Auxilios fenomenológicos

La filosofía de Hartmann es auténtica de este siglo. Era inevitable, para el pensamiento filosófico, tender a esos problemas que él plantea, y decidirse con la rotundidad que él lo hace a herir en lo más vivo esas tres o cuatro grandes dificultades que anarquizaban la vida filosófica. Hartmann amplía de manera prodigiosa los territorios clásicamente habilitados para la filosofía. Y somete a disciplina de sistema uno de los atisbos más felices de la filosofía actual: el análisis fenomenológico. Atisbo que por sí solo, abandonado a sus propios medios, recluido en su esfera peculiar y confiriéndole una íntegra capacidad activadora, hubiera resultado poco menos que invalioso para tareas filosóficas de graduación alta. Nicolai Hartmann fue uno de los primeros en darse cuenta de que la fenomenología de Husserl era un hallazgo primordial, con cuyo auxilio podía ya intentarse una reforma radicalísima en el orbe de la filosofía. Así, en uno de sus libros capitales —Grundzüge einer Metaphysik der Erkenntnis—, publicado en 1921, estudia el problema del conocimiento basándose en el análisis fenomenológico y obteniendo conclusiones que suponen una completa transmutación de toda la problemática hasta aquí considerada. La fenomenología, por lo pronto, permite acercarse con eficacia a ese sector de cuestiones que forman las cosas dadas, pues todos sus análisis son previos a lo dado. Recuérdese que Kant, cuando se dispuso genialmente a la elaboración de su Crítica y se planteó el hecho del conocimiento, delimitó en seguida una zona material irreductible, lo dado en la experiencia —Gegebene—, cuya existencia se vería luego obligada la Crítica a aceptar sin demostración. Es cierto que Kant hizo esto sin violencia alguna, pues lo ocurrido fue que no aceptó a ver problemas en el dado, siendo este detalle una de las más anchas pruebas que contribuyen a denunciar el influjo considerable del empirismo inglés —de Hume, sobre todo— en la actitud filosófica kantiana. Pues bien: era forzoso que se preguntase alguna vez la filosofía qué es realmente eso que aparece dado, esa región inexplorada hasta ahora, admitida, sin legitimidad alguna, por los investigadores. A una inquietud intelectual así, que reclama noticias sobre lo dado, que incluso no necesita de lo dado, obedece el nacimiento de la fenomenología. Es natural que al empirismo extremo no le preocupe eso, y sí edificar sobre eso, que es lo que constituye su salvación exclusiva. Hartmann, que se formó filosóficamente en Marburgo, encontrándose, por tanto, en la tradición kantiana, advirtió la fecundidad del método fenomenológico, localizándolo a la vez con agudeza en las regiones donde resultaba adecuado e imprescindible su uso. Esta es su victoria, que confiere a los resultados obtenidos carácter sistemático y firme. Su tarea primera es, pues, una fenomenología del conocimiento, que ha de realizarse en territorios previos a toda consideración de orden teorético. Ahora bien: ¿dónde buscar el Faktum del conocimiento? Kant lo hace restrictamente en la ciencia, que es como decir en la matemática y en la física. Parece necesario, no obstante, orientar con más amplitud la cuestión del conocimiento. No todo conocimiento tiene carácter científico. La cosa no es tan baladí como se creen, y ya hace en ella su aparición la carátula de las escuelas. ¿Cuál es el punto de partida de una investigación? Desde la tesis idealista, para que la nada existe dado, sino propuesto —aufgegeben—, hasta la positivo-intuicionista, según la cual «todo es dado», habíamos de perdernos en sutiles y neblinosas marañas. Desde luego, hay alguna cosa que depende de lo dado y no es dado. Así las obtenciones teoréticas. Entre ellas y lo dado se encuentra la elaboración mental de la filosofía. Luego hemos de atenernos, para considerarlo como dado, a lo que sea previo a esa elaboración. El análisis fenomenológico del conocimiento nos proporciona la trascendencia de sujeto y objeto. La función del conocimiento no ejerce modificación alguna en el objeto, pero sí en el sujeto, donde tiene lugar la conciencia del objeto con un contenido, lo que podríamos llamar la imagen del objeto. Pero conocimiento, en tanto fenómeno general de conciencia, es conciencia pura del objeto, no del sujeto, ni del acto, ni siquiera de la imagen. El objeto es aquí determinante; el sujeto, lo determinado. Claro que el objeto no determina al sujeto como esfera total, sino sólo la imagen del objeto que forma parte de ella. En el objeto se distinguen varias zonas que surgen en la función del conocimiento. Hay, así, primero, en el objeto lo objetivado, aquello que se conoce de él. Luego, los trasobjetivo, en el que se pueden considerar dos partes: una, formada por aquel sector del objeto que, aun permaneciendo desconocido, es cognoscible, y otra, separada de las anteriores por una frontera ya no fluctuante, sino absoluta, es lo trasinteligible, lo incognoscible irracional. Claro que estos límites poseen un carácter gnoseológico. Residen en el ser-objeto, no en el ser-cosa.

