Repitamos, aun a costa de pesadez y machaconería excesiva, que la utilización del vocablo "Fascismo" la hacemos como una concesión al vocabulario polémico que por ahí circula, y naturalmente en el sentido riguroso cuya pesquisa hemos efectuado en el anterior capítulo. El fascismo como actitud mundial, y por tanto, puesto que España está en el mundo, como posible actitud española, no depende de un modo directo del fascismo italiano, mussoliniano, sino que es un fenómeno de la época, típico de ella como cualquier otro. Tenía esto que decirse en España al aludir a las características del fascismo, pues nuestra Patria es de suyo una Patria imperial, creadora y totalitaria. Nada que sea propio y genuino de otro país encontrará aquí arraigo fundamental, y por eso las formas miméticas del fascismo están aquí felizmente proscritas. Ya se percibirá a lo largo de este libro, y como resumen final suyo, que el colapso actual de los movimientos F.E. y J.O.N.S. se debe, en parte, al gran número de factores miméticos que han existido, sobre todo en el primero, y de los que tienden a liberarse.

Que conste, pues, que al disponernos a escribir someramente acerca de "los problemas del fascismo en España", nos referimos a los problemas de un movimiento cuya bandera estuviese fielmente reflejada por los seis apartados del anterior capítulo.

 

La realidad actual de España

Para comprender la situación actual de España y sus problemas de orden político, hay que partir de abril de 1931, y no de más atrás. El sistema inmediatamente anterior no influye hoy para nada, ni como añoranza ni como repulsa. Está sencillamente borrado, pues incluso los grupos monárquicos se afanan en prescindir de sus características, y quieren revisar sus bases. Es decir, no lo restaurarían tal y como fue. Y en cuanto a los republicanos ortodoxos de abril, no es tampoco ya aquel régimen punto de referencia para fulminarlo ante las masas. Esa fulminación la dirigen ahora a otros enemigos, que le son más cercanos y peligrosos. Por eso decimos que lo anterior a 1931 no influye nada en la España presente de 1935. No es ningún valor apreciable ni significa lo más mínimo en la política actual el hacer tanto su defensa como su condenación.

Sólo hay que considerar hoy, por tanto, la República, el período y la experiencia de la República. El diagnóstico de ese período y de esa experiencia es sencillísimo, y está en la conciencia de la inmensa mayoría de los españoles. Es éste: la República ha fracasado de un modo vertiginoso. Según hablen unos o según hablen otros, las causas del fracaso son diferentes. Pero la apreciación del fracaso es unánime.

En opinión nuestra muy firme, el motivo único de ese fracaso reside en que la República, el movimiento republicano de abril de 1931, no encarnó ni interpretó la suprema necesidad de España desde hace muchos decenios: Hacer su revolución nacional.

Ahora bien, el período republicano no ha sido una revolución nacional frustrada. No es que se haya quedado a medio camino de su realización. Pues el mismo 14 de abril, los clamores de ese día y el equipo gubernamental instalado en el Poder ese día, presentaban ya esa fecha como frustrada para la revolución nacional. Con los ingredientes ideológicos de aquellos triunfadores y con los nortes político-sociales a que decían estar adscritos, la revolución nacional española era de esperanza imposible. Por tanto, sólo si posteriormente el período republicano hubiera producido episodios que significasen la ruptura con lo típico y propio de abril -la presencia de partidos, la ausencia de fe nacional, la despreocupación por la totalidad del pueblo español-, es decir, sólo saliéndose de madre, pudo haberse enderezado históricamente la República. Algunos ingenuos, afanosos por descubrir esa perspectiva, creyeron tenerla delante con Azaña. Puro fenómeno sahárico de espejismo.

La revolución nacional española tiene hoy, entre otros, estos tres objetivos esenciales: Unidad moral de todos los españoles, vinculada en el culto a la Patria común. Creación de un Estado totalitario, provisto de autoridad, capacidad y ayuda popular amplísima. Nueva ordenación social-económica, con tendencia a una vigorización ambiciosa de la riqueza nacional y a la justicia distributiva, incrementando la producción y las explotaciones nuevas, a la vez que socializando el crédito, los transportes, la gran propiedad territorial y en lo posible todos los medios de cambio. Por último, y como consecuencia de esas realizaciones, la libertad internacional de España, su presencia vigorosa en el mundo, pese a quien pese y caiga quien caiga.

