I

 

La filosofía actual llega, en esta misma hora en que escribimos, al más dramático de sus problemas: el problema del Ser o, si se quiere, el problema de la Metafísica. Hay dos hombres en Alemania: Nicolás Hartmann y Martin Heidegger, que están a él consagrados con genial solicitud. Uno u otro —o los dos— nos ofrecen garantías suficientes para ir saboreando ya un poco esa divina peripecia que ha sido y será siempre la captura del Ser. Van hacia el problema con bien distinto equipo, llevando tras de sí la atención de ese centenar de finas inteligencias que hoy existen en el globo, sensibles a las dificultades teoréticas que entrañan cuestiones de este rango. Hartmann, procedente del neokantismo de Marburgo —como nuestro maestro Ortega—, está hoy, por fortuna para él, en plena rebeldía con la escuela, y desde 1921, en que volvió del revés la problemática neokantiana, postulando bases metafísicas en la teoría del conocimiento, permanece incrustado en una esfera ontológica nueva. Esa nueva Ontología crítica a que aquí nos referimos, fundada por Hartmann, ha proporcionado a este filósofo la posibilidad de plantearse el problema de la Metafísica, que casi consiste, para él, tan sólo en el hallazgo de un sistema de categorías —metafísicas— eficaces.

Como vemos, Hartmann tiene su problema perfectamente delimitado, y sus afanes metafísicos van, en secreto, a la construcción estricta del sistema. (Muy pronto comentaremos las bases esenciales de la Ontología crítica, y tendremos ocasión de aclarar esto.) Heidegger, no. Siendo hoy la figura ortodoxa central de la fenomenología, sus trabajos serán un poco responsables de lo que con el método fenomenológico acontezca. Hombre joven aun y genialmente dotado, se sitúa, ante el problema de la metafísica, con el previo y evidente propósito de —además, aclaro, de la rigurosa fenomenología del mismo— reducir a la nada los atisbos tradicionales. El año último, en su libro sobre Kant, realizó con el mundo trascendental la más soberbia labor desmontadora que conocemos. Y en su otro libro, Ser y tiempo, los elementos ontológicos que aborda son de una radical novedad. Para él, las categorías rectoras de la experiencia no son categorías del espíritu, sino de las cosas, en tanto, naturalmente, que son pensadas. Y el problema de mi existencia consciente frente al mundo, aplicable incluso al de un sujeto frente a todos los objetos posibles, es una mera cuestión de exigibilidad recíproca. Queda eliminado del hecho conceptual todo racionalismo, toda actividad creadora de la razón, fuera de ella misma. Y también, aunque de manera un poco subterránea, aparece con claridad lo impropio de una gnoseología exenta de ontologismo, mejor dicho, creadora del Ser. (El ver esto, el considerar esto, fue lo que condujo a Hartmann a su actual aventura.)

Pues bien: ante el problema de la Metafísica, Heidegger ha ensayado una definición. Hace unos meses, en su primera lección universitaria de Freiburg —donde, como se sabe, ha sucedido a Husserl en la cátedra—, desarrolló esta cuestión, preguntándose: Was ist Metaphysik? Esta lección de Heidegger ha llegado a nosotros hace breves días, e intentaremos resumirla y explicarla en notas rapidísimas. Son veinte escasas páginas de intelecciones densas y precisas. Una leve introducción a la fenomenología de algo que en todas las cuestiones metafísicas se presenta: la fenomenología, pues, del Ser —Seiende—, de nuestra vida —unser Dasein— inmersa en el Ser, y, por fin, de la nada —Nichts—, dificultad que nos conduce a la raíz misma de la Metafísica.

