En los últimos quince años se han escrito con cierta frecuencia libros muy interesantes de psicología. Todos ellos coinciden en restringir su atención a sectores particulares, sin abordar el problema central que permitiese una elaboración sistemática de esta ciencia. Y ese carácter de las publicaciones de índole psicológica no reside sólo en aquellas que son fruto de esfuerzos más o menos aislados, o procedentes de la filosofía, sino que alcanza también al carácter mismo de la problemática que presentan las más famosas escuelas de psicología. Así, el núcleo de los psicólogos de la figura —Gestalttheorie—, hoy detenidos casi radicalmente en sus afanes de estructuración total, aunque en pleno triunfo sus concepciones sobre la condición figurativa y apriórica de las vivencias. Así, la escuela de los eidéticos, núcleo que trabaja en Marburgo desde hace más de veinte años, bajo la dirección de E. Jaensch, confinado en una mera cuestión de prehistoria de las percepciones. Pero la idea central, el secreto del fenómeno de conciencia, cuyo planteamiento llevaría consigo todas las investigaciones en pos de metas únicas, no aparece a través de estos libros magníficos que se publican.
Uno de ellos es el de David Katz, sobre las sensaciones táctiles (1). Nuestra vida psíquica está, al parecer, repleta de sentidos postergados. A más de otros propósitos, que indicaremos luego, el libro de Katz responde al inmediato afán de reivindicar para las sensaciones táctiles un lugar de primacía en el mundo psíquico. Por esto posee, a veces, un tono seriamente divertido. Resulta que los principios de más alto rango que intervienen en la elaboración de una teoría del conocimiento tienen una directa conexión con modestas vivencias del mundo táctil. Más aun que por medio de los sentidos llamados superiores —vista, oído—, adquirimos las ideas fundamentales que maneja la filosofía por sensaciones táctiles, lo que está de acuerdo con el hecho comprobable de que en los idiomas cultos, los vocablos con que se expresan las funciones supremas del conocimiento proceden, etimológicamente, de términos que aluden a una determinada acción de la mano. Veamos, por ejemplo, en latín: perispere y comprehendere se refieren al coger con la mano; oblivisci (olvidar), que se deriva de oblinere, borrar, naturalmente, un acto de la mano. Y, sobre todo, el caso decisivo: ¿no se confiere más firme carácter de objetividad al manifestus (palpable, manifiesto) que al término obtenido del sentido visual, videre (parecer)?
El estudio de las sensaciones táctiles conduce a Katz, tanto a considerar los fenómenos propiamente psíquicos como a la discriminación de una esfera material nueva, a la denuncia de una magnífico sector de una teoría de los objetos. En nada aparece con tanta decisión el influjo kantiano sobre la ciencia y la filosofía actuales como en ese acatamiento, en esa aceptación, por parte nuestra, de una teoría de los objetos (2). Los problemas mínimos encierran muchas veces la clave sobre que descansan construcciones de gran estilo. Qué sea realmente un objeto, en la esfera de la investigación psicológica, no lo sabemos todavía en forma precisa y clara. Pueden contribuir a que ello cese descubrimientos parciales de esta índole. (Muy claro ha visto ya Reininger (3) cómo los fenómenos de conciencia son, a la vez, representación y vivencia: lo uno, por su contenido; lo otro, por el modo de ser dado ese contenido.)
En el campo visual encontramos que existe una materia cromática, invistiendo a las cosas, que el ojo captura y asume. De análoga manera, sería legítimo el hallazgo de unas peculiaridades táctiles, insitas en las cosas, a las que otorgaría realidad y sentido una intervención dérmica. Las investigaciones de Katz reconocen todas un origen experimental. Con hábil ingenio y muy pocos y sencillos aparatos, el psicólogo ha efectuado una gran profusión de experiencias, en las que funda luego las conclusiones de orden teorético. Según era de presumir, Katz adopta en su libro los métodos más recientes y se enlaza con la problemática de última hora. Así, los resultados poseen el vigor necesario para manifestarse en relación con los esfuerzos filosóficos que caracterizan este siglo. Su libro, repetimos, es de origen experimental. Sin embargo, la descripción fenomenológica desplaza las posibles perturbaciones de interpretación. Desde hace cuarenta o cincuenta años, un prejuicio psicofisiológico imperaba en todos los hallazgos de la psicología. La fidelidad a este prejuicio era exigida rigurosamente. Las consecuencias de ello son esas pobres e inarticuladas investigaciones psicológicas a base de nervios, células, cortezas cerebrales y otras cosas del mismo estilo. En todo caso, ¿qué tendría que ver esto con la psicología? He aquí el libro de Katz, donde con todo rigor experimental se estudian las sensaciones táctiles, sin creerse obligado a exponernos un tinglado anatómico sobre células nerviosas de la piel, corpúsculos de Meissner, Pacini, etc. La descripción fenomenológica lo evita felizmente, y su valor resiste todo género de dudas. Asimismo, Katz utiliza a cada momento los trabajos de los psicólogos de la figura, que son hoy imprescindibles en este orden de estudios.