Todo esto no puede salir ni saldrá nunca de unas elecciones. Es empresa histórica, cuyo alvéolo es necesariamente una revolución.

El fracaso de la República se manifestó ruidosamente al ser lanzados del Poder sus representantes más ortodoxos. Al finalizar el primer bienio. Quizá esos hombres son todavía lo necesariamente ingenuos para extrañarse de su derrota. Porque desde luego, cuando ocupaban las cimas del Estado, entreveían de vez en vez los nortes ideales que era preciso conseguir. Pretendían su conquista con armas de palo. Así, por ejemplo, Azaña decía en uno de sus discursos: "Quiero hacer del pueblo español una nación grande." Y también: "Para una política mezquina, para una política de tapiales y barbechos que no se cuente conmigo." Quien habla así está desde luego, a primera vista, en la vereda fecunda de la historia. Marcelino Domingo soñaba con la escuela única, y después, al pasar al ministerio de Economía, con ordenar la economía nacional. Citamos todo eso como ejemplos. Porque luego resultaba que Azaña quería hacer una nación grande sin disponer de idea nacional alguna, o con ideas nacionales mezquinas, sin base patriótica en el Estado ni en las masas. Sin promover ardor alguno nacionalista ni en las juventudes ni en el pueblo. Y que Domingo pretendía la escuela única, sin que el Estado tuviese una ortodoxia, una unicidad de cultura con la que inflar y sostener esa realidad de la escuela única, sólo posible en un Estado totalitario, sea fascista o bolchevique. Y en cuanto a la ordenación de la economía, es ingenuidad manifiesta que pueda ser lograda en un sistema político tan anacrónico como el que defendían e instauraron nuestros estadistas del primer bienio republicano. Domingo se queja en un libro de que los intereses particulares y privados no se doblegaban ante el interés general de la nación. Pero hay que preguntar: ¿En qué empresa habían metido ustedes a la Patria y cómo contribuían a su vigorización histórica? Pues sólo en este caso se puede luego con autoridad -y además es sólo posible- hacer que las gentes y los intereses privados se subordinen al interés de la nación española, como unidad económica y política.

El fracaso vertical de la República (1) acontece, sin embargo, en medio de una situación histórica propicia a las soluciones de signo más fértil. Gran parte del pueblo se hizo quizá ilusiones el 14 de abril. Otra gran parte se afana por ilusionarse con otra fecha cualquiera, inédita aún. El hecho es que todo él está movilizado y alerta. En los primeros, el 14 de abril dejó un regusto de cosa frustrada, que según ellos estuvo a punto de dar en el blanco. En los segundos, hay una experiencia cercana, y puede decirse que operan ya bajo el influjo de mitos heroicos. Son los que de una y otra parte se batieron en octubre, o siguieron la batalla con el corazón caliente y las mandíbulas apretadas.

Parece que tal coyuntura sólo puede tener por desenlace la ocupación del Poder político por fuerzas nuevas, con suficiente vigor para hendir su puñal en el sistema fracasado. Esas fuerzas nuevas, cuyo triunfo tenía que equivaler a la resucitación nacional de los españoles y a la derrota de cuanto en España hay de falso, traidor e injusto, no podían adquirir desarrollo, sino mediante una suprema apelación a las energías creadoras del pueblo y de la Patria.

Esa apelación y su ejecución victoriosa constituirían la realización del fascismo, que en España hoy tiene que representar, ante todo, sacar al país de la vía muerta que es ya, por su fracaso, el régimen vigente.

El primer problema -problema fundamental- del fascismo consistía en presentarse ante los españoles como la única fuerza capaz de resolver, nacionalmente, el fracaso de la República, sin peligro alguno de recaer en la rabonada monárquica de antes de abril.