Toda cuestión metafísica afecta siempre a la totalidad de la problemática de estos saberes. Pues la Metafísica es esa totalidad. Provisto de un problema metafísico, el interrogador se sabe ya en el centro de las cuestiones abordadas. No hay sino una pregunta, que es la reclamación del Ser. Desde la infancia, en que el niño interroga a los mayores acerca de todas las cosas, sin dramatismo alguno, porque supone un previo y exacto saber de ellas, hasta la madurez intelectual, el pretendido avance de sabiduría consiste en un mero saber qué cosas no deben ser preguntadas. Saber, pues, vale tanto como saber qué es lo que no se debe ya preguntar. Se tiende a evitar desde el cuestionario de Perogrullo hasta lo que constituye la ciencia reconocida y hecha. Repitamos, pues, que el metafísico, una vez que ha prescindido de todas las cuestiones inesenciales, se queda con una sola: es el problema de la Metafísica. Diametralmente opuesto, en intensidad dramática, al mero preguntar del hombre ingenuo, porque si éste, cuando interroga, posee la previa evidencia de que en alguna parte reside la respuesta que reclama, para el metafísico, en cambio, su esencial pregunta, su problema, es también problema.

Ahora bien: el hombre dispone de un género de saberes —los saberes científicos— sobre los que descansa, en cierto modo, toda su vital estructura. La pretendida unidad de los conocimientos científicos es un puro mito. Contribuye a su articulación aparente el que nos sean así presentados en las escuelas universitarias. Heidegger advierte aquí con toda robustez de qué modo las ciencias dejan intacto el problema de la metafísica. Y no sólo esto, sino algo más: de qué forma es imposible que el problema de la Metafísica aparezca, a través de las ciencias, como un problema a que éstas nos conducen, nos delimitan y plantean, pero no resuelven. Nada de esto sucede así. Todas las ciencias alcanzan análoga cota objetiva. Caracteriza a cada una su peculiar manera de considerar a los objetos. Sin que ninguna de ellas sobrepase, en este sentido, a las otras. Así el conocimiento matemático, y es un conocimiento exacto. Pero «reclamar exactitud a la Historia es ofender la idea misma de rigor específico a que obedecen las ciencias de la cultura». La filología constituye un saber riguroso, que no debe ser confundido con la exactitud de la matemática. Para las ciencias, por tanto, no hay problema del ser mismo como objeto posible de una investigación fundamental.

Puede advertirse en este punto una curiosa discrepancia con Max Scheler, a quien, como es sabido, preocupó mucho la Metafísica en los últimos años de su vida. En un pequeño trabajo de Max Scheler —Philosophische Weltanschauung—, escrito dos semanas antes de morir, y que es como su testamento filosófico, publicado en un volumen póstumo de igual título, resume unas ideas centrales sobre el carácter del saber metafísico. Las ciencias positivas, según él —Matemática, Física, Biología, Psicología, Derecho, Historia—, reunidas a las disciplinas o ciencias del valor —Teoría de los valores, Estética, Ética, Filosofía de la cultura—, conducen a la Metafísica. Con una sola condición: que entre todo eso y la Metafísica de lo Absoluto se intercale una gigantesca disciplina: la Antropología filosófica. Nada más extraño, sin duda, a Max Scheler que ese franco ponerse ante el problema de la Metafísica que Heidegger postula. (Podemos alegrarnos de que Max Scheler se viese imposibilitado de escribir su Metafísica. Librándonos así de un nuevo hegelianismo cerrado, de muy grave carácter.)

Tiene gran importancia —histórica— este ademán que frente a la Metafísica ensayan los filósofos actuales. Su objeto, su problema, debe ser investigado metafísicamente. Aquella problemática sustancia —la idea confusa de Locke— que otorgaban los empiristas a los metafísicos para entretener sus ocios, y conseguir así que no perturbasen el auténtico saber de experiencia, nos produce hoy una sonrisa. La sustancia —que sería el objeto de la Metafísica— consistía, para Locke como para Hume y Berkeley —llegando gravemente hasta Kant—, en ese «algo» que queda en el objeto, cuando prescindimos de su manojo cognoscible de cualidades. Estas cualidades son conocidas por las ciencias, y véase aquí denunciada la característica viciosa a que antes nos referíamos.

Las ciencias tienen el propósito deliberado de decir de las cosas, tanto la primera como la última palabra. Están, pues, frente al mundo, abordando sus posibilidades cognoscitivas. Pero con el Ser se relaciona igualmente el obrar —científico o no— del hombre. En una actitud libre de la existencia. Hay en todo ello —objetividad de las ciencias, impulsiones forjadoras— una clara sumisión al Ser, un revelarse al Ser. Es el hombre quien estimula la ciencia. El cómo acontece esta ruptura o irrupción —Einhruch— de un ser, llamado hombre, en la totalidad del Ser, y cómo debe encadenarse a esa referencia al mundo y a esa actitud frente al mundo, lleva en sí el nexo profundo entre la vida —Dasein— y el existir de la ciencia.

