[Carta de Ramiro Ledesma a sus tíos. Copia a máquina, Archivo Ramiro Ledesma Ramos]
Madrid 4-6-925
Queridos tíos: Siempre me sucederá lo mismo: Mis cartas están condenadas por los dioses a comenzar con la eterna disculpa…
Pero ahora, con unos bellos y sabrosos minutos por delante, libre de fijezas momentáneas y de precisiones intelectualistas, he de comunicar a mi pluma ideas que plasmen sentimientos afectivos, indebidamente interrumpidas por obra y gracia de los días que tienen el capricho de no engendrar sino las misérrimas 24 horas…
Siempre ha constituido para mí un tema grato el diálogo palpitante, afectos vivos de una verdad y una realidad absolutas, que representa siempre una carta familiar. Y por eso las escribo con gusto, pareciéndome al hacerlo como si volviera a mi mismo después de un larguísimo viaje por «lo exterior», viendo personas y cosas que reclamaban de mi una actividad, como tributo de hombría, esto es «la obra beneficiosa, y si es posible, bella», que el mundo reclama de todos los hombres. Eso es el azacaneo diario de los que trabajan: Lo mismo el artista al crear belleza; el hombre de ciencia, al desmenuzar la materia; el médico, al relacionar las anormalidades fisiológicas con los efectos de una reacción química; el industrial y el comerciante, al combinar nuevas operaciones; el filósofo, escudriñándolo todo, viéndolo todo y queriendo comprenderlo también todo; y hasta el modesto zapatero que hace un par con maestría y gusto. Todos, repito, se zambullen, en «lo exterior»; muy seriamente, con gran empaque, cada uno trata de llevar a cabo su esfuerzo como contribución a ese gran impuesto que es la Vida. Pero al margen de todo esto, que yo creo y he creído siempre muy interesante, se desenvuelve para el hombre, para el individuo, el grande y bello regazo familiar.
Parece algo distinto, como un mundo aparte, donde al hombre no se le exigen sacrificios perentorios. Así entiendo yo la familia. Por eso la amo, y soy muy sensible a ella.
Una carta a la familia es una flor de recuerdo que se deshace al escribirla, extendiendo su aroma por el papel, por la pluma, por la mesa, por todo este mundillo cercano en el que uno se siente inmerso.
Al hacerse hombre, el individuo se enfrenta con «lo exterior». Pasa ante él la gran procesión que significa la enorme, variada, poliédrica actividad humana. Ve las cabezas calvas de los sabios; las greñas de los artistas; las facies sudorosas de los obreros; y hasta el andar sensual, entre idiotizado y fino, del señorito que juerguea y se divierte. En esa gran procesión, el nuevo hombre se mira como en un espejo.
Yo miré a la vida con esa mirada entre inquiridora y grave que se tiende a las procesiones: Y de ella salieron voces que interpretaron mis ansias con toda precisión: Saber lo más posible.
Y eso ha de ser la vena más saliente que aliente mi trabajo: Saber. Este verbo, unido a otro no menos importante: comprender, será toda la aspiración de mi vida. Y estoy satisfecho, gozoso con la elección, plenamente convencido de que no llegará a mí esa hora gris del arrepentimiento. No podré nunca arrepentirme de haber empleado el tiempo, todo mi tiempo en saber y comprender. De aquí ha de partir mi obra futura, guiada por esos dos verbos, como de los faros en la noche de tormenta.
Como hombre joven veo posibilidades inmensas que realizar, y, aunque otra cosa se desprenda de mi primer libro, soy optimista. El pesimismo es noche, tinieblas, la negación de grandeza. Y el hombre joven de nuestro tiempo dirige sus pasos a la luz, a la grande máxima.
Perdonen si esta carta, escrita al correr velocísimo de la pluma, adolece de la carencia de temas anecdóticos, que debiera estampar en ella, y que dejaré para otra vez.
Las cosas no deben hacerse así, tan veloces, lo comprendo, pero… Besos a las primas y ustedes saben lo que les aprecia su sobrino
Ramiro
Escriban