 

El conocimiento como hecho metafísico

El conocimiento no es, como creía el viejo idealismo, un crear —erschaffen— ni un producir —erzeugen—, sino, más bien, un erfassen —capturar, aprehender—, algo anterior e independiente del conocimiento mismo. El conocimiento es un hecho de carácter metafísico, y sólo centrándolo en una esfera ontológica adquiere su íntegro perfil. La radical afirmación es la trascendencia de sujeto y objeto, que da origen a la aporética del conocimiento. El salvar esa trascendencia plantea una serie de antinomias, aporías, que Hartmann expone como alusivas al sentido metafísico del problema del conocimiento (pues lo metafísico implica problematismo permanente), a la vez también que necesarias para el tránsito al ambiente final de la teoría. Hay tres fases en la investigación del conocimiento: la fenomenológica, la aporética y, por último, la propiamente teorética. Hartmann, en rigor, va a insistir sobre el signo ontológico de sujeto y objeto —su ser, en sí—, que confiere al conocimiento la obligatoriedad de moverse en esferas ontológicas. Este es el hecho subversivo que nos interesa destacar. No es posible una teoría del conocimiento eludiendo los problemas del ser. No hay teoría del conocimiento sin metafísica. Cuando el criticismo desalojó de la actualidad las cuestiones tradicionales de la metafísica, debió también apartar a un lado el problema del conocimiento, pues su carácter metafísico era patente desde los antiguos escépticos. No hemos de limitarnos, en el fenómeno —como suelen hacer los fenomenólogos—, a considerar su intencionalidad en la conciencia. Lo intencional es propio de la conciencia, y, si acaso, una parte del fenómeno. Debe observarse también lo que en él existe de metafísico. Muchos objetos intencionales no lo son de conocimiento: les falta el Ansichsein, que los independice realmente de los actos. (Por ceñirse Husserl casi tan sólo a la objetividad intencional recae luego, de modo inevitable, en la inmanencia y en el idealismo.) El conocimiento es una relación entre sujeto y objeto. Cómo es ella posible, nos lo aclara la explicación o descripción de las aporías. Esa relación es, naturalmente, una relación de ser. Hay un ser del y para el conocimiento. La ratio cognoscendi presupone una ratio essendi. Su fina delimitación resuelve la mayor dificultad que engendra el carácter ontológico del conocimiento. El idealismo confundió esas dos ratios, y el hecho de no ser accesible la ontología sino mediante resultados gnoseológicos previos, lo entendió como imposibilidad de enraizar el conocimiento sobre el ser. Para el idealismo existía una inmanencia del pensamiento del ser, y ésta se transforma en la reforma ontológica de Hartmann, en una inmanencia del ser del pensamiento. En rigor, aquello no era sino una sobreordenación de la razón al ser. Todo idealismo está teñido, más o menos, de racionalismo. Ahora bien: lo irracional es una modalidad del conocimiento, y es tan legítima su cercanía a nosotros como la de lo racional. En la esfera misma de los objetos reales aparece una zona irracional en función de lo cognoscible. Todo objeto es parcialmente irracional, pues en último término está lo que en él hay de trasinteligible, fuera del límite de lo objetivable en lo trasobjetivo. Lo racional tiene dos características: ser cognoscible y poseer estructura lógica. Júzguese la restricción que lleva consigo toda filosofía racionalista al limitarse a una parcela tan reducida del ser. Hartmann viola sus fronteras, y nos ofrece panoramas integrales. La falta de una de esas características es suficiente para la irracionalidad. Hay, pues, tres tipos diversos de irracionalidad: lo alógico, lo que es a la vez trasinteligible y alógico, y, por último, lo trasinteligible. En lo místico tenemos un ejemplo de algo que pertenece al primer tipo de irracional: es alógico, pero es trasinteligible, etc. Hartmann, asimismo, crea, en su metafísica del conocimiento, una nueva teoría categorial, a la que corresponde hacer luz clara en algunas sombras. Es sabido cómo la filosofía de nuestro tiempo tiende a destruir todos los reductos formalistas que nutren el pensamiento moderno. Uno de estos reductos lo constituyen las categorías. Para Kant, éstas no pueden ser referidas en modo alguno a las cosas, sino que sirven al entendimiento «para deletrear los fenómenos». Lo que acontece es que Kant, y todo el idealismo subjetivista que le sigue, no distingue las categorías que son principio del objeto y los conceptos mismos de ellas. Hay, de un lado, la categoría «que es», que «pensamos», en nuestros conceptos categoriales, y de otro, estos mismos conceptos. Podemos hablar, pues, de trascendencia de las categorías, y aun de su irracionalidad parcial. Los principios categoriales del conocimiento tienen un Ansichsein, lo que sólo es posible en un ser del conocimiento, según exponíamos más arriba. Pero no es preciso que estas categorías sean descubiertas para que funcionen como tales. Al contrario, sólo son descubiertas porque y en tanto funcionan siempre en todo conocimiento.