De una manera o de otra, el hombre científico admite la presencia del Ser. Es más: incluso lo justifica y queda a sus sombras adherido. Hablará entonces del Ser, y de nada más que del Ser. Este Nada que aquí aparece ocupará nuestras investigaciones próximas. ¿Es una exigencia del lenguaje, extraña, por tanto, al Ser, la que nos obliga a referirnos a ella? La ciencia deja a un lado la Nada, como lo que cree que ésta es: nulidad —Nichtige—. Pero ese abandonar de la ciencia, ¿no es precisamente un añadir, un conferir? ¿No hay en la ciencia hueco alguno donde, en la misma forma que al Ser, podamos situar a la Nada? La respuesta es, sin duda, negativa. La única concepción científica, rigurosa, de la Nada, es que de ella nada puede saberse. Que equivale a un «nada quiere saberse». Y, fuera de la ciencia, ¿qué es la Nada? Pero obsérvese que, en el momento en que la ciencia se vuelca esencialmente sobre algo, requiere el concurso —Hilfe— de la Nada. ¿Qué género de discrepancia es esa que entonces aparece? El conflicto, como se ve, está ya aquí inevitable. Cuestión metafísica pura acerca de la Nada. Y preguntaremos Wie steht es um das Nichts?

 

II

 

El procedimiento que utiliza Heidegger para descorrer el velo de la Metafísica es de una sencillez encantadora. No se trata de localizar un sector en el territorio de los saberes y otorgarle, como premio a su audacia teorética, el reino de un sistema. Es otra cosa bien distinta. Heidegger no cree oportuno auxiliarse de toda esa vieja problemática que la Metafísica tradicional colocaba ante el investigador de una manera irremediable. La Metafísica consiste en un grupo de cuestiones, y en el grado en que éstas existan logrará aquélla su propio perfil. Ahora bien: esas cuestiones aludidas no son unas cuestiones cualesquiera, cuyo único sentido metafísico sea el de haber fracasado ante ellas los métodos ordinarios —científicos, lógicos— de investigación. La legitimación metafísica se nutre de otro género de exigencias. Las cuestiones son, en cierto modo, elaboradas, obtenidas, siquiera en un instante fugacísimo, con ayuda de una dimensión profunda y radical que en nosotros reside.

Pues bien: Heidegger, ante el inmediato compromiso de definir la Metafísica, realiza en su honor la mejor cosa, a saber: requiere una cuestión, elegida entre aquéllas sobre las que recae más evidente y general sospecha de carácter metafísico. Comprueba luego que su planteamiento es extraño a las ciencias y, por tanto, que éstas no la reconocen como problema. Examina después el sentido lógico que pueda revestir esa pregunta inicial que lanzamos a todos los objetos: la de qué cosa sean. Un continuo rosario de paradojas denuncia, en este punto, la impropiedad lógica de la esencia que se investiga. Pero la cuestión es de tal índole, que está ahí, ante nosotros, y no la hace desaparecer, el hecho de que sea imposible adscribirla a unas esferas ontológicas determinadas. Así, el esfuerzo inquisitivo ha de continuar, hasta revelársenos una peculiar vivencia, del más complejo carácter, enlazada a nuevas entidades, que entonces aparecen con un sentido irreductible y primario. La dificultad máxima reside aquí, en este orbe originalísimo de Heidegger, adonde hemos llegado, a base siempre de penetrar en regiones cada vez de más difícil acceso. Hasta vernos, de pronto, en la dimensión radical de nuestra Vida, en su nexo profundo con el Ser. Pero hay que salir de allí para que nuestro hallazgo metafísico sea recubierto de forma categorial y se haga cognoscible. Pues si el momento en que la cuestión vibró acorde con la dimensión esencial de nuestra vida es el que la reviste de legitimidad metafísica, este otro, posterior, en que la vivencia adquiere eficacia y estructura, ademán del Ser —objeto investigable, diríamos—, es la más delicada tarea a que la construcción de una Metafísica da origen. Este rango categorial de la Metafísica, este existir ontológico tan particular, que confiere a la vivencia primaria el hecho de que es apresable por categorías, se convierte, ni más ni menos, en la razón del ser de la Metafísica. Lo que impide toda sospecha de relación con otras esferas que por ahí existen, como la problemática religiosa y, más propiamente, el problema de la Mística.