Las sensaciones táctiles interfieren con frecuencia con otras de análoga localización. Tales las de presión, resistencia, temperatura, etc., que, por cierto, suelen contribuir a redondear la impresión táctil. Examinemos cómo participa la temperatura en este orden de fenómenos. Si se coloca a varios cuerpos —un trozo de metal, de madera, etc.— en un recinto a temperatura fija, la ley de equilibrio térmico indica que esos objetos llegarán lógicamente a tener la misma temperatura. Es sabido, sin embargo, que, al contacto de nuestros dedos, nos proporcionan sensaciones diferentes de calor o frío. El metal nos parece más frío que la madera, y ésta más que un paño de lana. No es posible, por tanto, creer que lo que percibimos, al tocar esos objetos, sea su temperatura. Una pura explicación física de este fenómeno alude a la mayor o menor conductibilidad de los objetos, que provocaría en el dedo un enfriamiento por abandono calórico. Ahora bien: no está libre de dificultades una explicación así. Pues aparte de que ya es algo absurdo que un estado térmico de nuestra piel sea referido a un objeto exterior, el hecho de que los diferentes cuerpos no nos ofrezcan todos —a temperatura, claro, inferior a 37°— una impresión de frialdad, aunque fuera de distinto grado, resulta inexplicable. La lana, por ejemplo, se nos aparece como positivamente caliente. En teoría, cuando la lana estuviese a la temperatura de nuestro cuerpo, no podría existir intercambio calórico. Katz trata de resolver estas dificultades. Diversas experiencias le permiten establecer un principio de invariancia térmica. Según éste, los distintos objetos forman una serie fija, que permanece válida para otras temperaturas-ambiente. Katz hizo experimentos desde —3° hasta +26°. ¿No cabe hablar de «figuras térmicas» específicas que residen en los cuerpos, habilitadas por órganos táctiles? Si las experiencias se verifican a temperaturas superiores a la de nuestro cuerpo, acontece un hecho curioso, y es que la serie formada antes se ordena en sentido rigurosamente inverso.
Las operaciones táctiles demuestran asimismo la colaboración de otro orden de sensaciones, las llamadas de vibración (4). La vida de los sordomudos proporciona argumentos sobrados para intentar un estudio de ellas. Cómo estos hombres llegan al conocimiento de ciertas enseñanzas, recibe explicación satisfactoria con la admisión de las vibraciones capturadas por vía táctil. El caso Sutermeister logrando vivencias musicales perfectas, a pesar de su sordomudez, cuyo origen son sensaciones de vibración que partían, al parecer, del tórax. Algunos fenómenos que antes bordeaban lo maravilloso adquieren, con este nuevo mundo vibrátil, pleno sentido. Vista la independencia de estas sensaciones con las acústicas, puede igualmente comprobarse que son también independientes de las de presión. La forma ondulatoria del estímulo es lo único que tienen de común con las primeras. De las segundas se diferencian totalmente. Si hacemos vibrar un diapasón dentro del agua, se suscitan sensaciones de vibración en el dedo sumergido, siempre que no esté a mucha distancia. Acontece lo mismo en el mercurio, que, según Meissner, no despierta sensaciones de presión por debajo de la superficie. Podría hablarse de una duplicidad en el sentido del tacto. De un lado, la presión como sentido próximo. De otro, el de la vibración como sentido lejano. Tan legítimo es, pues, hablar de un mundo sonoro como de uno vibrante. La intervención del sentido vibrátil en la percepción de ciertas propiedades parece evidente. Si golpeo con la uña, habiéndome tapado previamente los oídos, un material cualquiera, advierto si es elástico o inelástico, duro o blando. Ello obedece al impulso vibratorio. Este es el que nos da también noticia del suelo que pisamos o que tocamos con la punta del bastón, etc.
Parece que los recursos humanos, en cuanto a la variedad de especies de vivencias, son infinitos. Relacionados con fines prácticos e impulsados por vía artificial, serían doblemente infinitos. Es inagotable el descubrimiento de posibilidades de índole psíquica. Entre los Warramunga —pueblos de Australia— existe la costumbre de prohibir a las viudas el uso de la palabra durante los doce meses siguientes a la muerte de su marido. En este tiempo se comunican con los demás por medio de gestos. Pues bien: cuando termina la prohibición, muchas de ellas prefieren continuar expresándose por gestos a utilizar el lenguaje. ¿Qué valores serán esos a que permanecen fieles, despreciando el uso de la palabra?
Ramiro Ledesma Ramos
Notas
(1) D. Katz: El mundo de las sensaciones táctiles. Traducción española de Manuel G. Morente, editado en la Revista de Occidente, Madrid, 1930.
(2) Espero explicar debidamente esta característica del pensamiento actual en un largo estudio que preparo sobre «La tesis copernicana de Kant y el sentido actual del a priori».
(3) Robert Reininger: Das psycho-physiche Problem, 2.ª edición. Viena, 1930, pág. 68.
(4) La importancia de los trabajos de Katz, tanto en el descubrimiento y diferenciación de estas sensaciones de vibración como en sus estudios sobre el mundo táctil y el de los colores, para una nueva teoría de la percepción, ha sido proclamada por Max Scheler. Véase su gigantesco libro Die Wissenformen und die Gesellschaft, 1926, págs. 330 y 356.
(Revista de Occidente, n. 84, Junio de 1930)