 

El patriotismo de los españoles

Hace muchos años que es opinión corriente expresar el menguado patriotismo de los españoles. Desde luego, si existe, está bien recóndito y oculto. Quizá sólo allí donde el patriotismo es forzoso, o sea, en el ejército, y en la entraña popular más profunda, podrían encontrarse síntomas de una fe nacional verdadera. Es decir, capacidad de servicio heroico y abnegado a los designios históricos de España. Nadie busque en otras zonas, donde, notoriamente, la emoción nacional española es, en efecto, bien parva.

Ello es un contratiempo esencial para el desarrollo del fascismo, que entre las cosas de que más necesita figura en primer término operar sobre una conciencia nacional al rojo vivo. En parte, el fascismo mismo crea o sostiene esa conciencia, pero no puede prescindir de ella como antecedente. No se crea, por ejemplo, que ha sido Mussolini quien ha forjado el patriotismo actual de los italianos. Este es anterior al fascismo, y obraba en la atmósfera popular de Italia desde mucho antes. Así, el político alemán Von Bülow hablaba ya en 1913, en uno de sus libros, del "patriotismo fogoso de los italianos". En cuanto al patriotismo de los alemanes, también hoy país fascista, nadie será tan ingenuo que tenga por su fundador a Adolfo Hitler.

Lo extraño de España, en relación con lo que se observa en los demás grandes países, es la ausencia de una doctrina nacional y de una política nacional operante en lo que pudiéramos llamar zonas conservadoras. Ello es un fenómeno bien visible, y no ya hoy, que padecen aparentemente un eclipse en su poder social y político, sino de vigencia casi secular. Obsérvese el panorama de las grandes potencias europeas, y en todas ellas puede percibirse algo análogo a esto: La presencia y actuación de unas fuerzas y de una doctrina de sentido nacional que da continuidad a una tarea: la de engrandecer y robustecer su propia patria. Existen esa fuerza y esa doctrina en Inglaterra, en torno a la consigna de "la prosperidad y la conservación del Imperio". Existen en Francia, bajo la advocación de una burguesía poderosa y del enemigo alemán cercano. Existen en Alemania, a través de todos los decenios que siguen a la segunda unificación del Reich, desde Bismarck. Existen en Italia, desde Cavour.

El sostén más seguro de la doctrina nacional que aparece en estos ejemplos hay que localizarlos en capas de sentido conservador, es decir, derechistas. ¿A qué se debe, pues, en España, la ausencia de una doctrina nacional firme y animosa? Es, en efecto, evidente que esas fuerzas que hemos señalado como actuantes en otros países, aquí no han logrado victorias nacionales parecidas. La explicación es sencillísima, y no demoramos más su enunciación cruda: Todos esos países han hecho su revolución nacional, es decir, han hecho un reajuste de instituciones y de nortes históricos que les ha permitido avanzar en el camino de la riqueza, del poder y de la cultura. Junto a catástrofes y derrotas, han tenido también victorias, éxitos. Sólo lo conservador es fecundo cuando lo que hay que conservar son conquistas, victorias, una ruta ascensional, en fin. Y sólo entonces lo conservador puede estar al servicio de una doctrina nacional eficiente.

Pero España no ha hecho su revolución nacional moderna. Y desde siglos, su ruta es de declive. Sin nada, pues, que conservar, como no fuesen catástrofes, descensos. Se comprende que las capas conservadoras, las derechas, no hayan dado de sí una doctrina nacional operante y briosa. Para ello, hubiese sido necesaria la presencia en la Historia de España de un hecho triunfal, a partir del que se hubiesen ido sucediendo, aunque fuera con alternativas, los episodios victoriosos. Ese hecho, la revolución nacional española, no existe. Las revoluciones nacionales clásicas, en Europa, se compendian en estos nombres: Cronwell, Bonaparte (flor granada de la Revolución francesa), Bismarck y Cavour. Estos dos últimos, como unificadores. En nuestra época, es decir, en nuestros mismos días, las revoluciones nacionales se desarrollan también con éxito pasmoso. Véanse estos nombres que las representan: Mussolini, Kemal, Hitler y -¿por qué no?- Stalin.

