Se cierne hoy sobre el mundo sabio un racimo de dificultades tremendas. Figuran adscritas a nuestra época, como un legado de abstractos simbolismos, y los mejores espíritus se disponen a batirlas con riguroso ademán. Un semillero de problemas audaces, de amplia significación especulativa, surge en los recintos de todos los saberes. Unas cuestiones llaman a otras en su auxilio, y éstas resultan luego de aprehensión más difícil y arriscada. La nueva física atraviesa, en la actualidad, un parejo estadio de dificultades. Bertrand Russell, en diálogo polémico con los recientes hallazgos de los físicos, ha escrito este Análisis de la materia (1), donde, con intrépida fidelidad y desde un punto de vista filosófico, somete a reelaboración las concepciones últimas.

La obra de Bertrand Russell gira alrededor del magno acontecimiento, que es la relatividad de Einstein, de hondas sugestiones para la filosofía. Afirma Russell que las consecuencias filosóficas de esta teoría son de mucho mayor alcance, y por completo diferentes de las que se figuran los filósofos que no conocen la matemática con la debida amplitud. Vamos a fijarnos en la génesis y significación del espacio-tiempo, que Russell desenvuelve con clara oportunidad. Helmholtz fue el primero que declaró insostenible la doctrina kantiana del espacio, en vista de los progresos de las matemáticas, especialmente los descubrimientos geniales de Riemann. Intentó luego Minkowski la desaparición del tiempo y del espacio en sí, y exploró la posibilidad de que uno y otro, combinados, pudiesen conservar individualidad propia. El éxito de tales intentos fue absoluto. La longitud se sustituyó por una noción nueva —el intervalo—, función de la duración y de la distancia, con carácter de invariante. Esta noción de intervalo ha sido objeto de crítica por Weyl y Eddington, que la han despojado últimamente de su carácter absoluto. Bertrand Russell ve en el espacio-tiempo la ventaja de que la ciencia, al utilizarlo, se refiere con más eficacia a grupos de «acontecimientos» que a simples «cosas». Para esta teoría, el tiempo —la fecha— es una de las coordenadas de la posición, haciéndose imposible ocupar el mismo lugar en fecha diferente.

La relatividad generalizada ha referido el campo de gravitación a la métrica del espacio-tiempo, o, lo que es lo mismo, a la geometría cuatridimensional no-euclidiana. Algunos físicos, entre ellos Weyl y Broglie, quieren extender una síntesis semejante al campo electromagnético. Eddington se ha singularizado también en análogos esfuerzos. Que, a nuestro juicio, un poco ingenuo, no es más que el afán de geometrizar la materia, con objeto de lograr una ley que legitime el concepto de sustancia. El filósofo eminente Hans Reichenbach publicó un libro —Philosophie der Raum-Zeit-Lehre (Berlín, 1928)— que penetra en estos problemas con inigualada destreza. Todo el mundo sabio ha concedido a Reichenbach la categoría más alta, y nadie pone en duda que es uno de los filósofos (con Bertrand Russell y Meyerson) que han comprendido en toda su íntegra majestad la física de Einstein. En el apéndice de este libro estudia Reichenbach la extensión que pretende dar Weyl al concepto espacial riemanniano (2). Aquí es imprescindible manejar con todo rigor la noción de campo. El papel que juega en la física moderna es de primordial interés. Aparece mezclado y referido en todos los fenómenos. (El gran Leibnitz, descubridor metafísico del concepto de fuerza, pudo haber unido una gloria más a su bien nutrida corona de éxitos. Leibnitz debió haber llegado al concepto de campo, después de desmenuzar, como él hizo, la energía entrañable de las mónadas, con sólo haber admitido la acción recíproca de éstas. Es sabido que él concibió las mónadas, por el contrario, como entidades cerradas, inaccesibles.) (3). Pues bien: la teoría de Weyl y de Eddington une el campo gravítico y el campo electromagnético a propiedades puramente geométricas del espacio-tiempo. No está demás hacer notar, sin embargo, que esta generalización no ha recibido la menor comprobación de la experiencia.

Es imposible hablar de cuestiones relacionadas con la materia y eludir el contacto con las especulaciones atomísticas, hoy tan caras a los físicos. Puede aceptarse con facilidad que la materia esté compuesta de protones y electrones, en la forma que reclaman los atomistas. Las consecuencias que han llegado a derivarse de la hipótesis de la atomicidad, la teoría atrevidísima de los quanta, y otras sugestiones de análogo interés, nos conducen a la idea de una materia discontinua, de más difícil examen cada día (4). Toda la teoría atómica es de un rigor lógico admirable y de gran fuerza convincente. Un sistema material ha de radiar o absorber energía para ostentar su existencia frente a lo que esté situado fuera de él. Ya es imprescindible para esta prueba lógica el auxilio de la teoría de los quanta. (Véase Russell, página 35.) Las deficiencias que rodean todas estas teorías son enormes. Más todavía si penetramos en los fenómenos de la luz. Ni el éxito de la teoría de Bohr, ni la novísima mecánica cuántica de Heisenberg, ni la mecánica ondulatoria de Schrödinger han conseguido explicar el mecanismo de la emisión ni de la absorción de la luz por el átomo, etc.

