Desde hace diez años ha cambiado radicalmente la órbita moral en que se debaten las decisiones políticas últimas. A no ser en aquellos países idílicos que precisamente ahora han conseguido el hallazgo de las libertades, las transigencias y las tolerancias y viven así fuera de todo peligro de choques violentos, de peleas facciosas y de sangre en la calle -¿lo decimos de este modo, españoles?-, en los demás, en todos los demás, se entra en el período de las jornadas duras o se sale de ellas, quizá con la cabeza rota, pero con los problemas resueltos y la vida de la Patria conquistada y ganada a pulso en las refriegas.
Vivimos hoy bajo la franca aceptación y justificación de la violencia política. Así, pues, en nuestra época, en estos años mismos, la violencia ha adoptado formas en absoluto diferentes de las que regían, por ejemplo, en Europa hace cuarenta años. Eran entonces focos de terrorismo, partidas poco numerosas de actuación secreta y turbia que escandalizaban la circulación pacífica de las gentes con sus intervenciones y no contaban con la adhesión, ni menos con la colaboración activa, de los sectores sociales afines, como los nihilistas rusos, que durante diez años, de 1875 a 1885, consiguieron la intranquilidad permanente del imperio zarista; y de otro lado, los grupos de acción de los Sindicatos libres frente al anarco-sindicalismo revolucionario, muy pocas docenas, que durante los años 1920-1923 fueron en España la única violencia directa, extraoficial, que existió frente a la violencia de los grupos rojos.
La pugna fascismo-comunismo, que es hoy la única realidad mundial, ha desplazado ese tipo de violencia terrorista, de caza callejera a cargo de grupos reducidos heroicos, para presentar ese otro estilo que hoy predomina: el choque de masas, por lo menos de grupos numerosos que interpretan y consiguen la intervención activa, militante y pública de las gentes, extrayéndolas de su vivir pacífico y lanzándolas a una vida noble de riesgo, de sacrificio y de violencia.
El fenómeno es notorio y claro: a los grupos secretos, reducidos y anormales, los sustituyen ahora las milicias, que ostentan pública y orgullosamente ese carácter, que visten uniforme, adquieren capacidad militar propia de ejércitos regulares y, lo que es fundamental, son, viven y respiran en un partido, encuentran justificación en una doctrina política, se sienten ligadas a la emoción pura y gigantesca de los jefes.
De ese modo, lo primero de que tienen conciencia quienes forman en esas milicias, es que su esfuerzo es un esfuerzo moral, encaminado a triunfos y victorias de índole superior, sin cuyo logro su vida misma carece de plenitud y de centro. Es ahí donde radica el origen moral de la violencia, su carácter liberador, creador y lo que le presta ese ímpetu con que aparece en los recodos más fecundos de la Historia.
La violencia política se nutre de las reacciones más sinceras y puras de las masas. No caben en ella frivolidades ni artificios. Su carácter mismo extraindividual, trascendente, en pos de mitos y metas en absoluto ajenos en el fondo a las apetencias peculiares del combatiente, la eximen de sedimentos bárbaros de que, por otra parte, está siempre influida la violencia no política o ésta misma, cuando se recluye en la acción individual, enfermiza y salvaje.
Por los años mismos en que actuaban aquí contra la acción terrorista del anarco-sindicalismo los grupos igualmente terroristas de los libres, se creó, desarrolló y triunfó en Italia el movimiento fascista, primera aparición magna y formidable de la violencia con un sentido moral, nacional y creador. Aquí, entonces la cobardía del ambiente, la incapacidad para la acción directa de los núcleos jóvenes y la ausencia de una profunda adhesión a los valores superiores, a la Patria, impidieron que brotase a la luz del día un movimiento político violento que tomase sobre sí la tarea de combatir con las armas los gérmenes anárquicos, aplastando a la vez la arquitectura de aquel Estado tembloroso e inservible. En vez de eso, surgieron los grupos contrarrevolucionarios, profesionales, con idéntica táctica terrorista que la del enemigo, y que constituyen uno de los más tristes e infecundos episodios de la historia social reciente. Se inhabilitaron en unas jornadas sin gloria y sin brío hombres que con otra orientación hubieran estado a la altura de los mejores, y que así, hundidos en el drama diario de la lucha en las esquinas, están clasificados con injusticia. Si insistimos en la crítica de estos hechos es porque debido a que surgieron en la época misma que el fascismo italiano, que derivo con fecundidad a la lucha de masas y el triunfo político, se advierta la diferencia y el inmenso error que todo aquello supuso para España. ¿Podrá repetirse la absurda experiencia?
La violencia política nutre la atmósfera de las revoluciones, y desde luego, es la garantía del cumplimiento cabal de éstas. Así el fascismo, en su entraña más profunda y verdadera, se forjó a base de arrebatar a las fuerzas revolucionarias típicas el coraje y la bandera de la revolución. Las escuadras fascistas desarrollaban más violencia y más ímpetu revolucionario en su actividad que las formaciones marxistas de combate. Esa fue su victoria, el dominio moral sobre las masas enemigas, que después de un choque se pasaban con frecuencia, en grupo numeroso, a los camisas negras, como gentes de más densidad, más razón y más valentía que ellos.