A falta de una doctrina nacional ambiciosa y de unas fuerzas robustas a su servicio, hemos tenido y tenemos en España un factor político de carácter religioso, el ingrediente católico. Pero el catolicismo, como toda religión, es sólo un estimulante eficaz de lo nacional, y puede quizá servir a lo nacional cuando es la religión de todo el pueblo, cuando la unidad religiosa es efectiva. Por eso en el siglo XVI español el catolicismo actuó como potenciador de la expansión nacional y como instrumento rector de la vida política. La situación ha cambiado. Hoy el catolicismo no influye sino en una parte del país y comprende, además, en su seno una gran porción de gentes desprovistas de espíritu nacional brioso. En esas condiciones, y si la dirección de las masas católicas no está en manos de patriotas firmísimos, el factor religioso y católico en la España actual puede muy bien, no ya ser ineficaz para una posible vigorización española, sino hasta convertirse en un instrumento de debilidad y resquebrajamiento. Esto es lo cierto, y lo demás, vacua palabrería tradicionalista.

Parece evidente, ante una situación así, que sólo el fascismo puede hoy en España poner en fila las reservas patrióticas de que dispone, abriendo los manantiales de una actitud nacional nueva, que recoja desde los espíritus fervorosos de la milicia hasta el amor a la tierra y la lealtad a la sangre del campesino y del proletario. La idea nacional española en nuestra época tiene que construirse con una base agresiva, de milicia, y con la mirada fija en los nortes sociales y económicos más ambiciosos. Sólo un movimiento nacional fascista puede interpretar y desarrollar esa actitud hasta la victoria.

 

La revolución nacional y las derechas

Después de lo que terminamos de decir, se advertirá que difícilmente pueden ser las derechas, por sí solas, las ejecutoras de la revolución nacional, tanto en lo que ésta necesita tener de nacionalismo impetuoso como de actitud social, contra las formas feudales y opresoras del capitalismo moderno. No obstante, un sector extenso de esas fuerzas, después de permanecer y aguzar sus armas en la oposición más de cuatro años, tiende a fascistizarse, y a promover soluciones políticas concordantes con el fascismo.

Ahora bien, es notorio que las derechas se nutren de las capas sociales mejor avenidas con la ordenación económica vigente, y sólo en períodos de una profunda crisis o de peligro para parte de sus privilegios, pueden, de un modo indirecto, adoptar posiciones que beneficien la revolución nacional.

De otra parte, las zonas conservadoras prefieren hoy, sin duda, un sistema político de carácter demoliberal y parlamentarista, más de acuerdo con su tónica de gentes pacíficas que postulan el respeto y la tolerancia para todos. (Y también, claro, que se toleren y respeten sus rentas.) Este hecho de que un gran sector de gente católica y de posición económica próspera, es decir, perteneciente a la alta y aun a la burguesía media, tiendan a los sistemas demoliberales, a las formas parlamentaristas, fenómeno muy de acuerdo con el espíritu burgués, es quizá una de las dificultades mayores para los trabajos de un Calvo Sotelo, pongamos como buen ejemplo de líder derechista fascistizado.

Calvo Sotelo maneja en sus propagandas últimas resortes de evidente servicio a la causa nacional de España. Manifiesta asimismo una inclinación notoria por situar ante sus públicos las excelencias de un sistema autoritario, corporativo y nacionalista. Como todo ello lo efectúa con talento y capacidad, a la vista de sus resultados podrá medirse la cota con que pueden colaborar las derechas y el espíritu derechista en la ejecución de la revolución nacional española.

Tenemos a la vista los resultados de su otro líder, Gil Robles. Por lo que respecta e interesa al encarrilamiento de España, tras de su vigorización nacional y tras de su fuerza y de su poderío, la labor de Gil Robles ha sido puede decirse que nula. Por lo que respecta a las peripecias políticas del presente y al ejercicio del Poder, aunque todos los síntomas últimos revelan la nueva pujanza de Azaña y del marxismo, nada puede aún decirse, porque el señor Gil Robles se encuentra todavía aposentado en el Ministerio de la Guerra.

