Todas nuestras tareas tienen que proyectarse sobre España bajo el signo de la urgencia. No de lentitud, sino de premura y ritmo acelerado han de teñirse los ingredientes de nuestra victoria. Es, pues, preciso equiparse con agilidad, desembarazándose de impedimentas excesivas. La Falange nacional-sindicalista que constituimos necesita un uniforme exiguo y simple -ahí está el ejemplo de Mussolini eligiendo una camisa-, el ánimo tenso de coraje y un pequeño bagaje ideológico, es decir, una doctrina, un manojo de justificaciones teóricas que nos encaje certeramente en la Historia.
La revista «JONS» es el sitio donde se ha resuelto y sigue resolviéndose esta necesidad del Partido. Los perfiles que nos definen frente a los demás, las razones profundas que nos distinguen radicalmente como movimiento propio, sin conexión alguna esencial con gentes ni grupos ajenos a nosotros, han sido y serán, por tanto, los temas que nutran las páginas de nuestra Revista.
Necesidad de la movilización revolucionaria
Sabemos que hay grupos, entre los que se creen no sólo afines, sino también militantes de nuestras filas, que se resisten a aceptar la característica revolucionaria del Partido. Es este, sin embargo, un punto sobre el que no cabe hacer la menor concesión a nadie. La carencia de espíritu revolucionario nos situaría de lleno entre las filas durmientes de los partidos liberal-burgueses que buscan en las trapisondas electorales la plataforma del mando. Nos despojaría además de toda posible utilización de las masas como resorte de la victoria política, ya que la intervención activa de las masas se nutre sólo de atmósfera revolucionaria y de fermentos subversivos.
Nos rodea, pues, una doble necesidad de ser revolucionarios. Por obligatoriedad táctica, ya que es ingenuísimo y absurdo pensar que se nos va a permitir entrar un buen día en el Estado, modificarlo de raíz y llenar de sentido nacional las instituciones, grupos y gentes todas de España, haciendo una persuasiva llamadita retórica. Más bien es lógico que afirmemos nuestra convicción de que sólo llegará la victoria después de violentar las resistencias que de un lado el régimen parlamentario burgués y de otro las avanzadas rojas opongan a nuestros designios.
Y también por propia eficacia. Es decir, como consigna fecundísima en estos momentos de España, en que las grandes masas y hasta los grupos sociales minoritarios pierden y abandonan cada día su esperanza de que las dificultades tremendas que nos cercan a los españoles se resuelvan de un modo lento, pacífico y normal. En todas esas extensas zonas, el mito de la revolución, del sentido revolucionario, como procedimiento expeditivo y tajante para saltar sobre las causas de sus malestar y de su ruina, significará, desde luego, una ruta salvadora.
Y hasta hay una tercera justificación de nuestra actitud revolucionaria. La de que no es ni puede ser limitado el tiempo de que disponemos. En gran parte nos alimenta y sostiene, sobre todo como la más simple razón que esgrimir ante el pueblo para conducirlo a la acción directa, la realidad de una inminencia marxista cercando el solar de España. Hay, en efecto, nutridos campamentos rojos, que sólo de un modo revolucionario, de rápida eficacia e intrepidez, pueden ser vencidos. Se nos disputan, pues, las semanas, y frente al marxismo podremos disponer de todo menos de la facultad de aplazar y dar largas a los choques.
El Estado totalitario y nuestro sentido de la tradición de España
A nadie puede extrañar que mostremos en todo momento un cierto rigor en no aceptar las ideas ni las tácticas que gentes y grupos que se creen afines a nosotros nos ofrecen. Sin previa y rigurosa revisión, no aceptamos nada que haya sido elaborado fuera de las propias experiencias del Partido. Nos consta sobre todo el gran peligro que encierra el encomendar el propio pensamiento a cabezas ajenas, por muy afines y amistosas que resulten. Máxime cuando puede ocurrir que en el fondo haya entre unos y otros discrepancias insalvables.
El Estado totalitario nacional, como meta de nuestra revolución, es la primera conquista jerárquica a que nos debemos en el terreno de las instituciones. Representa para nosotros la unidad nacional, la unidad en el pensamiento y en la emoción de los españoles, la disciplina y la eficacia en la acción política, la garantía del pan, el honor y la justicia. El Estado totalitario es, desde luego, un producto de la revolución y sólo se llega a él por la vía revolucionaria. Debemos decirlo y proclamarlo así para evitar en lo posible graves sorpresas.
La tradición española es totalitaria, aunque no pongamos demasiado empeño en demostrarlo; en primer lugar, porque las tareas políticas de carácter revolucionario responden sólo a reacciones de la época misma en que se producen, y en segundo, porque, como ya creo haber escrito otras veces, la verdadera tradición no tiene necesidad de ser buscada. Está vigente en nosotros y basta que nos sintamos ligados a ella de un modo profundo. Había totalitarismo y unidad del Estado que agotaba de modo magnífico la expresión nacional en los momentos imperiales del siglo XVI. El Imperio representó para la España anterior al César Carlos una verdadera y profunda revolución, canalizada y preparada, es cierto, por los Reyes Católicos, que habían hecho de España una Nación, la primera Nación de la Historia moderna.
