No hay sino dos aromas que impregnen de interés a los objetos —interés, claro, para un ser capaz de preferencias—: aquello que es semejante a nosotros, pero no idéntico —lo que llamaríamos paralelismo y dirección estricta—, o, bien, aquello que es idéntico a nosotros, pero justamente lo contrario. Este último el más eficaz, en presencia del que fracasa todo subterfugio. Para eludir el primero basta volver la mirada hacia el punto cardinal opuesto al que se identifica con nuestra paralela deleznable. Si cerramos los ojos ante el segundo objeto, chocamos con él. Hablamos de objetos que nos interesan de alguna manera, y, por ello, no queda excluido el caso en que interesan tan sólo para huir de ellos. Así, hacemos la más urgente fenomenología de ambas especies de interés, considerando su rasgo más diferencial: el que nos ofrecen cuando los dos tienen más de análogo: el de producirnos el interés de que desaparezcan. (No sé si resultará esto fácilmente inteligible; pero escribiendo sobre Gracián, en honor y honra suya, toda susceptibilidad de esta índole carece de sentido. Quizá tarde en presentársenos una tan grata ocasión de convivio conceptista.)

Pues bien: el gesto del atrabiliario Schopenhauer, fijando sus recias pupilas en los libros, hechos y dichos de Gracián, es una realización cumplida y exacta del segundo aroma, interés o preferencia por las cosas y personas, que denunciamos en las alambicadas líneas anteriores. Gracián es, para Schopenhauer, su idéntico mismo, a la vez que su idéntico contrario. La posible paradoja de esta frase reside en que no es paradójica, precisamente cuando su significado ideal —su objeto— está reclamando paradojismo.

Schopenhauer tradujo al alemán, en bella prosa, la prosa difícil y tenaz del Oráculo. A través de los discos y abstrusidades esquemáticas en que Gracián —director de la vanguardia conceptista— envolvió su pensamiento, Schopenhauer desentraña con magnífica habilidad todas las excelencias, poniendo a prueba su afición a Gracián, como un tributo varonil a las esquiveces desfloradas.

Hay un momento en la historia universal de las ideas —y aquí idea equivale a palpitación valiosa— en que todos los espíritus se aluden. Se encuentran a la misma luna. En que son guiados por preocupaciones, en cierto modo, fraternales. Por lo menos, inevitables analogías de gesto, de estilo. Uno de estos momentos se realiza en el siglo XVII. En el siglo de nuestro Gracián. Siglo áspero, sin aspereza, en que todas las posibilidades históricas se ofrecían al revés. Y, lo peor de todo, en que la conciencia registraba fielmente, con toda crueldad, la verdadera composición química del aire. Aire con la única impureza de ser aire puro. En esa hora, unos pueblos veían desaparecer, perderse, las magnas opulencias del gran Renacimiento. Otros pueblos —los que no lo habían gustado, sino combatido— añoraban igualmente la única salvación que hubiera podido redimirlos: la de rectificar y hundirse y embriagarse con los demás en aquella gran cosa que fue el gran Renacimiento.

En el siglo XVII, el pensador español —español y jesuita— Gracián, aragonés de alcurnia y de penuria, es aquí la voz universal del pesimismo. El pesimismo del siglo XVII, ante cuyas narices habíanse cerrado, en un fatal descuido, unas puertas hechas con las tablas de la ley de los diez máximos valores. Es lo que conduce al gran artista Poussin a ensombrecer sus bacanales. Momento histórico sin sal ni venas tensas. Desvitalizado y mediocre. Con una sola excepción: la Matemática. Gracián envuelve en el mayor número posible de caparazones las agudezas que su ingenio logra extraer de la universal bellaquería. Su mundo es un mundo de relevo, de segunda potencia. Es la enseñanza de las máximas. Las máximas se nutren del fracaso de los apuros vitales para los que precisamente tendrían ellas eficacia. Por eso, los grandes hombres que se han complacido en bruñir máximas han resultado unos grandes ironistas, con ironía suficiente para alzarse contra toda lamentación y todo lagrimeo. Son seres con sensibilidad tan sólo para aquello que se va, que es, por esencia, decadente y triste. Pero su salvación es la máxima, la moraleja inmoral e ilegítima, que les permita edificar un mundo nuevo. Es algo de lo que le ocurre con la greguería a nuestro genial Ramón Gómez de la Serna.

Pues bien: Schopenhauer realizó el hallazgo de Gracián, advirtiendo en él al hombre ingenuo —e ingenioso— que quiere superar el pesimismo. Schopenhauer, aquí, en la misma dirección exactamente, regresaba. Su pesimismo era de una especial calidad, era un pesimismo metafísico, elaborado a base de todos los recursos. Sin tentar su radical superación. Cuando, con auxilio de la Metafísica —que es el auxilio más eficaz por su ineficacia—, realizamos algo, este algo es ya perenne metafísicamente, que es el grado de perennidad de duración más auténtica. Duración que no admite mediciones sino cuando la unidad extensa es una vida.

Schopenhauer salía, regresaba de un lugar análogo a aquel en que Gracián pugnó siempre por entrar. Lo que para Gracián pudo ser una atmósfera de Renacimiento, para Schopenhauer fue, con toda la integridad, la filosofía kantiana. Antes de los treinta años, Schopenhauer, con su más famoso libro El mundo como voluntad y representación, estiró tanto una de las varias posibles derivaciones de Kant, que su lazo umbical quedó roto. En forma de una filosofía tosca y deleznable. Imposibilitado y pesimista. Una de sus cosas posteriores fue traducir, como dijimos, un libro de Gracián, servicio bien hecho, que deben agradecerle los españoles.

 

Ramiro Ledesma Ramos

(Heraldo de Aragón, 1 - Enero - 1930)