Las limitaciones derechistas para la empresa que hoy importa a los españoles son de orden vario. Uno, la dificultad de superar su propio carácter de ser derechas, es decir, fuerzas parciales en pugnan con otras fuerzas igualmente parciales, que son las izquierdas. Banderas de signo rotatorio, parlamentario, nacidas para la tolerancia y el turno, más o menos violento. Otras dificultades, su incapacidad para la violencia política, tanto en su aspecto de lucha armada contra las subversiones de signo marxista como en el otro de llevar hasta el fin, impávidamente, la misión histórica que representen. Pero la dificultad esencialísima es esta otra: la de lograr que se identifiquen con los ideales de las derechas zonas extensas de la masa general del pueblo, las capas de españoles en difícil lucha por la vida.

De esos tres órdenes de limitaciones, la última la creemos insuperable para el derechismo. Su incapacidad para la violencia puede, quizá, suplirla, como ya ha ocurrido, con el apoyo de la espada militar, con la apelación al Ejército, cuya doctrina nacional predominante es todavía concorde con la doctrina nacional de las derechas.

No hay que decir que la primera consecuencia de un movimiento fascista en España sería romper esas limitaciones a que nos estamos refiriendo. Sobre todo la última, porque el fascismo tendría que nutrirse de españoles a la intemperie, de grandes masas hoy desasistidas y en peligro.

 

La revolución nacional y las izquierdas

El izquierdismo español, que se manifestó tan potente al efectuarse la proclamación de la República, no ha podido cumplir en nuestros días misión histórica alguna. Ello es lógico. Su presencia se ha retrasado, puede decirse que un siglo. El fracaso del izquierdismo consiste en no haber podido desplegar sobre España, con ardor jacobino, una bandera nacionalista, popular y exasperada. El siglo XIX ofreció varias coyunturas favorables para esa tarea. Ahora bien, en 1931, al tomar en sus manos el Poder, esa consigna nacionalista exasperada era ya de hallazgo muy difícil. Pues en el izquierdismo actuaba una fuerza nueva -la doctrina clasista e internacionalista de los proletarios-, que chocaría con una posible derivación jacobina y nacionalista de la República, grata quizá, por ejemplo, a un Azaña.

Influido, además, el izquierdismo por toda la acción sentimentalista de la postguerra, y acogido a la sombra de los proletarios rojos, repetimos que es ya, en nuestros días, una fuerza sin misión, perturbadora e infecunda. Desde luego, como se ha visto a su paso por el Gobierno, desprovista de capacidad para promover la resucitación española.

Nos estamos refiriendo, naturalmente, al izquierdismo burgués. Pero lo que da vida a las izquierdas son las zonas proletarias españolas. Los trabajadores están hoy, libremente, a merced de las propagandas marxistas. No gravita sobre ellos ninguna otra bandera revolucionaria como no sean los estandartes negros de la F.A.I.

Un movimiento fascista de envergadura ambiciosa tiene, en la realidad del izquierdismo español, la mejor y más clara indicación de cuál es su verdadero camino. Ha de interpretar primeramente el nacionalismo exasperado que la pequeña burguesía republicana no pudo recoger en abril de 1931. Ha de abrir brecha en el frente rojo de los proletarios, arrebatando un sector de trabajadores y de militantes revolucionarios al marxismo.

La doctrina y la táctica de las izquierdas parecen estar cerradas a cal y canto a toda resonancia de carácter fascista. Sobre este extremo, cuanto ocurre y viene ocurriendo en España ofrece perfiles a la vez dramáticos y cómicos. Muchos identifican la ruta de las derechas con el fascismo. Pero lo que puede observar cualquiera, examinando las tácticas y los fundamentos doctrinales de izquierdas y derechas, es nada menos que esto: En España las derechas son aparentemente fascistas, y en muchos extremos, esencialmente antifascistas. Y las izquierdas son aparentemente antifascistas, y en muchos aspectos y pretensiones, esencialmente fascistas. Esto, si no tiene un cien por cien de verdad, habrá que convenir que se acerca mucho a ella.