Pues bien, lo falsamente que ha sido hasta aquí recogida la tradición española hace que no gravite sobre el pueblo con suficiente vigor esa característica imperial y totalitaria. Pues el único partido o grupo oficialmente llamado tradicionalista ha estado siempre fuera de ese aspecto imperial de España, es de origen francés y decimonónico, y hasta diría que le informa tal ranciedad en sus bases teóricas que hay que agradecer y alegrarse de que viva desplazado de la victoria.
Izquierdas antinacionales y derechas antisociales
Hasta nuestra llegada, hasta nuestra presencia en la realidad de España, todas las fuerzas políticas y todas las pugnas que sostenían la atención de los españoles eran de una calidad casi monstruosa. Había y hay unos conglomerados y unos revulsivos llamados izquierdas, cuya ruta en los últimos cincuenta años es una permanente conspiración contra el ser mismo nacional de España. Una película que recogiese y destacase los hechos y las intervenciones de esos núcleos durante tal período situaría con exactitud ante los ojos de los españoles las cimas traidoras a que nos referimos. No cabe mayor alejamiento de lo nacional, no cabe más fácil entrega a las consignas enemigas de fuera ni mayor despreocupación por el destino universal que corresponde a nuestra raza.
Las izquierdas sostenían, sin embargo, en vilo un clamor social. De ningún modo serio y responsable, es decir, sin sentido de la eficacia ni angustia social sincera. Pero es evidente que, aunque lo utilizasen sólo como resorte de agitación, conseguían dar la sensación ante España de que acaparaban en sus filas las únicas preocupaciones de tipo «social» que había en el país.
Había y hay unos partidos y una zona difusa de españoles llamados derechas, que parecían anclar sus más firmes baluartes en una defensa de la expresión nacional, en una afirmación constante de patriotismo. Sin mucho vigor, aunque sí con mucha frecuencia, hablaban de la Patria, de la tradición española y de las gloriosas empresas de los antepasados. Esta actitud, sin base heroica ni sentido popular ni espíritu moderno llegó a convertirse casi en pura bobería. Desde luego, sin razones ni puños firmes contra la avalancha antinacional que crecía y se extendía por el país. Faltó a esa posición patriótica de las derechas una amplitud en el sentido de las masas, una angustia «social» en suma, y ello en la época en que éstas adquirían vigor y carácter. Las derechas, y ello es una verdad universal, son antisociales. Comprenden a lo más un cierto paternalismo señorial, hoy radicalmente desplazado. O bien, una pálida coacción a base de encíclicas y de un cristianismo social asimismo al margen de toda eficacia.
Pero nosotros hemos descubierto, y cabe al fascismo italiano ser su expresión primera, que los dos conceptos e impulsos más hondos que hoy gravitan sobre las masas de los grandes pueblos son el impulso «nacional» y el impulso «social». El nacionalismo se hace así revolucionario, es decir, eficaz, arrollador y violento. La inquietud social de las masas, dentro de un orden nacional, pierde su aspecto catastrófico y negativo para convertirse en el fermento más fecundo y más valioso.
Nuestra mejor victoria será, pues, romper esos dos cauces únicos de derechas e izquierdas, nacionalizando la inquietud social de las grandes masas y conquistando para el sindicalismo nacional el entusiasmo y el esfuerzo de las zonas tradicionalmente patrióticas. En eso consistirá de un modo central nuestra revolución nacional-sindicalista.
El afán voluntarioso y la colaboración de las juventudes
En el origen de nuestra marcha no hay una doctrina, es decir, un convencimiento adquirido por vía intelectual, sino más bien un afán voluntarioso. Es demasiado lenta la elaboración de las ideas, y tiempo habrá de sobra para que un perfecto sistema intelectual defina luego nuestra actividad revolucionaria, que hoy necesita de hechos, de presencias robustas, más que de doctrinas. Esa característica voluntariosa se traduce y aparece en el estilo fundamental de nuestra revolución, que tiene que ser ante todo y sobre todo una revolución de juventudes. Y no, claro, de juventudes al servicio de ideas y experiencias que le lleguen desde fuera de ellas, sino al contrario, hecha con su propio aliento. Todo es joven entre nosotros y todo es joven en las revoluciones ya logradas en Alemania e Italia: los jefes, el estilo y la novedad misma radical de sus banderas. Arrebatar, pues, la juventud obrera a las filas marxistas, declarar al marxismo viejo y canoso, inepto para impulsar las velas del mundo nuevo es la batalla cuyo éxito nos dará el definitivo control de la victoria.
Sólo la juventud nacional de España, orientada y dirigida por nuestro Partido, puede atrapar con sus odios, sueños y preferencias voluntariosas, la eficacia que rompa las limitaciones denunciadas en el panorama actual de la Patria.
(«JONS», n. 10, Mayo - 1934)