Los japoneses retroceden en la Manchuria

Una insinuación parecida habría sido acogida, hace dos años solamente, con una sonrisa de incredulidad. Hoy día, el hecho es lo suficientemente patente para ser proclamado, inclusive en la Prensa francesa. Y es sabido que, en materia de asuntos extranjeros es la peor informada.

En consecuencia, los vencedores de 1905 vuelven a perder, a toda prisa, las ventajas de una «decisiva victoria» -de veinticinco años fecha-. Los Tratados caducan en menos de un cuarto de siglo.

¿Por qué los japoneses se ven despojados, poco a poco, del más bello de sus feudos en China?

Las razones son concurrentemente políticas, demográficas y diplomáticas.

Políticas, en primer término. El Gobierno instalado en Tokio es, desde hace dos años, un Gobierno de izquierda, bastante análogo a los liberales ingleses. Los Gobiernos de izquierda son, por definición, opuestos a las aventuras coloniales. La ocupación japonesa en Manchuria es una expedición colonial que cuesta cara y reporta poco.

Razones demográficas, además. El Japón, como todo el mundo sabe, tiene un excedente de un millón de nacimientos por año. Encontrándose ya superpoblado el archipiélago, es preciso encontrar tierras libres para las colonias niponas. Desgraciadamente, el japonés adolece de una constitución física más bien frágil. Y la Manchuria está dotada con uno de los climas más espantosos del mundo. Siendo tórrido el verano, es glacial el invierno. Los súbditos del Mikado se abrasan o tiritan. Se cuentan como fenómenos los que permanecen y consiguen un puesto. Oficiales, funcionarios, industriales y banqueros, sí. Comerciantes, imposible, a causa de la competencia china. Obreros, campesinos, prácticamente, cero.

Además, el Japón, como país pobre que no puede colonizar con dinero, se ve precisado a colonizar con hombres. Sin embargo, desde el Tratado de Portsmouth, la prueba está hecha: Una colonización de Manchuria por las masas japonesas es imposible. El ciudadano del Sol Poniente es valeroso. No retrocede jamás ante los cañones; pero aquí el adversario es mucho más peligroso: se llama el termómetro.

Razones diplomáticas, para terminar. Después de la muerte de Chang-So-Lin, asesinado en su tren especial por agentes japoneses, o, al menos, por individuos deseosos de agradar al Japón, la situación ha cambiado mucho en China. El clan nordista de los Fen-Yu-Siang y de los Yen-Si-Chan ha fracasado en su proyecto de establecer en Pekín un Gobierno contrario al de Nankín. Chang-Sue-Tiang, hijo de Chang-So-Lin, ha hecho fracasar, de acuerdo con el presidente Chan-Kai-Chek, esta veleidad de guerra civil.

La parte esencial de China se encuentra unificada bajo la autoridad del Kuo-Min-Tang. Los hijos del cielo, convertidos en nacionalistas, se comprometen a no ceder fragmentos de su territorio a «los demonios extranjeros», inclusive si son amarillos. Contra el Japón se han decidido a aplicar el método más feroz. Su fuerza, hasta ahora, residía, en el ferrocarril transmanchuriano. Pues bien, se construirá una vía férrea exclusivamente china, que conducirá de Pekín al Transiberiano sin utilizar los vagones japoneses. La suerte está echada. Las locomotoras chinas han llegado a Sitsikar, cerca de la frontera rusa. Tokio ha perdido.

Lo que parece curioso es ver a los chinos construir una vía férrea, cuando hasta ahora sólo han sido capaces de demolerlas. Para un observador, tan siquiera un poco perspicaz, aquí hay un enigma. Alguien debe manejar los bramantes del guiñol manchú. No creemos que sea Rusia; sus devociones por el Extremo Oriente se han extinguido por una temporada desde la deportación de Borodín. Pero hay financieros detrás de Nankín, nacidos a la sombra de Wall Street. Cuentan en Pittsburg con mucho material ferroviario por colocar. Así se explica toda una política.

Sin ruido, la diplomacia secreta prepara la guerra allá lejos. El conflicto japonés-americano se dibuja con precisión. Nadie habla de esta región de la tierra. Los durmientes con monóculo del muelle lo ignoran, entre tantas otras cosas.

El gran océano no será por mucho tiempo llamado Pacífico.

(«La Conquista del Estado», n. 12, 30 - Mayo - 1931)