Escaparate de libros

3 libros de Filosofía

 

Eugenio D'Ors: Las ideas y las formas, Madrid, 1928 – Francisco Vera: Espacio, Hiperespacio y Tiempo, Madrid, 1928 – Juan Vázquez de Mella: Filosofía de la Eucaristía, Barcelona, 1928.

Asistimos día por día –desde nuestro observatorio de meditaciones ajenas– a la insinuación de una voz en demandarla de que la obra de Eugenio d’Ors sea reconocida, juzgada. Hoy, en peligro de eclipse por la contumacia del ataque y la difamación, queremos nosotros contribuir siquiera –en nombre de la Serenidad y de la Pureza– a que el momento sea aplazado. No está bien, no, hombres maduros e impetuosos todavía, jugar a los dados en las encrucijadas. ¿Será, acaso, un deber nuestro dar a Eugenio d’Ors, en esta hora adversa, la categoría de maestro, en lo que de sugeridor y de lanzador esta palabra representa? Hace ya años, en ocasión y motivo de una honda lectura del Glosario, no se le ocultó al joven aprendiz de Filosofía esta posibilidad. Hoy, en vías de elaboración y de caminar decisivo, vuelve a serle tentadora la misma empresa. Que nadie vea en estas notas un intento objetivo de valorar la obra filosófica de Eugenio d’Ors. Ya dijimos antes nuestro propósito de que esto no se haga ahora con atmósfera turbia y potencial dejadísimo en las miradas. Pueden, en cambio, significar un interés y un afán –hasta capciosos si se quiere– por advertir en Eugenio d’Ors la existencia del matiz y del gesto que, posiblemente, van a ser en breve muy solicitados. Quiero decir que las nuevas inquietudes que trae un gran sector de gente moza, recién llegada al plano de los tiempos, se adecuan a maravilla al modo d’orsiano y a la molicie d’orsiana de captación y de embriaguez. Convencidos de esto, sírvanos de pasaporte para un comentario breve de su nuevo libro. Y para salir nosotros proyectados también en el cuadro de cinema.

Eugenio d’Ors ha lanzado como proemio a una intensa labor futura (?) unas glosas o estudios sobre morfología de la cultura. Mucho tememos que sus esfuerzos se malogren. Así de ágil y robusta ha salido esta primera invocación a la Dialéctica concreta, de la que el autor se muestra tan enamorado. Sospechamos, acaso, en Las ideas y las formas un exceso de preocupación por aplicar las categorías filosóficas a cosas y personas que quizá rechacen esas categorías. Siempre hemos creído que el pecado de racionalizar –la dilapidación teorética– y el idealismo degenerado son obra de mentes filisteas. Cúlpese, cúlpese a todo el mundo menos a los filósofos de haber desprestigiado la Filosofía. ¿Quién solicitó de ella que cabalgase por todos los caminos? Aquí se alude a la existencia ilegítima de una Filosofía del Arte y hasta de una Moral con fundamentos filosóficos; no, en cambio, a la Filosofía de la Historia, que es la única Historia posible para quien tenga uso de razón.) Traigo a cuento estas declaraciones precisamente en defensa de Eugenio d’Ors. Porque ante la frívola superficialidad es posible que apareciese este hombre como un gran corruptor. Aquí corrupción, significaría decadencia, alejandrinismo y exhaustez. Eugenio d’Ors tiene la virtud de ser un clásico. Alguien dirá que a su manera, porque ha tenido la osadía de definir el Clasicismo. Nosotros añadimos, sin embargo, que sus definiciones son exactas. Fácil es advertir que hablamos de Eugenio d’Ors en un tono cortado, haciendo a cada momento aclaraciones. Nuestra preocupación nace de que lo consideramos en riesgo de ser incomprendido.