Bertrand Russell concede especial importancia al examen de los fundamentos mismos de la física. Las relaciones de la percepción con el conocimiento físico ocupan en su libro el mayor número de capítulos. Russell, que se mueve aquí en constante zona polémica, obtiene resultados de esplendor teorético admirable. En otro lugar (consúltese su Analyse de l'esprit, traducción francesa, París, 1926), este hombre magnífico ha intentado una apreciación sintética de la psicología y de la física. No hay duda en reconocer el primordial sentido de la percepción en las especulaciones físicas. Sin base perceptiva, esto es, sin referencia inmediata a la realidad que existe en torno a nosotros, el conocimiento físico es pura nada. Ahora bien: el hecho de percibir, por sí solo, no puede traer consigo, con pareja simultaneidad, una verdad física. Esto acontecerá después, a través de deducciones, más o menos complejas, que hemos de realizar con los instrumentos más adecuados de que dispongamos. De la misma forma que una representación no es para nosotros verdadera o falsa en tanto no la hayamos estructurado en juicios, así una percepción no supone una verdad científica, sino que ésta requiere, para existir, previas y laboriosas deducciones. Se explica de este modo el hecho de que nuestro conocimiento de la física sea exclusivamente matemático, pues «ninguna propiedad no-matemática del mundo físico puede ser deducida de la percepción» (página 261). Cuando el viejo Cournot notaba que la medida de longitudes o de extensiones lineales, por muy complicadas que sean, supone siempre la medida de un ángulo o de un arco de círculo —que ha de hacerse por superposición, puro fenómeno perceptivo—, se refiere a un proceso análogo al indicado por Russell.

Pero se nos presenta la cuestión de la objetividad y del subjetivismo. Señalar la percepción como origen exclusivo del conocimiento físico implica dificultades varias. Pues una percepción supone un percipiente y una serie de referencias intencionales que ponen en peligro el rango imprescindible de su valor objetivo. Veamos cómo desaparecen estos temores. La objetividad en la percepción de un complejo —o, mejor, de un grupo— por varias personas tiene su justificación, no en las percepciones directas, sino en la posible concordancia de las deducciones obtenidas por todas ellas. Creemos de suma importancia se considere este detalle esencial.

Hay que fijarse bien en que una teoría del conocimiento físico así establecida no es una ingenua concepción subjetivista. Para conocer el mundo, hay que tener siempre en cuenta un factor subjetivo, de posible intervención en todas las fórmulas o verdades a que lleguemos. Qué aspecto pueda presentar el universo en un espacio donde no haya sujeto alguno que lo examine, es cosa imposible de averiguar. Ni nos había de importar mucho. Este factor subjetivo a que hemos aludido no representa, después de todo, una perturbación desmesurada. He aquí por qué nos parece el subjetivismo un peligro fantasmal, poco considerable. Bertrand Russell cree posible eliminarlo con facilidad, siempre que se logre reducirlo a una constante. En este sentido es en el que yo he intentado igualar la arbitrariedad subjetiva a un parámetro. Los parámetros, en matemáticas, no son otra cosa que constantes indeterminadas. Un gran número de las fórmulas que utiliza la física encierran una constante. La fórmula en sí, su estructura y su valor, son independientes de ella, cuyo sentido se reduce a reclamar con su presencia una aplicación determinada de la fórmula.

Gracias sean dadas a Bertrand Russell por habernos conducido a estas regiones admirables, que son los esfuerzos por conocer el «esqueleto causal del mundo». (He aquí la más elegante definición de la física.)

Ramiro Ledesma Ramos

Notas

(1) Análisis de la materia, Revista de Occidente, Madrid, 1929.

(2) Para todo cuanto se relacione con los espacios a que aluden constantemente la nueva física y la nueva matemática, véase el magnífico libro de Fréchet, Les espaces abstraits (París, 1928), que, con el de Reichenbach, es una lástima que no pudiese conocer Bertrand Russell al escribir su obra, anterior a éstas.

(3) Ortega y Gasset, en sus agudas reflexiones sobre Kant, habla de ese mundo de Leibnitz, «compuesto de Yos, en cada uno de los cuales nada penetra. Las miradas no tienen ventanas».

(4) Hoy, Hilbert y su magnífica escuela de geómetras estudian geometrías no-arquimedianas, que se desenvuelven con sólo excluir el postulado de continuidad.

 

(Revista de Occidente, n. 71, Mayo de 1929)