Ante nosotros tenemos, pues, una dificultad que en el artículo anterior planteábamos. Es la cuestión acerca de la NADA. Aquéllo que la ciencia abandona olímpicamente como «lo infecundo». Esta cuestión de la Nada es la que sirve a Heidegger, en la conferencia que comentamos, para denunciar o poner de manifiesto el mecanismo a que toda construcción metafísica obedece. O sea el esquema de nuestro anterior párrafo. El análisis de Heidegger es una genial maravilla, porque este maestro, a la vez que descubre en la Dasein una serie de perspectivas vírgenes, utiliza con todo primor el secreto fenomenológico. Vamos a intentar resumirlo en su desnudez más clara. De propósito, un poco tosca, para conferirle captación más fácil.

Nuestra insistente e ingenua reclamación, en presencia de la Nada, es preguntar: «¿Qué es la Nada?» Pero esta pregunta, la más sencilla y primaria que dirigimos a las cosas, nos revela una cualidad insólita. En ella conferimos a la nada, de una manera o de otra, un Ser. La colocamos ante nosotros como un ser. Acontece, pues, con esa pregunta, que se despoja a la Nada de lo que constituía su peculiar característica. Aquello que, al ser precisamente advertido por nosotros, nos impulsaba a preguntar qué cosa «es» la Nada. Pero si obviamos con algún artificio esta dificultad, nos encontramos con que también es imposible toda respuesta a esta pregunta. Que, por fuerza, consistiría en algo así como: la Nada «es» esto o aquello. Según vemos, tanto la pregunta como la respuesta son, por igual, paradójicas y absurdas. Hay, por tanto, ante nosotros un caso en que las reglas fundamentales del pensar son inservibles. Pues el pensar, al pensar la Nada, contravendría su esencial peculiaridad.

Ante estos fracasos de la pura proyección lógica, el carácter del problema va delimitándose. Necesitamos, pues, localizar la Nada, hacerla, en cierto modo, objeto, y un objeto tal, que la anterior dificultad de conferirle un ser no implique paradoja y destruya nuestras interrogaciones. Esta es ahora la cuestión. Ante la cual intentamos decir: la Nada es negación de la totalidad —Allheit— del Ser; sencillamente, el No-Ser. Pero aquí obligamos a la Nada, en cierto modo, a la suprema determinación de un negar, acto específico del entendimiento que significa el predominio lógico, antes abandonado. Las posibles relaciones entre la Nada, la negación y la negatividad. Podríamos, en todo caso, aceptar que «la Nada es, como el no y la negación, originarios primitivos».

Pero notemos que, profundizando un poco más en este camino, hacemos depender la posibilidad de la negación como acto intelectual, y, por ende, el entendimiento mismo, justa y precisamente de la Nada. Todo ello nos induciría a hablar de una cierta imposibilidad formal de plantearnos el problema de la Nada. Ahora bien: si nosotros, a pesar de todo ello, seguimos adelante, nos prenderíamos de una enésima firmeza. La de que si la Nada tiene derecho a ser problema, debe sernos dada de antemano —zuvor gegeben sein—. Y la posibilidad de su hallazgo tiene que ser igualmente indubitable. Si bien acontece que, para encontrar algo, hay que tener ya de él, de una manera o de otra, un saber. ¿Existe, en este caso peculiarísimo de la Nada, algún rastro o indicio de esa índole? ¿Y cabe hablar sino de una especial investigación en la que resida un puro encontrar? Ein Suchen, dem ein reines Finden zugehort? Fijémonos, de nuevo, en la difusión que de la Nada hemos hecho. «La Nada es la simple negación del Ser como un Todo.» En ella existe una indicación notificadora de precioso interés.

