Ya están a suficiente distancia de años aquellas escuelas neokantianas que a fines del siglo XIX impusieron al caos filosófico de Europa el rigor y la disciplina de la mejor tradición del idealismo. Todavía hoy, el viejo Rickert, único superviviente de entonces, somete en Heidelberg a precisión y fidelidad a los últimos discípulos, que han de ser, en estos años de turbulencia para esa filosofía, los guardadores de la ortodoxia trascendental. Uno de estos discípulos es Augusto Faust. Ha publicado últimamente un pequeño libro acerca de Rickert (1), que nos va a dar ocasión para estas rápidas notas sobre la filosofía contemporánea. Pues se trata de un libro polémico, cuya finalidad es mostrar las insuficiencias radicales de que adolece la fenomenología de Husserl. Aventura muy interesante, porque se realiza al amparo de Rickert, en nombre de su sistemática de los valores, y puede contribuir a que de una manera decisiva queden aclaradas esas dificultades que se denuncian.

El movimiento neokantiano de Baden entregó sus destinos a la posibilidad de una Filosofía de la Cultura. En los propósitos de Windelband y de Rickert residía el deseo de conferir al Logos un área de validez mucho más extensa que la que Kant le había impuesto en la Crítica. Pues no existía objetividad, para Kant, sino en el conocimiento de la Naturaleza, mundo único donde alcanzaban sentido las categorías. Nació contra esta limitación el orbe de las ciencias culturales y el descubrimiento de una esfera de los valores sobre los que asienta Rickert las bases de un nuevo sistema trascendental, una filosofía de los valores, sin duda la más valiosa aportación ideológica que las escuelas neokantianas han hecho a nuestro siglo. En Marburgo —Cohen, Natorp— quedaron en seguida acotados tres sectores ya tradicionales de la filosofía —Denken, Wollen y Fühlen—, con sus disciplinas correspondientes, Lógica, Ética y Estética, en cuya especulación lo recursos idealistas de Kant adquirieron amplísimo y exagerado carácter. En forma de un logicismo imperial.

El primer choque de Rickert fue contra el hegelianismo. La Filosofía de la Historia, de Hegel, admite tan sólo un protagonista, la Idea, que es el único elemento superhistórico que puede legitimar y conferir sentido a la Historia. Pero Rickert introduce esas nuevas entidades que son los valores, y desplaza así aquella unidad hegeliana que aparecía en la Historia como una embajadora o representante de lo Absoluto. Rickert ha permanecido siempre fiel a las líneas esenciales que Kant descubrió en la objetividad. La quaestio juris kantiana preside todo ese conglomerado de los valores, que nacen para hacer posible una amplificación del Logos. Entendemos las cosas porque sobre ellas hay un mundo de valores, trascendente a las cosas mismas, y que se nos ofrece como verdadera finalidad de ciertos actos de juicio. Sobre la esfera del ser hay la esfera del valor. El ser es posible mediante la conciencia trascendental, pero la rigurosa objetividad reside en la trascendencia de los valores, que, a su vez, la otorga a las cosas y a mi saber sobre ellas. El mundo de los valores es irreal, puramente abstracto. Las ideas de Platón serían valores si Platón, en vez de carácter ontológico, hubiera intuído para ellas una mera existencia axiológica. Si en todos los juicios objetivos hay un cierto contenido de irrealidad —idealidad, mejor—, esto sólo puede comprenderse como referencia a valores. En Rickert, el sujeto, en forma de conciencia trascendental, posee un rango altísimo, y, si nos fijamos un poco, vemos cómo, a más del mundo del ser, que él legitima y explica, el mundo de los valores es realmente una exigencia del sujeto. Lo trascendente es, para Rickert, lo tras-subjetivo. No podemos hablar de sentido objetivo de los valores sino como sentido trascendente. Así, el contenido de esas objetivaciones no son determinables por el sujeto. Un objeto es teorético cuando es inmediato para mi posible conocimiento de él. La lógica pura se ocupa de valores teoréticos. Éstos constituyen las formas del sentido trascendente —tras-subjetivo— del juicio, y «son válidos porque, al mismo tiempo, son las formas de los objetos trascendentes» (2).