 

Las dos objetividades. El «a priori»

Una amplificación que corresponde estrictamente a la filosofía de hoy es la perspectiva de la objetividad ideal. El mundo ideal propio es una conquista genuina de la filosofía contemporánea. Así, Hartmann divide su tarea sobre el conocimiento en dos gruesas zonas, que corresponden a los objetos reales e ideales. En la primera, sujeto y objeto son ambos, pertenecen a un mundo óntico real, a una misma esfera del ser. El conocimiento es captación de lo trascendente al sujeto. Captación mediata, pues una captación inmediata lo sería sólo de los propios contenidos de conciencia. La conciencia, para no ser una gigantesca tautología, debe pensar algo que, como tal, no sea su contenido. Lo que no impide ni sacrifica la aprioridad. Hay también una aprioridad trascendente que sería la capacidad del sujeto «para intuir las conexiones esenciales de lo real». Lo que no equivale a la identidad intersubjetiva de las categorías del conocimiento. Lo apriórico, como se sabe, posee necesidad y universalidad. No sería posible sin una especie de concordancia entre la estructura lógica —de que hacemos uso— y la estructura de los objetos. Kant se planteaba la cuestión de la concordancia —en el a priori— entre representación y objeto. Y descubrió su genial principio, a base de las categorías del conocimiento, que constituirían una tercera entidad, válida para el sujeto y para el objeto a la vez. Es su famosa tesis copernicana, la raíz de todo a priori. Pero si el objeto es una función del sujeto, como quiere el idealismo, resulta una evidente tautología decir que los principios del sujeto son, al mismo tiempo, los del objeto. No en balde hería a Kant en lo más hondo que calificasen su filosofía de idealismo, ya que —según dice, con razón, en los Prolegómenos— aceptaba con decisión la existencia de algo fuera del pensamiento. Su idealismo, en todo caso, es trascendental o crítico, como él dice. Ahora bien: Kant entiende la identidad categorial de un modo completo, esto es, que son idénticas las categorías aprióricas que rigen, de un lado, el conocimiento, y de otro, los objetos del conocimiento. Pero la fenomenología del conocimiento indica lo imposible de una cognoscibilidad total. Si todas las categorías de objetos lo fuesen del conocimiento, no habría incognoscibles, todo sería racional. Y no sólo cognoscible, sino cognoscible a priori. Mas el conocimiento apriórico no tiene en cuenta los casos particulares, el conocimiento de lo individual, que es, por fuerza, conocimiento empírico, a posteriori. La aceptación del principio kantiano tropieza, por una parte, con lo irracional del objeto; de otra, con las exigencias de la empirie. La identidad categorial se reducirá, pues, a los límites de la racionalidad del objeto. Así, Hartmann descubre su principio de la identidad parcial de las categorías. Que es el siguiente: «En tanto que existe conocimiento apriórico de objetos reales, debe coincidir, por lo menos, una parte de las categorías del ser con las categorías del conocimiento.» («Sofern es Erkenntnis "a priori" von realen Gegestanden gibt, muss