Ahora bien: ¿cómo es posible que tengamos frente a nosotros, dado, el Ser, en tanta totalidad? Pues de su negación, hemos dicho surgiría la Nada. ¿Cómo ha de sernos abordable la totalidad del Ser? Claro que podríamos pensarla en la «idea», y luego negar lo imaginado en el pensamiento. Por este camino llegaríamos al concepto formal de una Nada imaginaria, además de recaer en la peor clase de idealismo. ¿Qué hacer, pues? Hay que fijar bien qué sea eso de la totalidad del Ser. Y cómo es posible una experiencia nuestra de esta totalidad.

Vamos a distinguir para ello entre la experiencia de la totalidad del Ser, absolutamente en sí, y el encontrarse —sentir, vivir el encuentro— en medio del Ser como totalidad, tener ante sí la totalidad del Ser. Lo primero es fundamentalmente imposible. Lo segundo acontece en nuestra Vida. Aparece ya aquí la célebre entidad de Heidegger, das Dasein. (Sobre esta misma entidad vital trabaja hoy con ardor, en España, el maestro Ortega, y los magníficos resultados que obtiene —y espera obtener— los sabemos muy bien los que frecuentamos las conversaciones filosóficas de este maestro.)

Hay vivencias características, en las que reside ese privilegiado aparecerse, descubrirse, el Ser como totalidad. Por ejemplo, el tedio. Pero no el tedio corriente que sentimos ante un espectáculo, una ociosidad o una dedicación cualesquiera. No. Aludimos al tedio angustioso, esa indiferencia absoluta que se fragua en las profundidades abismales de la Vida, y que nos sumerge en las cosas entre pertinaces nieblas. Ese tedio angustioso revela al Ser en tanto totalidad. Y nos deja en medio de él de un modo indudable. Constituyendo a la par el acontecer fundamental de nuestra Vida. Y veamos qué relación tienen estas vivencias —que se pueden denominar metafísicas— con nuestro problema de la Nada. Menos que nunca, frente a ellas, autorizaremos a la Nada como negación de esa totalidad revelada, obtenida. Más bien se nos ocurre preguntar si no tienen lugar en la Vida procesos análogos de los que pudiese brotar la Nada. Vivencias metafísicas del mismo rango y eficacia. Parece que sí son posibles, y tienen lugar —aunque muy rarísimas veces— en los momentos supremos del espanto, de la angustia aterrorizada o pánico cósmico. No nos referimos, claro, a los corrientes procesos de ansiedad, desasosiego, etc., que obedecen a un sencillo mostrarse pusilánime ante algo. Y también se trata de muy otra cosa que de un complejo de temores. La angustia es, sí, como el temor, angustia de algo, pero no de esto o aquello. Aparece aquí una imposibilidad esencial de ser determinable. La angustia se hace acompañar de una aureola lúgubre y siniestra. No podríamos decir por qué esos adjetivos corresponden a la angustia. Hay quizás también una delimitación del Ser como totalidad, que nos sobrecoge y oprime en la angustia. Die Angst offenbart das Nichts. Quedamos suspensos ante la huida de la totalidad. Con esto se enlaza que nosotros mismos nos refugiemos en medio del Ser. Sólo la pura Dasein recoge el palpitar de la angustia. La angustia no tolera el lenguaje, pues el Ser, como totalidad, estrecha a la Nada, y calla en presencia de todo lo que consista en decir: «es». Nos falta aún la prueba de la vivencia actual de la Nada. Pero su recuerdo inmediato está ahí, y nos autoriza a decir que aquello ante lo que y por lo que nosotros nos angustiamos era propiamente la Nada. La Nada misma. En este punto comienza para el metafísico la esencial tarea. Ha de darnos de la Nada un saber vigoroso. En cuya expresión consiste radicalmente el problema de la Metafísica. Ya veremos en las próximas notas cómo Heidegger logra la captación de este saber. La pregunta sigue siendo esta: Wie steht es um das Nichts?