La raíz de los valores, de Rickert, es el Sollen, de Kant. Lo tras-subjetivo no es un ser, pues sólo hay ser en la conciencia trascendental, sino un deber ser. «El acto del juicio capta el valor en la forma de un Sollen», escribe el joven Rotter en su magnífica tesis doctoral que hemos citado. La objetividad de la ciencia se fundamenta en la objetividad de los valores, a cuyo servicio está el entendimiento en su instancia más pura.

La filosofía es, pues, un sistema para el conocimiento del mundo inteligible. Este es el territorio en que son trascendentes los valores. Así, en uno de los más recientes trabajos del viejo Rickert, insiste en esa necesidad teorética de referencia a los valores. Para un conocimiento del mundo inteligible, escribe, debemos concebir las «Formen der gegenstandlichen Sinngebilde überall als Wertrormen» (3).

Hemos hablado antes de cómo el rasgo principal de la escuela de Baden es una amplificación de la esfera de validez del Logos. Representada por cierto afán de una filosofía de la Cultura. No es azar, por tanto, que el más fino de los filósofos que han roto las limitaciones críticas del kantismo en estos años, Emil Lask, sea un discípulo de Rickert. El más fino, hemos dicho, porque realizó sus intentos en el interior mismo de la Crítica, en una tarea de reelaboración genial que nadie ha igualado. Cuando Lask pregunta si no es también posible un saber de las categorías, si éstas no se presentan ante mí en cierta manera dadas, origina el quebranto esencial del formalismo apriórico. (En Rickert, la forma es todavía una valoración teorética, la más general, «cuyo contenido escapa al acto del juicio») (4). Y del menudo racionalismo kantiano, que, aun tan débil como era, significaba un obstáculo para el hambre de objetividad que caracteriza a nuestros días. La síntesis categorial no transforma ni crea nada. Cuando una forma categorial reviste a un material cualquiera, éste bleibt was er war, es ändert sich nicht seinem Gehalt und Wesen nach (permanece idéntico, no cambia ni su contenido ni su esencia) (5). Hay irreductibilidad frente a la forma. Pero nótese: Esto no supone una reducción del Logos. Por el contrario, se amplifica su zona de vigencia, y hay en él eficacia para diferenciar y estructurar el mundo mismo de la forma, proyectando sobre ella la misma claridad de sentido que sobre lo material. De un lado, se afirma la irracionalidad de todo contenido; pero, de otro, se afirma igualmente un contenido ilimitado del Logos. Emil Lask es aún más objetivista que los fenomenólogos, y lo que éstos han hecho con el a priori —independizarlo del sujeto—, él lo verifica tanto con lo formal como con lo material. Su unión y síntesis se produce sin intervención del sujeto. Emil Lask es el único de los filósofos de Baden que trató el problema de lo irracional, estableciendo una sutil teoría sobre los tres peldaños o estadios de la irracionalidad, construída con un vigor sistemático admirable (6). Lask es, sobre todo, un síntoma de los nuevos tiempos, y su objetivismo radical le acerca a la fenomenología de Husserl (7). Sobre ésta arrecian ahora los discípulos de Rickert, y el libro de Augusto Faust, que citamos al principio, lo expresa así, con simpática petulancia. Nos parece interesante exponer qué clase de dificultades se denuncian en la fenomenología, porque es evidente que el sistema de Rickert tiene autoridad para hacerlas, y es quizás el más adecuado para aventuras de esa índole.

La fenomenología significa, desde luego, un esfuerzo por adentrarse en los recintos primarios del pensamiento y capturar su relación con los actos vitales mismos. Tanto es así, que hay que preguntar si esas bases intuitivas, descubiertas con tanta firmeza en los análisis, no aparecen ya desligadas de toda validez y utilidad para la filosofía. No se llega a advertir, por más esfuerzos que se hagan, cómo va a verificarse en la fenomenología el tránsito del intuir al conocer, pues las intuiciones —incluso las intuiciones de esencias— que considera se presentan a nosotros desprovistas de toda ayuda conceptual que las haga válidas para la función del conocimiento. Así se explica que no haya sido escrita por ningún fenomenólogo una verdadera fenomenología del conocimiento, y, en cambio, la haya expuesto con gran brillantez Nicolás Hartmann, a quien no oprimían naturalmente fidelidades de escuela. Ahora bien: esta dificultad proviene de la índole asistemática de la fenomenología. Esta atribución, ese sentido conceptual con que han de ir enlazadas las intuiciones, es cosa que no puede legitimarse sino dentro de un sistema.