El libro de Eugenio d’Ors es firme y unánime como esa abstracción monista que él postula. Unidad que caracteriza a la Filosofía, pero en cosas muy alejadas de aquellas que han nacido al calor de lo diverso, de lo desordenado y de lo ilógico. Todavía, todavía el viejo racionalismo nos seduce un poco –o mucho–, y gratamente. Pero con muchas atenuaciones. El Grupo de jóvenes amigos de la Filosofía, que yo pretendo fundar en estos tiempos, acometerá el problema de elaborar la nueva tradición. A base de la Filosofía pura y de los ingredientes esenciales. Ni Edad Media, ni catolicismo ni otras formas fracasadas. Aun postulando, en realidad, estilos en cierto modo –engañosamente– familiares. Nosotros nacimos en los grandes días del Renacimiento, cuando lo tétrico y lo enjuto era un pecado. El ciclo filosófico que comienza en Descartes amenaza perder su vigencia para convertirse en tradición. Es posible que gane más batallas en su nuevo perfil. Pues la tradición es unidad esencial y es también eficacia. Por aquí andan las nuevas ideas. Y Eugenio d’Ors no está lejos del campo en que van a debatirse las cuestiones. En honra a propugnar heroicamente un clasicismo y una tradición.

 

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Francisco Vera es un matemático notable, además de un hombre de letras inquieto y sugestivo. Nos es más conocida aquella actividad, a la que prestó algún día sus mejores entusiasmos. Hoy reseñamos con gusto su nueva producción científica, dedicada a divulgar unas cuantas ideas fundamentales de la scienza nuova (mejor, novísima).

Se trata, hemos dicho, de un libro de divulgación, compuesto con miras a un público no matemático ni científico. Yo no sé hasta qué punto resulta esto posible. Ni legítimo. Sólo a costa de sacrificar el rigor y la esencialidad. Es más grande cada día la tendencia a recluir las especulaciones en recintos de amplia muralla. Se va advirtiendo que caminamos hacia una época obscura y desértica, de la que sólo se salvarán los esfuerzos gigantes y continuados. No más frivolidad ni más ciencia, al alcance de todos, según frase estereotipada e ilusa. Por esto, yo discutiría al simpático camarada Francisco Vera la legitimidad de su libro. Y hasta la imposibilidad de una realización así. Me refiero a que siempre he encontrado de comprensión más difícil las cuestiones científicas tratadas en los libros divulgadores que su mismo estudio directo en las fuentes de los sabios.

Ciertamente, el trabajo de Vera, a fuerza de claridad de exposición y de talento en la selección de lo sencillo, consigue atraer a los planos rudos sutilidades magníficas. Prémienselo, en honor a los propósitos, los que tengan hambre y sed de verdades truncadas. Así, el capítulo dedicado a las Geometrías no euclídeas. En muy pocas páginas, con amplia y exacta documentación, presenta ante nosotros un ágil bosquejo de esencias. Advierto una laguna en este punto, y es la falta del elegantísimo teorema de Boyai sobre la relación de las circunstancias de radio igual a los lados de un triángulo y los senos de los ángulos opuestos. Este teorema es preciso e imprescindible para situar de un brochazo las Geometrías no euclidianas. Se deducen de él teoremas de Trigonometría esférica, patentizando la absoluta independencia de ésta y el célebre postulado de Euclides.

Francisco Vera dedica también en su libro varias páginas a la teoría de la relatividad y a unos cuantos problemas curiosos de la actual Física. En ellas, valiéndose de fenómenos náuticos, expone el conocidísimo experimento de Michelson. Es, sí, una explicación ingeniosa. Pero el experimento es de suyo tan sencillo que hace innecesario todo recurso metafórico. También un examen de la simultaneidad y la sucesión en la nueva teoría, y una ligera síntesis acerca de las pruebas experimentales en que se apoya completan el cuadro que ofrece, en amable misión divulgadora, a los lectores.

Según se habrá advertido, Francisco Vera ha engarzado un rosario maravilloso para uso y eficacia de los beatos del culto a la Ciencia. Es difícil elegir con mayor fortuna curiosidades picantes de gran estilo. Añade en su libro una digresión sobre las combinaciones químicas, fijándose con más deleite en las de la Química orgánica. A mas de esto, habla de los mundos de una y dos dimensiones, y concluye con una aplicación curiosa del hiperespacio al mundo extraño de los espíritus y de las apariciones, temas de los que no cabe hablar sin sonreír.

Yo insisto en mostrarme escéptico en cuanto a la eficacia divulgadora de libros análogos a éste. Es mi único reparo. Por lo demás, creo que Francisco Vera ha bordeado, con indiscutible talento, una labor espinosísima y difícil.