 

III

 

Veíamos, pues, cómo el pánico aterrorizado, la angustia, nos descubría la Nada. Y de tan particular y privilegiada manera, que no la ponía ante nosotros como un ser. Ni nos era dada como un objeto. No debemos confundir, por tanto, a la angustia con un método aprehensor de la Nada. Es ya precioso y suficiente para nosotros que nos haga posible el referirnos a la Nada, resolviendo los conflictos de índole lógica que nos lo impedían. Pero hay más, y es que a angustia establece el hallazgo de la Nada en un mismo bloque con el Ser como totalidad; al lado, pues, del Ser. Sin exclusión del Ser. En exacta y pura convivencia. No se trata de un simple aniquilamiento del Ser con que un estado angustioso nos favorezca, con objeto de que en su lugar propio edifiquemos o reemplacemos la Nada. No podría acontecer semejante cosa, ya que la angustia es, en último extremo, debilidad frente al Ser. La angustia, como tal, es, desde luego, extraña a los actos ejecutivos que signifiquen una negación del Ser, incluso como totalidad. Sin embargo, podemos obtener de ella el proceso mismo en que la Nada dibuja ante nosotros su perfil más entrañable, lo que hay en la Nada de gravitación específica pura: el anonadamiento. En el pánico angustioso a que nos referimos tiene lugar un desplazarnos, un retroceder ante algo. No es una huida, ya que ésta se caracteriza por la no admisión de otra cosa sino de aquello de que se huye. Retroceso que no supone tampoco un hacia sí, sino que es esencialmente denegador. Si bien la denegación, el rechazar, es una vereda por la que nos deslizamos de modo inminente y radical al hundimiento decisivo del Ser como totalidad. Este ser destruido como totalidad es lo que la Nada proyecta sobre la Vida en la angustia, oponiéndola y cercándola con máximo rigor. Es, repetimos, lo que pasa a constituir la esencia de la Nada: el anonadamiento.

 

El anonadamiento —Nichtung— no es un aniquilamiento —Vernichtung— del Ser, ni él mismo procede de una negación. No hay captura del Nichtung en ninguno de estos actos. Heidegger escribe en este punto: «Das Nichts selbst Nichtet.» La Nada misma anonada. Nótese que el acto de anonadar no acontece al arbitrio de nadie, sino que incluso podría mostrársele como ejemplo de acción causal por parte de la Nada, como la trascendencia misma de la Nada frente al Ser.

Y llega ahora el momento culminante de todo nuestro esfuerzo por dar a la Nada un sentido. Resulta, de súbito, que la admisión del Ser a través de un proceso angustioso aparece capturada, hecha posible, por la Nada. Esta conduce a la Vida junto al Ser. Sólo en nombre de una primaria revelación de la Nada puede la Vida avanzar y penetrar en los territorios del Ser. Pues Vida equivale a un adentramiento, a una inmersión —Hineingehaltenheit— en la Nada. Aquí reside lo que podemos denominar la trascendencia sobre el Ser. La Nada logra así el rango de constituir la posibilidad misma de la revelación del Ser, como algo para la Vida humana. Y no es un concepto opuesto al Ser, sino que permanece fiel a la esencia del ser mismo. En forma análoga al ser del Ser acontece, en realidad, el anonadar de la Nada.

La investigación metafísica sobre la Nada que Heidegger efectúa adquiere su más firme legitimidad cuando vemos que ese objeto metafísico rechaza otras aprehensiones. La Nada no es lo que hasta aquí se ha creído de ella. Esto nos revelan los análisis que ahora hacemos, de donde brota, con inigualado vigor, todo ese conjunto de cosas que la Nada, desde luego, «no es». Cuando en uno de nuestros artículos anteriores nos afanábamos en seguir las huellas de la Nada, ya surgió ante nosotros una entidad, la negación, con unas pretensiones aclaradoras. Ibamos entonces en busca de la Nada sin tener de ella experiencia metafísica alguna. Hemos de aceptar, sin embargo, que la negación es quizá el más rotundo testimonio que expresa la gravitación de la Nada en nuestra Vida. Este hecho pertenece, sin duda, a una esencial característica del pensamiento humano. La negación se legitima y reside en un No. Pero el No es anterior a ella, y no puede identificársele a un método eficaz para la diferenciación o discriminación de lo dado. Pues ¿cómo explicar la dependencia del No a la negación, si ésta sólo puede negar en tanto es dada previamente la materia negable? (Todo formalismo categorial se deshace en este punto. Las cosas vienen provistas de categorías materiales, y ellas mismas son categorías.) Y ¿cómo lo negable, o aquello que es objeto de negación, puede ser referido a un No, siendo así que todo pensar supone un No previsto? El pensar utiliza siempre el No y está edificado sobre él. Pero el secreto umbilical del No es el anonadar de la Nada, y también la Nada misma. El No no se origina, pues, en la negación, sino, al contrario, la negación se fundamenta en el No. La Nada es, por tanto, el origen de la negación, nicht umgekehrt, no al revés. Y menos aún se equivalen y confunden. Fácil es advertir que estas cuestiones aluden al destino de la Lógica en la Filosofía, y aun a los principios mismos de esta disciplina fundamental.