Hoy sólo tienen capacidad de violencia o, lo que es lo mismo, capacidad revolucionaria, afán de coacciones máximas sobre las ideas y los grupos enemigos, las tendencias fascistas -nacionales- o las bolcheviques -antinacionales y bárbaras-. A todas las demás les falta seguridad en sí mismas, ímpetu vital, pulso firme y temple.
Es evidente que la violencia política va ligada al concepto de acción directa. Unas organizaciones, unas gentes, sustituyen por sí la intervención del Estado y realizan la protección y defensa armada de valores superiores que la cobardía, debilidad o traición de aquél deja a la intemperie. Ello ha de acontecer siempre en períodos de crisis, en que se gastan, enmohecen y debilitan las instituciones, a la vez que aparecen en circulación fuerzas e ideas ante las cuales aquéllas se sienten desorientadas e inermes. Es el caso del Estado liberal, asistiendo a la pelea entre fascistas y comunistas en los países donde esta pugna alcance cierta dosis.
España ha penetrado ya en el área de la violencia política. Situación semejante podía ser o no grata, y, desde luego, no desprovista de minutos angustiosos; pero está ahí, independiente de nuestra voluntad, y por lo menos ofreciéndonos la coyuntura propicia para resolver de una vez el problema de España, el problema de la Patria. De aquí, de la situación presente, sólo hay salida a dos realidades, sólo son posibles dos rutas: la ciénaga o la cima, la anarquía o el imperio, según escribía en el anterior numero un camarada «jonsista».
Bien está, pues, enarbolar ante la juventud nacional el grito de la ocasión que se acerca. Elevar su temperatura y llevarla al sacrificio por España. Pero no sin resolver las cuestiones previas, no sin dotarla de una doctrina segura y de una técnica insurreccional, moderna e implacable. Es nuestra tarea, la tarea de las JONS, que evitará las jornadas de fracaso, arrebatando a la gente vieja el derecho a señalar los objetivos políticos y a precisar la intensidad, el empuje y la estrategia de la insurrección.
No utiliza la violencia quien quiere, sino quien puede. Desde hace diez años asistimos a experiencias mundiales que ofrecen ya como un cuerpo de verdades probadas sobre algunos puntos muy directamente relacionados con el éxito o el fracaso de las insurrecciones, cualesquiera que ellas sean.
La insurrección o el golpe de Estado -les diferencia y distingue la táctica, pero se proponen la misma cosa y por muy similares medios- son el final de un proceso de violencias, de hostilidades, en que un partido político ha probado sus efectivos, su capacidad revolucionaria, disponiéndolos entonces hacia el objetivo máximo: la conquista del Estado, la lucha por el Poder. Día a día ese partido ha educado a sus grupos en una atmósfera de combate, valorando ante ellos sólo lo que estuviese en relación con los propósitos insurreccionales del partido.
Para ser breves indicaremos de un modo escueto algunas observaciones que deben tenerse en cuenta en todo plan de insurrección o golpe de Estado que hoy se organice en cualquier lugar del globo.
1. La insurrección ha de ser dirigida y realizada por un partido. En torno a sus cuadros dirigentes y a sus consignas han de congregarse los elementos afines que ayuden de una manera transitoria la insurrección. El partido que aspire a la conquista del Poder por vía insurreccional tiene que disponer de equipos armados en número suficiente para garantizar en todo minuto el control de las jornadas violentas en que intervengan fuerzas afines, que deben ser incorporadas, siempre que sea posible, a los propios mandos del partido. Y esto, no se olvide, incluso tratándose de fuerzas militares, en el caso de que se consiga la colaboración de parte del ejército regular.
2. Es imprescindible una educación insurreccional, una formación política. Carecen por lo común de toda eficacia las agrupaciones improvisadas que surgen a la sombra de ciertos poderes tradicionales, en horas de peligro, sin cuidarse de controlar y vigilar su capacidad real para la violencia. Aludimos a los grupos sin disciplina política, que se forman un poco coaccionados por sentimientos y compromisos ajenos a la tarea insurreccional, en la que toman parte sin conciencia exacta de lo que ello supone. Ahí está reciente el ejemplo de aquella famosa «Unión de los verdaderos rusos», por otro nombre las «Centenas negras», que formó en Rusia el arzobispo de Volhinia, Antonio, con todo aparato de liga numerosa, dispuesta para la lucha contra la ola bolchevique, pero de la que a la hora de la verdad no se conoció ni un solo paso firme. Sólo la acción en una disciplina de partido con objetivos concretos y desenvoltura política alcanza y consigue formar grupos eficaces para la insurrección.