Ahora bien, el fascismo que puede desarrollar la pequeña burguesía izquierdista, cuando está flanqueada por el marxismo, como le acontece a la española, y cuando no dispone de una doctrina nacional fervorosa, como también le ocurre aquí, ese fascismo, repito, tiene un nombre poco envidiable: Méjico.

 

¿Un nacionalismo obrero español? Textos del líder revolucionario Joaquín Maurín

Aludimos en páginas anteriores a nuestra creencia de que en la entraña popular española encontrarían eco las voces nacionales. Está por hacer una llamamiento así, que ligue la defensa nacional de España, su resucitación como gran pueblo histórico, a los intereses económicos y políticos de las grandes masas. Casi por entero, como también hemos dicho antes, se encuentran éstas bajo el influjo directo de los aventureros.

En un libro reciente de Joaquín Maurín, conocido jefe revolucionario (Hacia la segunda revolución, Barcelona, 1935), hay, al lado de la hojarasca standard propia de todo autor marxista, o que se cree tal, unas magníficas y formidables incitaciones para lograr la salvación nacional española. Maurín supera el sentido clasista a que, al parecer, le obliga su educación marxista, en él aún vigente, y presenta a los trabajadores el panorama de una posible acción revolucionaria, entre cuyos móviles u objetivos figure la vigorización nacional española. Para ello invoca y convoca a los proletarios, considerándolos como el sector de la Patria mejor provisto de abnegación, capacidad y brío. No dudamos en conceder a la actitud de Joaquín Maurín importancia extraordinaria, y quizá suponga el comienzo de un cambio de frente en las propagandas a los trabajadores, que, al descubrir la ruta nacional, y al disputarla incluso a una burguesía ramplona y sin vigor, puede llevar en sí el secreto de las victorias del futuro. A continuación presento citas literales del libro mencionado e invito a que se me diga qué otro líder revolucionario de la izquierda más subversiva, como lo es Maurín, ha escrito cosas parecidas a éstas:

 

La Segunda República española constituye un fracaso casi espectacular, más rápido aún, más fulminante, que el de la misma dictadura de Primo de Rivera.

 

La burguesía española ha tenido un destino trágico. Colocada en una situación geográfica admirable, se ha visto obligada a contemplar cómo la burguesía de los otros países sumaba victorias, mientras que ella vivía raquítica, pudriéndose en la inacción (pág. 9).

 

La aspiración de un español revolucionario no ha de ser que un día, quizá no lejano, siguiendo su impulso actual, la Península ibérica quede convertida en un mosaico balkánico, en rivalidades y luchas armadas fomentadas por el imperialismo extranjero, sino que, por el contrario, debe tender a buscar la libre y espontánea reincorporación de Portugal a la gran unidad ibérica (pág. 40).

 

España tiene proporcionalmente menos población que Portugal y tres veces menos que Italia, país cuyas condiciones naturales son muy inferiores a las de España. Tomando los 132 habitantes que tiene Italia como punto de comparación con los 44 de España, se puede afirmar que la España de la decadencia ha enterrado en cada kilómetro cuadrado de terreno a 88 españoles (pág. 214).

 

Costa podría repetir que la mitad de los españoles se acuestan sin haber cenado. Hay una minoría que nada en la abundancia, que despilfarra, que vive espléndidamente, y una mayoría aplastante atormentada por el hambre y por la miseria. "Los que no son felices no tienen patria", había dicho Saint-Just. España -hoy- no es una patria (pág. 215).

 

Lo reaccionario en nuestros días sería el disolvente de España, la anti-España (pág. 224)

 

Un partido fascista necesita ser nacionalista rabioso, anticatólico, en el fondo, y partidario del capitalismo de Estado. El partido de Gil Robles no es nacionalista. Es agrario-católico, que es muy distinto.