wenigstens ein Teil der Seinkategorien mit Erkenntniskategorien zusammenfallen.») Esto explica cómo no todo lo dado en la intuición puede ser objeto de conocimiento. Para ello es preciso que sus categorías se atengan a esa coincidencia. Lo que no contradice la validez intersubjetiva de las categorías —columna básica del sujeto trascendental—, pues toda categoría coincidente es eo ipso, común a todos los sujetos. Pero hay también un conocimiento a posteriori, de no menos carácter metafísico que el apriórico. Aún más difícil y arriscado. Los sentidos son los que intervienen en esa captura discreta de lo real. El dato sensible es siempre, para nosotros, el máximo testimonio de realidad. No obstante, sería un error creer que sólo es real aquello que nos proporcionan los sentidos. No sólo lo dado es real. Otra cosa nos llevaría a identificar lo existente con lo dado, la Gegebenheit con la existencia. El ser dado constituye más bien un aspecto del ser real. Junto a la objetividad de los objetos reales cabe también una objetividad de los objetos irreales. Y en esta última, dos grupos muy heterogéneos de objetos: los ideales —que poseen un Ansichsein— y los meramente fantásticos. Es tan irreal un teorema matemático como una sirena. Pero el primero es alguna cosa, puede ser conocido, lo que quiere decir que permanece adscrito a una esfera del ser (la de los objetos ideales). El segundo es mera intencionalidad, y no puede ser objeto de conocimiento, sino pura representación en la conciencia. En la esfera de lo ideal, todo conocimiento es a priori. No hay posibilidad de saber empírico. Lo irracional es en ella trasinteligible, pero no alógico. Así, por ejemplo, el número e de la matemática. No puede hablarse de aposterioridad ideal. Sólo de universalidad. Constituye la esfera de las esencias puras. Desde el imperio platónico de las ideas hasta las regiones eidéticas de Husserl. Pero podrá preguntarse: ¿No hay también, en la esfera ideal aconteceres únicos, o, bien valores individuales que sólo aparezcan como propios de una única persona? Tienen lugar, en efecto, pero ello no anula la universalidad exclusiva del ser ideal. Pues la idea de una cosa única no es la cosa; lo específico de un valor individual no es la persona misma en quien se ejemplarice. Aunque sea única en el mundo de las existencias. El conocimiento ideal, a más de a priori, es autónomo y autárquico. Distinguimos, con relación a él, dos clases de intuiciones: stigmática y konspectiva. El stigmatismo viene a ser como la percepción en el conocimiento real. Se refiere al esto y al aquí, y lo acompaña esa franca relatividad de las evidencias que se precipitan. Otorga una pretensión segura que constituye el primer alto de certeza para el fenomenólogo. Es un mero «es así», o un «yo lo veo así». Pero la intuición de esencias no es intuición puramente stigmática. Interviene más bien ya una intuición de las conexiones y de las relaciones como tales, de rotundo carácter intelectivo. El intuir es ya, aquí, un comprender, función de índole konspectiva. Pensamiento puro.

 

¿Hartmann restaurador del escolasticismo?