3. Los equipos insurreccionales necesitan una movilización frecuente. Es funesta la colaboración de gentes incapaces de participar en las pruebas o ensayos previos, en la auténtica educación insurreccional que se necesita. Todos esos individuos que suelen ofrecerse «para el día y el momento decisivo» carecen con frecuencia de valor insurreccional y deben desecharse. Asimismo, las organizaciones no probadas, hechas y constituidas por ficheros, sin que sus miembros tengan una demostración activa de su existencia en ellas, sirven también de muy poco. Está comprobado que es fiel a los compromisos que emanan de estar en un fichero un cinco por ciento, cuando más, del total de esas organizaciones. Además el rendimiento suele ser casi nulo. El peso y el éxito de la insurrección dependen de los equipos activos que proceden de las formaciones militarizadas del partido. Con su práctica, su disciplina y la cohesión de sus unidades, estos grupos o escuadras logran a veces, con buena dirección y gran audacia, formidables éxitos. Deben formarse de muy pocos elementos -diez hombres, veinte cuando más-, enlazados, naturalmente, entre sí; pero con los objetivos distintos que sea razonable encomendar a cada uno de ellos. Estas pequeñas unidades son además militarmente las más oportunas para la acción de calles, teatro corriente del tipo de luchas a que nos referimos, y son preferibles por mil razones técnicas, fáciles de comprender, a las grandes unidades, que se desorientan fácilmente en la ciudad, perdiendo eficacia, y por ello mismo en riesgo permanente de derrota.
4. El golpe de mano y la sorpresa, elementos primeros de la insurrección. No hay que olvidar que la insurrección o el golpe de Estado supone romper con la legalidad vigente, que suele disponer de un aparato armado poderoso. Es decir, ello equivale a la conquista del Estado, a su previa derrota. El propósito es por completo diferente a la hostilidad o violencia que pueda desplegarse contra otros partidos u organizaciones al margen del Estado. Todo Estado, aun en su fase de máxima descomposición, dispone de fuerzas armadas muy potentes que, desde luego, en caso de triunfo de la insurrección, conservan su puesto en el nuevo régimen. Estas fuerzas ante un golpe de Estado de carácter «nacional», es decir, no marxista, pueden muy fácilmente aceptar una intervención tímida, algo que equivalga a la neutralidad, y para ello los dirigentes de la insurrección han de cuidar como fundamental el logro de los primeros éxitos, aun cuando sean pequeños, que favorezcan aquella actitud expectante. En la lucha contra el Estado es vital paralizar su aparato coactivo, conseguir su neutralidad. Esto puede lograrse conquistando la insurrección éxitos inmediatos, y siendo de algún modo ella misma garantía y colaboradora del orden publico. Sin la sorpresa, el Estado, a muy poca fortaleza de ánimo que conserven sus dirigentes, logra utilizar en la medida necesaria su aparato represivo, y la insurrección corre grave riesgo.
5. Los objetivos de la insurrección deben ser populares, conocidos por la masa nacional. Las circunstancias que favorecen y hacen incluso posible una insurrección obedecen siempre a causas políticas, que tienen su origen en el juicio desfavorable del pueblo sobre la actuación del régimen. La agitación política -que, insistimos, sólo un partido, las consignas de un partido, puede llevar a cabo- es un antecedente imprescindible. Las jornadas insurreccionales requieren una temperatura alta en el ánimo público, una atmósfera de gran excitación en torno a la suerte nacional, para que nadie se extrañe de que un partido se decida a dirimirla por la violencia. A los diez minutos de producirse y conocerse la insurrección, el pueblo debe tener una idea clara y concreta de su carácter.
6. El partido insurreccional ha de ser totalitario. Naturalmente, al referirnos y hablar en estas notas de «partido» dirigente y organizador de la insurrección, no aludimos siquiera a la posibilidad de que se trate de un partido democrático-parlamentario, fracción angosta de la vida nacional, sin capacidad de amplitud ni de representar él solo durante dos minutos el existir de la Patria. El partido insurreccional será, sí, un partido; es decir, una disciplina política, pero contra los partidos. Requiere y necesita un carácter totalitario para que su actitud de violencia aparezca lícita y moral. Es exactamente, repetimos, un partido contra los partidos, contra los grupos que deshacen, desconocen o niegan la unanimidad de los valores nacionales supremos. Ese aspecto del partido insurreccional de fundirse con el Estado y representar él solo la voluntad de la Patria, incluso creando esa voluntad misma, es lo que proporciona a sus escuadras éxitos insurreccionales, y a su régimen de gobierno, duración, permanencia y gloria.
Estas notas analizan la insurrección política como si fuera y constituyese una ciencia. Nos hemos referido a la insurrección en general, sin alusión ni referencia cercana a país alguno; son verdades y certidumbres que pueden y deben ya presentarse con objetividad, como verdades y certidumbres científicas. Es decir, su desconocimiento supone sin más el fracaso de la insurrección, a no ser que se trate de situaciones efímeras, sin trascendencia histórica, y se realicen en países sin responsabilidad ni significación en la marcha del mundo.
* Ramiro escribió este artículo bajo el pseudónimo de «Roberto Lanzas», que utiliza para analizar fenómenos políticos y sociales de índole mundial.
(«JONS», n. 3, Agosto 1933)