Nuestra oposición radical a los intentos desmembradores es bien conocido. Estimamos que sólo en Cataluña reside un germen gravísimo contra la integridad de España. Han sucedido ya en Cataluña suficientes cosas para que deba entregarse el pleito a la solución violenta del pueblo en armas. En vez de esto, prefieren algunos la vergüenza de las concesiones, de los regateos y de los pactos.
Al triunfo de este criterio derrotista contribuye decisivamente la inercia de un Gobierno despojado de autoridad nacional, bloqueado por compromisos intolerables que atentan a la soberanía de la Patria.
Cuando se aprobó en las Cortes la enmienda que impuso el señor Alcalá Zamora -el máximo responsable del despojo catalán, y este hecho no puede ser olvidado porque muy en breve alzaremos bandera de responsabilidades para los delitos contra la unidad nacional, que hoy se perpetran- los partidarios de Maciá no ocultaron su gran alegría. Los cándidos diputados que creían haber hecho aquí una saludable poda en las pretensiones catalanas debieron quedarse de una pieza al contemplar la felicidad de los traidores de Cataluña.
Y es que el solo hecho de que figuren en la Constitución unos artículos que hablan de Estatutos y de tales y tales concesiones, bastará mañana para que nadie pueda impedir la aprobación del Estatuto catalán. Que es, no hay que ignorarlo, separatista, hipócrita y antinacional.
Hace ya más de treinta años que el problema catalán es una continua perturbación para la política española. Pero hoy acontece que una de las razones más esgrimidas contra la unidad, contra la unificación, es ahora en todo el mundo rechazada. Aludimos a las famosas descentralizaciones económicas. La eficacia de una economía nacional se consigue tan sólo tendiendo a un control, a una sistematización o regulación severísima de toda la producción nacional. Es lo que comienza a llamarse la economía planificada.
Precisamente la Rusia soviética, que en teoría es un conjunto de Repúblicas federadas, en la práctica, para conseguir la realización del Plan quinquenal de reconstrucción, así como la eficacia pública del mando único, concentra cada día más sus poderes.
Aquí en España la lluvia de estatutillos iba a anclar nuestro régimen económico a las más viejas estructuras. Estas razones, que ya expone Bermúdez Cañete en sus últimos artículos, se acumulan a las otras grandes razones de que España es una y son intolerables los gérmenes de disolución. ¡Nada de pacto con los traidores!
(«La Conquista del Estado», n. 21, 10 - Octubre - 1931)