 

El nacionalismo como fuerza, en un país como España, cuya unidad fue impuesta coactivamente por la Monarquía y la Iglesia, sólo puede alumbrarlo el proletariado (pág. 230).

 

La España de la decadencia, en la política internacional, se encuentra encallada entre dos escollos: Inglaterra y Francia. No puede salir de ahí. Francia e Inglaterra tienen encadenada a España desde hace largo tiempo, durante la Monarquía como en el período de la República (pág. 233).

 

A nuestro proletariado le corresponde llevar a cabo una tarea ampliamente nacional. ¿Estrechez nacionalista? ¿Contradicción con el internacionalismo socialista? Es posible que se pregunten los idólatras de las frases, eunucos ante la acción revolucionaria (pág. 240).

 

Libertadores de la juventud, atada hoy a un régimen moribundo que impide poner a prueba su fuerza expansiva, su intrepidez y su heroísmo.

 

La revolución no ha de ser para un partido, ni aun para una clase, sino para la inmensa mayoría de la población, que ha de considerarla como la aurora de un nuevo mundo más justo, más humano, más ordenado, más habitable, en suma (pág. 241).

 

El languidecimiento de la España burguesa, entre otras razones, es debido a que Inglaterra y Francia, cada una por su lado, han procurado que no resurgiera en la Península una nación poderosa, una gran potencia, que, de ocurrir, hubiera sido un rival peligrosísimo.

 

La monarquía absoluta, la monarquía constitucional, la dictadura y la República han seguido sin interrumpir una política internacional, no según las conveniencias de España, sino de acuerdo con los intereses de Francia e Inglaterra (pág. 247).

 

Los aliados naturales de España no son Francia e Inglaterra mientras estos países sean capitalistas. La línea lógica de alianzas sigue otro meridiano. Y es: Portugal-España-Italia-Alemania-Rusia. Un bloque tal sometería a Francia y a Inglaterra (pág. 248).

 

 

Ahí quedan esos textos. Nadie dudará de que respiran emoción nacional española. Maurín, aunque todavía es hombre joven, tiene una experiencia de veinte años de lucha en el movimiento obrero marxista. Aún sigue en sus filas como jefe de un partido no muy amplio, pero que dio luchadores destacados en Asturias, como el dirigente de Mieres, Manuel Grossi. El marxismo tiene en sus garras a españoles como Maurín, que sin sujeción a los lineamientos dogmáticos marxistas prestaría a España formidables servicios históricos. Pues es lo que aquí urge y falta: arrebatar la bandera nacional al grupo rabón que hoy la pasea sobre sus hombros y satisfacer con ella los anhelos de justicia que laten en la entraña de la inmensa mayoría de los españoles. Sin lo nacional, no hay justicia social posible. Sin satisfacción social en las masas, la Patria seguirá encogida.

 

España y Europa

Es bien notorio que España permanece ausente, desde muchas décadas atrás, de los hechos europeos decisivos. España, en realidad, ha sido una víctima de Europa, mientras Europa estaba representada por los imperialismos galo e inglés, enemigos esenciales de España y de su resucitación como gran potencia.

Pero esa Europa del inglés y del galo, vencedora en la gran guerra, es una Europa camino de la descomposición y de la ruina. Las últimas derivaciones del choque italo-inglés, y que tendrán lugar de modo inexorable dentro de muy pocos años -o quizá meses-, van a coincidir con el punto álgido de las dificultades europeas.

Hace crisis una concepción secular de Europa. Necesariamente cambiará el meridiano del poder europeo, que se desplazará de Francia e Inglaterra hacia el centro para luego, en definitiva, fijarse en las zonas meridionales del continente.

¿No supone todo ello la necesidad perentoria de que España se recobre, camino de sus nuevos deberes mundiales? Vuelve para nosotros la coyuntura internacional más ambiciosa y gigantesca. Para hacerle frente, lo primero que se precisa es recobrarse nacionalmente. Independizarse de la tenaza franco-británica y poseer el vigor que requiere la existencia de los pueblos libres.