Hay una latencia de la angustia que le proporciona la dimensión más profunda. No necesita ser provocada, avivada, por aconteceres extraordinarios. Está ahí siempre, suspensa sobre nosotros, dispuesta a aparecer en presencia de las más insospechada futilidad. El adentramiento de la Vida en la Nada a causa de la angustia hace a los hombres localizadores de la Nada. Es así como podemos, y no por una recta y peculiar afirmación, apoderarnos, en cierta manera, de la Nada. Esa inmersión en la Nada es justamente la superación del Ser como totalidad: la trascendencia. Nuestra pregunta sobre la Nada nos sitúa ante la Metafísica, la disciplina rectora de lo trascendente. Metafísica es la pregunta o reclamación del Ser como tal Ser y como totalidad. La pregunta acerca de la Nada pone de relieve la característica de un ir hacia el Ser. Se nos presenta, por ello, como una cuestión metafísica pura. A la vez que revela dos aspectos esenciales: todo problema metafísico comprende, en cierto modo, a la totalidad de la Metafísica. En todo problema metafísico aparece interesada centralmente la Vida, que plantea la cuestión misma. Pero veamos qué nos autoriza a decir que la pregunta acerca de la Nada abarca la totalidad de la Metafísica.

En la Metafísica de la Antigüedad, el problema de la Nada adquiría expresión en una proposición ambigua: Ex nihilo nihil fit. Es concebida, pues, la Nada en el sentido de un No-ser, como algo que se ofrece sin configuración y sin forma. La dogmática cristiana niega, sin embargo, la verdad de ese principio. La Nada es aquí «la ausencia pura y simple del Ser extradivino». Ex nihilo fit ens creatum. La Nada es lo que opone al Ser propiamente dicho el sumo ente, Dios, que es ens increatum. Las cuestiones del Ser y de la Nada no adquieren aquí pleno sentido metafísico. Permanecen vírgenes frente a la investigación. Incluso se aparta a un lado la dificultad de que si Dios crea de la Nada, debe precisamente, por ello mismo —por la Nada—, poder ser ésto y aquéllo. Pero si Dios es Dios, no puede conocer a la Nada de otro modo que excluyendo de lo Absoluto toda nulidad. Esta ojeada histórica no tiene valor alguno, y se limita a presentarnos la Nada como el concepto negador del Ser en sentido estricto.

Ahora bien: de cualquier modo que lleguemos a la consideración de la Nada como problema, su aspecto metafísico despertará en nosotros el esencial problema, aquel que vigoriza la Metafísica toda: el hallazgo del ser del Ser, Sein des Seinden. La Nada no permanece como algo indeterminado frente al Ser, sino que se manifiesta perteneciente al ser del Ser. Aquí cita Heidegger el principio hegeliano de que «Das reine Sein und das reine Nichts ist also dasselbe.» El puro Ser y la pura Nada son una y la misma cosa. Pero no porque se correspondan en algunos caracteres, como su indeterminabilidad, sino porque el Ser es y aparece sólo por la trascendencia de la Vida en la Nada.

Todavía, por otra razón, comprende la Nada la totalidad de la Metafísica. Y es que en ella reside el secreto de origen de la negación. O sea la decisión fundamental acerca del legítimo sentido de la Lógica en la Metafísica.