Frente a la filosofía de Hartmann caben muy diversas actitudes. Yo he comentado en otro lugar la injusta reserva con que se le acoge por algunos. Ahora, en fecha reciente, se ha publicado un libro donde se ensaya presentarla como una resucitación de la metafísica escolástica (Georg Koepgen: Die neue kritische Ontologie und das scholastische Denken). Es un trabajo hecho con finura, inteligencia y modernidad, pero que, aun así, creemos muy distante de una posición firme. El hecho de que periclite en esta época todo el período moderno, desde Descartes, período fustigador y reemplazador, todo él, de la filosofía escolástica, de sus métodos y prevenciones, no autoriza el grito de victoria de los supervivientes. En verdad, la escolástica estaba orientada a lo ontológico, y, por el contrario, la filosofía moderna, a lo lógico. El hecho fundamental que da origen a la ontología de Hartmann es el connubio —Einbettung— de sujeto y objeto. Estas dos entidades dan lugar así a un ser supraindividual y extraempírico, donde encuentra su realización el fenómeno del conocimiento. Cuando Hartmann ingresa, con toda fortuna, lo irracional en la filosofía, sin adjudicarle un ápice más de metafísica que a lo racional, no hace, según Koepgen, otra cosa que exhibir con nuevas galas el viejo rostro de la concepción escolástica del ordo naturae. Sobre diese Homogenitat des Scienden descansan «las bases del conocimiento dogmático donde lo racional y lo irracional (el misterio) aparecen uno junto a otro». Pronto veremos que esta analogía es una simulación vana. La filosofía medieval es puro racionalismo, si bien de otro orden al racionalismo moderno. Para aquélla, la ratio va detrás del ser, utilizando unas aprehensiones lógicas que eran un límite policíaco a la meditación. Koepgen apunta con exactitud los rasgos del otro racionalismo, el moderno, pero no del escolástico, que oculta. Consiste aquél en que la razón legitime unas entidades previas, nacidas de ella, que iluminen las rutas que sobrevengan. El racionalismo escolástico es preponderancia de la razón —exclusividad de la razón— en el pensamiento, falsificando así otras esferas que las racionales. El racionalismo moderno es, en cambio, preponderancia de unos pocos principios racionales. Así, la «claridad y distinción» cartesianas, la «mónada» de Leibnitz, la «razón pura» de Kant la «voluntad» de Schopenhauer, la «idea o lo absoluto» de Hegel, el «yo» de Fichte, lo «inconsciente» de Eduardo von Hartmann. La escolástica maneja, sin embargo, un concepto de sustancia que es una peligrosísima predicación del ser. Y la tendencia al realismo epistemológico no es sino un ingenuo residuo helénico. El griego no comprendía nada sin cualificación de objetivable al yo; de ser frente a ser-yo. De ahí la casi realidad material de las ideas platónicas. Acontece que la filosofía de Hartmann es de radical ademán, y aun cuando significa una honda continuidad con la tradición moderna —Hartmann opera casi dentro de los límites asignados por Kant a la filosofía—, aparece como un alegato decisivo frente a todo el idealismo. Pero su ontología no es la vieja ontología «escolástica y racionalista». Esta reclama una lógica del ser, y se presenta como mera construcción deductiva y racionalista, sin espacio alguno para lo irracional, pues eso del misterio, que Koepgen aduce, tiene muy otro sentido. Mas no es posible captar en toda su magnitud el problema del conocimiento sin una ontología analítica y crítica, que, por tanto, es el extremo diametral de aquella de la Edad Media, deductiva y dogmática. La diferenciación entre lo irracional y lo racional es exclusiva de la ratio, cuyo punto de vista no afecta nada a la discriminación ontológica. La ontología de Hartmann —que es, repitámoslo, analítica y crítica— viene a proclamar, a exigir, un ser real fuera de la conciencia, fuera de la esfera lógica y de los límites de la ratio. Proclamar y exigir no es, fíjese el lector, un mero admitir algo que cómodamente resuelva, como una tesis realista vulgar, la problemática gnoseológica. La aventura de Hartmann, proclamando al conocimiento una rigurosa cuestión metafísica, tiene también otras proyecciones. El conocimiento es una de tantas relaciones del ser. Existen muchas otras sobre cuyo carácter esta investigación del conocimiento lanza una luminosidad incomparable. Hartmann camina así al sistema, y es, entre los filósofos actuales, quien realiza la ascensión con más tenaz afán de victoria.

 

Ramiro Ledesma Ramos

(Revista de Occidente, n. 89, Noviembre de 1930)