 

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El Sr. Vázquez de Mella, que era hombre de talento fino y de sutilidad, dedicó sus últimos años a la filosofía. Este libro que comentamos parece ser el primero de una serie en proyecto sobre temas de filosofía religiosa. Serie interrumpida y truncada por la muerte del autor. El Sr. Vázquez de Mella hubiera hecho, sin duda, de no suceder esto, algo que más valor que la «Filosofía de la Eucaristía». Donde se advierten precipitaciones y sombras que una mayor elaboración filosófica hubiera evitado. Libro éste, sin embargo, pleno de grandes cosas y de virtudes y consolidaciones exactas. Que nos es grato proclamar en alta voz.

Desde luego, el Sr. Vázquez Mella se propuso hacer un libro «dirigido principalmente a los que dudan y a los que no creen». A la vez declara, con manifiesta contradicción, que «su fin es esencialmente apologético». A nuestro juicio, la última frase es la más adecuada al carácter esencial de la obra. Se trata, ciertamente, de un libro más de apologética. Por lo tanto, sin rigor filosófico ni posibilidades de interés para la heterodoxia. No pretende esta nota iniciar aires polémicos, que sabemos de antemano sería absurdo propósito, declarándonos vencidos a priori por la dialéctica de los santos varones.

Hay muy poco original en este libro, fuera de una divagación escolástica sobre la substancia y los accidentes, la ley de permanencia y el cambio, que revelan en el Sr. Vázquez de Mella cualidades muy apreciables para las lides metafísicas. El vivo lenguaje del orador famoso presta gran jugosidad a la prosa, y es aquí donde reside el principal interés del libro, que pasa a ocupar un puesto de relieve en las colecciones literarias. Hacemos esta declaración con sinceridad, que no excluye las grandes diferencias, admirando la pureza de frase y el primor estilístico del tribuno. Pero el título de la obra ofrecía, si no más que eso, algo por lo menos distinto. Hay en él poca doctrina y poco del sereno discurrir de los grandes teólogos. (Un teólogo eminente ofrece siempre más interés que un místico.) Como ocurre con frecuencia en libros y autores así, abundan las frases lapidarias contra filosofías adversas, pero no el análisis y el amplio razonar que requieren estas empresas. Y poca información sobre el gran tema central del libro. La Eucaristía será siempre la gran dificultad y el gran muro para los que dudan. Y también uno de los dogmas de justificación más difícil. No ya en los evangelios sinópticos, aun muy poco metafísicos y complicados, sino en el evangelio IV, que es la primera obra de teología cristiana, de posible elaboración alejandrina –influencias helenizantes– y desde luego posterior a los sinópticos, se habla aún de la transubstanciación o de la presencia real. (Sobre el IV evangelio véanse los tres libros definitivos: Jean Reville, Le quatrieme evangile. París, 1901; Loisy, Le quatrieme évangile. París, 1903; J. Wellhausen, Das Evangelium Johannis. Berlín, 1908.) Y en la concepción paulina es fácil advertir restos de explicaciones paganas o de ritos mágicos. Desde luego, es en Ignario de Antioquía, en sus refutaciones a la herejía docrética donde se encuentran por primera vez afirmaciones que se identifican como el origen del dogma futuro de la presencia real. Que cristalizó y dogmatizó el Concilio de Trento. Fue primero algo simbólico y figurativo. «Dans les couches populaires, le communiant croira manger le corps et boire le sang veritables et matériels du Christ, et plus tard des Conciles pourrout imposer cette manière de voir», dice a este propósito Goblet d’Alviella en su estimable obra L’Evolution du dogme Catholique, tomo I. ¿Por qué, por qué no siguió el Sr. Vázquez de Mella las sendas curiosas de la Historia por lo menos como un proemio? Prescindió de todo esto, y se aseguró un lugar privilegiado, una verdadera petición de principio. No hacen falta a la Iglesia Católica puntales para sus dogmas, bien seguros y definitivos. Todos le hubiéramos agradecido más aquella otra labor de justificación histórica a que aludimos. Sobre todo cuando se alzan unas cuantas historias heterodoxas, pujantes y firmes.

R. Ledesma Ramos

(La Gaceta Literaria, n. 40, 15-Agosto-1928, p. 3)