Pero acontece también que ese detalle es imprescindible para movernos con cierta soltura en el área de la filosofía. Pues ¿qué cosas se presentan ante mí con derecho a que yo vea en ellas una significación filosófica? El fenomenólogo se encuentra, por tanto, con que no sabe con precisión cuáles son sus objetos. Claro que puede decirnos que sus objetos son los fenómenos. ¿Y qué son los fenómenos? Nada tienen que ver con los que se consideran en los sistemas idealistas tradicionales. Heidegger, con su estilo escultórico, va a decírnoslo. «Fenómeno es lo Sich-an-ihm-selbst-Zeigende». Lo «que se hace patente por sí mismo», que podemos escribir en español. (La posibilidad de estas presentaciones patentes es la característica del Logos fenomenológico.) Pero ninguna diferencia notable advertimos entre este fenómeno —que es ni más ni menos un Tatsache, un hecho— y el fait, el factum, que consideraba Augusto Comte. La fenomenología queda, pues, una mera quaestio facti. Pero es el caso que Heidegger, sin renunciar a esta existencia puramente fáctica, edifica una ontología, y le vemos hoy en camino de estructurar también una metafísica. Los positivistas del siglo XIX renunciaban a afanes así, y eran, en este aspecto, más honrados y fieles.

Ahora bien: la fenomenología descubre una objetividad, que ella planta ante nosotros, y no le interesa mucho que cumpla los requisitos tradicionales. Heidegger establece, como máximo del buen fenomenólogo, el grito de zu den Sachen selbst! ¡A las cosas mismas! Y lo que indigna a los discípulos de Rickert es que atribuyan a las determinaciones fenomenológicas carácter aun más firme que el que corresponde a los resultados de la filosofía trascendental. «Todo establecimiento de hechos se basa, sin duda, en una conceptuación» (8). He aquí la buena doctrina, que la fenomenología olvida a cada paso. ¿Cómo se legitiman los fenómenos? ¿Cómo establecemos los hechos? Husserl distingue entre hechos y esencias. Los primeros tienen una realidad espacio-temporal. Las segundas son independientes de ella. Pero esta diferencia es sólo terminológica. Tiene lugar en territorios meramente fácticos. (En el sentido que confiere Kant al factum.) Aun considera Husserl dos clases de esencias: una, formal o categorial; otra, material, y ambas aprióricas, como dijimos. Son nada menos que las verdaderas condiciones a priori para la posibilidad de la experiencia. La distinción entre ambas clases de esencias la hace Husserl con recursos que salen por completo de la fenomenología. Acudiendo violentamente al modo conceptual, como en otras filosofías, se distinguen el contenido y la forma. La unidad sintética, que adquiere tan redondo sentido en una lógica trascendental —en Kant, con la unidad de la apercepción; en Fichte, con el Yo absoluto; en Rickert, con el Sujeto puro—, es, sin embargo, para Husserl de fundamentación difícil, y bien poco consigue a base de una conciencia del «tiempo fenomenológico».

Asimismo, en la consideración de esencias materiales, ¿qué criterio existe para afirmar esto como esencial y dejar a un lado aquello como inesencial? ¿Cuál es el sentido de la intuición de esencias? Parece que los fenomenólogos se sirven de obtenciones conceptuales, realizadas en otro orden de saberes, y las utilizan como impudicia. ¿Es posible mi intuición esencial de un gato, sin conocimientos zoológicos, por rudimentarios e ingenuos que sean? ¿Cómo contesto sino a la pregunta de si un gato sin cola es todavía un gato? Las dificultades se elevan en otra esfera de cuestiones; por ejemplo, las que corresponden a la metafísica. Heidegger intenta vencer estos escollos con el mayor ímpetu. Pero ¿lo consigue? Cuando situamos ante nosotros objetos metafísicos (por ejemplo, el problema de la existencia de Dios), es muy difícil que no estemos ya provistos de ciertos saberes que nos proporcionan otras disciplinas. En este caso, de conocimientos psicológicos o teológicos. Husserl dirá: es que las ciencias eidéticas —que tratan de esencias— comprenden a los resultados de las ciencias empíricas. Estas dependen de aquéllas, las cuales se construyen fuera de todo influjo de la realidad. (Recuérdese la reducción fenomenológica.) La objeción aquí es bien sencilla. Con igual derecho puedo yo decir lo contrario. Y, sobre todo, no puede concebirse, por lo menos, la falta de una recíproca dependencia —que niega Husserl— entre ambas clases de ciencias. En particular, estas dificultades resaltan en los objetos geográficos e históricos. Veremos por qué:

La singularidad eidética consiste, según Husserl, en que no es preciso, para su determinación, localizarla en el tiempo y en el espacio. Vamos a ver, sin embargo, cómo las esencias se supeditan a esas determinaciones. Mi intuición esencial de los Pirineos, ¿queda intacta si éstos son trasladados al Perú ? Los Pirineos en el Perú, ¿son esencialmente los Pirineos? Indudablemente, que no. De otro lado, ¿mi saber eidético de Prim tolera que lo considere un personaje del siglo XV? El Prim del siglo XV, dado caso de que sea un ente posible, ¿es el Prim que hizo la revolución del 68?

Es que no hay determinaciones ni saberes si prescindimos de la definición. En su tesis doctoral expone ya Rickert cómo la definición es sólo posible mediante un juicio sintético. Así, la definición queda fuera de la fenomenología. Pues esa síntesis ha de consistir en un momento intuitivo y otro inintuitivo que pertenece al concepto. Sólo así llegaremos, en rigor, a una definición. Rickert se aplica por esto a la delimitación de los «contenidos de significación inteligible» que ofrecer a las intuiciones, fiel a las dos frases kantianas de la Crítica: «Pensamientos sin contenido son algo vacío; intuiciones sin conceptos son ciegas» (9). Acontece, pues, que las cosas mismas sobre las que quiere lanzarse Heidegger no tienen nada de objetos; son, como dice Rickert, meras situaciones, blosse Zustande, que son, desde luego, intuibles, pero no objetos de conocimiento.

Si resumimos, se puede advertir que la escuela de Rickert lucha, de una parte, contra el excesivo sistematismo de Hegel y, de otra, contra la falta de sistema de los fenomenólogos. En rigor, las críticas anteriores contra la fenomenología son impropias, porque todas desembocan en resaltar su Sistemlosigkeit. Su falta de sistema. Las dificultades que se denuncian están muy archirresueltas en la filosofía trascendental, a costa de limitaciones que los fenomenólogos no respetan. No obstante, yo mismo haría a éstos una débil observación que desde mi contacto primero con la fenomenología se me ocurre: hay cosas de suyo inintuibles (por ejemplo, dentro de la Física, las fuerzas magnéticas): ¿qué hace el fenomenólogo frente a ellas?

Por lo demás, creo que un fenomenólogo haría frente eficaz a las críticas rickertianas con bien poco esfuerzo; le sería suficiente aclarar a estos discípulos qué es la intuición fenomenológica —que no debe ser confundida con la percepción, ni en lo más remoto—, y también explicar cómo lo dado en la intuición esencial, esto es, los objetos eidéticos, son precisamente objetos. Alguna cosa que es en sí misma dada. Y, asimismo, cómo la posibilidad de una intuición de esencias y la de una intuición individual se corresponden.

 

Ramiro Ledesma Ramos

 

Notas

(1) August Faust: Rickert und seine Stellung inerhalb der Deutsehen Philosophie der Gegenwart, Tübingen, 1927.

(2) F. Rotter: Die Erkenntnistheorie der Wertphilosophie, Landan-Queichheim, 1927, pág. 21.

(3) H. Rickert: Die Erkenntnis der inteligibeln Welt und das Problem der Metaphysik. En Logos, 1929, pág. 69.

(4) H. Rickert: Der Gegenstand der Erkenntnis, 5.ª edición, 1921, página 236.

(5) Emil Lask: Logik der Philosophie, Tübingen, 1911, pág. 73.

(6) Vease F. Kreis: Zu Lasks Logik der Philosophie, Logos, Band X, pág. 227.

(7) Para advertir mejor la oposición de Lask a Kant en su modo de considerar las categorías, recuérdese que, para Kant, las categorías sólo pueden ser pensadas, nunca conocidas, pues esta operación de conocer no es posible sin intuiciones.

(8) A. Faust: Obra citada, pág. 28.

(9) Kant: Kritik der reinen Vernunft. Bibl. Reclam, edición Kehrbach, pág. 77.

 

(Revista de Occidente, n. 82, Abril de 1930)