuese norte unánime de todos los españoles, pues son fáciles de prever momentos en que España, quiera o no, a voluntad o empujada por el acontecer europeo, necesite decidirse por una ruta internacional.

Y no sólo por su situación, sino por obligación ajena a la geografía y más bien cercana a la ambición lícita y a los imperativos mismos de mantener su riqueza y su independencia.

En un trance así, es evidentemente lógica la pesquisa al objeto de determinar qué voracidades enemigas nos acechan o si quizá vivimos rodeados de arcangélicas naciones, que no desean sino nuestra prosperidad, nuestra pujanza y nuestro triunfo.

A muchos nos atosiga, por el contrario, la sospecha de que es inocentísimo jugar hoy en Europa a los arcángeles. Y también que los españoles debemos estar muy alertas a fenómenos interiores que pudieran ser vinculados a voluntades de fuera.

Así, por ejemplo, el proceso de descomposición de la unidad, la etapa desmembradora, trae consigo sospechas terribles, en cuanto que su triunfo en España convertiría la península en zona balcanizada, con provecho evidentísimo de alguien y seguro y definitivo arrinconamiento de España como poder europeo.

Recordamos episódicamente aquí la campaña que hace unos dos años se hizo para que el Estado español se desprendiese de la fortaleza de Montjuich en beneficio del Ayuntamiento de Barcelona.

Los motivos que se invocaban eran tan desacordes e inferiores en rango al hecho enorme de desmantelar alegremente un gran puerto mediterráneo como Barcelona, que no se encontraban razones normales y claras para tal campaña. Y, sin embargo, se hizo, y hasta hallaba buen ambiente en peligrosísimas zonas oficiales de entonces.

España ofrece bocados espléndidos a algunas dentaduras europeas. Y los españoles, todos los españoles, tenemos el deber de defenderlos con dientes y uñas. España da cara al Mediterráneo, que vuelve a ser cada día más, por el creciente poder diplomático y nacional de Italia, el mar que centra la movilización europea.

Y España tiene todas estas cosas. Factores de primerísima línea en el juego del Mediterráneo: las Baleares, Marruecos, el nacionalismo separatista de Cataluña, la entrada de Gibraltar, los puertos levantinos y todo su comercio de exportación frutera. La realidad de una marcha de Europa hacia el Africa, continente aún enigmático, etc.

Hay también un imperialismo extranjero en nuestra economía. Demasiadas minas, demasiadas grandes compañías, demasiadas empresas y enlaces financieros, todo ello sin justificación suficiente en una etapa de desarrollo industrial, ni de riquezas nuevas a la vista.

Únase la deficientísima vibración de carácter nacional y patriótico. Y ello nos ofrecerá un panorama no muy adecuado para fiar sin más en la preparación actual de nuestras defensas.

Por eso, nosotros, las J.O.N.S., ante este problema como ante otros, decimos con rotundidad:

No más situaciones endebles. No más encerrar los problemas en los despachos e intentar resolverlos sólo con la ayuda de minorías ya ensayadas.

Queremos llevar al aire libre, a los españoles, a todo el pueblo, la preocupación fundamental de la Patria, es decir, su destino internacional, su situación en Europa.

Pues en realidad todo el pueblo sufrirá en su día las consecuencias de los posibles errores. Aun sin participación en ellos, aun habiéndolos podido evitar con su intervención justa a tiempo.

Cuando se dice que en España no tiene el pueblo patriotismo se dice una verdad si se alude a las manifestaciones externas del mismo, pero aun de esto no es culpable, no hay patriotismo sin preocupación ante otras patrias de otros. Llévense a todo el pueblo las palpitaciones internacionales, muéstresele el panorama que ofrecen otros pueblos en torno nuestro, y su respuesta será rápida, magnífica y espléndida.

No agotamos el tema. Al contrario, hoy sólo nos acercamos a él. Pero proseguiremos largamente, porque es mucho lo que tenemos que decir.

(«La Patria Libre», n. 2, 23 - Febrero - 1935)