Considerábamos en la Nada un segundo aspecto metafísico: el de su nexo radical con nuestra Vida. ¿Hasta qué punto el problema de la Nada moviliza en remolino el eje central de nuestra Vida? Nuestra Vida caracteriza ciertamente a la ciencia, a los saberes. Y si nuestra Vida adquiere y logra relieve determinante por medio del problema acerca de la Nada, entonces es ella misma problemática, gracias a ese problema. La sencillez y precisión de la vida científica reside en que se ciñe únicamente al Ser. La Nada debe abandonar a la ciencia con majestuoso gesto superativo. Fuera de la Nada no hay posibilidad de aclarar lo que sea la vida científica. Por eso el supremo ridículo es alcanzado por la ciencia cuando ella no acepta con toda seriedad el planteamiento metafísico de la Nada. Pues sólo porque la Nada se manifiesta de algún modo puede la ciencia hacer del Ser mismo un objeto de investigación. Y sólo coexistiendo la ciencia con la Metafísica puede tener realidad el acto de presentarse los problemas. En párrafos magníficos y decisivos muestra Heidegger el origen y la significación del «porqué». O sea el primer fundamento de la investigación científica. Y sólo porque nosotros podemos preguntar y fundamentar está entregado a los investigadores el destino de nuestra existencia.

Reside en la esencia de la Vida un ir hacia o sobre el Ser. Este ir hacia el Ser es la Metafísica misma. De aquí que la Metafísica pertenezca a la naturaleza del hombre. Y no sea, por tanto, ni el secreto que pueda descubrir una filosofía, ni tampoco un recinto abierto a la arbitrariedad. Véase, pues, cómo se independiza la Metafísica de todo artificio sistemático y se encarama a un rango peculiar, extraño a toda clase de recursos de índole fragmentaria. La sombra de Scheler y sus esquemas para una nueva Antropología filosófica podía proporcionarnos aquí amplias perspectivas. Incluso debe y puede modificarse la frase clásica de que el hombre es un animal racional por la más auténtica de que es un animal metafísico.

La verdad de la Metafísica tiene en las próximas inmediaciones, en sus cercanías, el reino de los más profundos errores. La legitimidad teorética de la Metafísica —su seriedad misma como bloque de saberes— es de más amplio radio que el rigor de las ciencias. Hasta el carácter de la Metafísica, permitiéndole justificar la idea misma de la ciencia, la distingue de ese otro orden de problemas que llamamos Filosofía, incapacitada ésta —según es notorio— para un gesto análogo frente a la ciencia.

 

Nota final

Comprendemos las dificultades con que habrá tropezado el lector que haya tenido el raro interés de seguir conmigo estos artículos. Si fuésemos capaces, en este punto de alguna alusión chistosa, diríamos que la imposibilidad trágica de comprender le otorgaría como premio la vivencia angustiosa y metafísica que se requería. La forma con que Heidegger aborda el problema de la Nada y sitúa el carácter de la Metafísica es cosa a la que no dudaremos en adscribir una originalidad radicalísima. El recuerdo de Hegel es constante, sin embargo, a través de todas las incidencias y de todos los virajes tensos. En especial cuando Heidegger acude a una cita de Hegel y en ella hace hincapié de certeza. Pero Hegel permanece siempre en un sector conceptual. No hay en sus forcejeos lógicos concesión alguna a ese género de vivencias que sirven a Heidegger para edificar todo el edificio. Si bien no es discreto lanzarse a fáciles y prematuras acusaciones. En esta hora misma, Heidegger trabaja con ardor en problemas ontológicos que comprenden estas dificultades. El ejemplo de esta ruta breve y sustanciosa a través de una gradación teorética sobre las diversas altitudes de la Metafísica, la Filosofía y la Ciencia es de una magnitud incomparable.

 

Ramiro Ledesma Ramos

Este trabajo fue publicado inicialmente en tres entregas por la revista quincenal La Gaceta Literaria, concretamente en los números 75 (1-Febrero-1930), 76 (15-Febrero-1930) y 79 (1-Abril-1930).