Puede decirse que, a lo largo de la Historia, sólo dos hombres han tenido en sus manos el timón de Europa, con la conciencia de ejercer sobre ella una proyección salvadora. Son Carlos V y Napoleón. El primero ejerció de hecho su imperio. El segundo -también un meridional, un corso- realizó su misión a medias, sin ser apenas comprendido por Europa, a través de su consigna formidable contra el imperio del inglés.

Sólo el triunfo en nuestra España de un movimiento nacional firmísimo pondrá a la Patria en condiciones de no pestañear ante las responsabilidades históricas, de carácter internacional, que se le echan encima. Sólo una España fuerte puede decidir las contiendas próximas de Europa, en un sentido progresivo y fecundo. Italia es pueblo demasiado poco vigorozo para tal misión, y si la emprendiese sola, se pondría rápidamente en las fauces del germano. Bien sabe esto Mussolini. El secreto de un nuevo orden europeo, que disponga de amplias posibilidades históricas, se resume en esta consigna que nos atañe: Resucitación española.

 

Las perspectivas inmediatas. ¿Los fascistizados?

Es evidente que, tanto el sistema como la situación política misma que hoy rigen en España, carecen en absoluto de raíces. Son cosas en el aire, sin dos horas lícitas de futuro por delante. Ni el Estado, ni las fuerzas que lo apoyan, ni los nortes ideales a cuyo servicio dice estar el sistema, tienen la menor consistencia, ni siquiera respetabilidad.

Es falso que las cosas en política admitan espera. No parece admitirla tampoco la encrucijada presente de España. Si no está dispuesto y maduro lo que es conveniente, triunfará y se interpondrá un sustitutivo, más o menos eficaz y duradero.

Nuestra tesis es que España está a punto para la ejecución de la revolución nacional (fascista, en la terminología que el lector sabe). Cuanto ha ocurrido en España desde hace tres años, es lo más adecuado y favorable que podía ocurrir para que fuese posible con rapidez y éxito la revolución nacional española. Lo primero era crear su instrumento político, es decir, la organización ejecutora de ese designio. La realidad actual es que ese instrumento (que empezó a forjarse en las J.O.N.S., colaboró en ello F.E., y luego, más tarde, proseguido por ambas organizaciones unificadas) no ha podido, por diversas causas, vigorizarse suficientemente. Es, desde luego, garantía de futuro, pues sus bases son las exactas que España precisa. Pero no nos referiremos ahora al mañana, sino al hoy presente e inmediato.

El problema fundamental es clarísimo, y sólo resoluble por una actitud fascista, de la índole de la que en estas páginas se diseña. Pues hay hoy en España dos cosas inesquivables, dos angustias, a las que dar expansión histórica gigantesca. Una, extirpar la poquedad actual de España, dar a los españoles una Patria fuerte y liberadora. Otra, satisfacer los anhelos de justicia de la gran mayoría de la población, que vive una existencia difícil y encogida, muchas veces miserable. Esos dos son imperativos de tal relieve, que su logro está y debe estar por encima de todos, presidiendo la empresa revolucionaria de los españoles, tras de su grandeza y liberación. Y para darles cara, se pisotea todo lo que haya que pisotear, desde la ordenación económica vigente hasta el tipo de vida melindroso y chato de las actuales clases directoras. Las palabras valen poco. Si esa empresa requiere que se verifique al grito de ¡Abajo el fascismo!, pues a ello. No hay dificultades. Aunque no por todas, es cierto que por muchas partes se va a Roma.

Parece evidente que en esta hora de España no existe una fuerza que decida el próximo futuro de la Patria y del pueblo con arreglo a esos imperativos primordiales. Este libro indicará y explicará al lector por qué no existe. El hecho es que su posibilidad victoriosa se ha aplazado y se ha desplazado de su hora, que es esta misma que vivimos.

No hay, pues, fascismo. Los que mejor lo saben son los antifascistas, y de ellos, los ejecutores de la revolución de octubre, que saben muy bien que sólo la ausencia del fascismo, del verdadero, les ha permitido recobrarse.

Si no el fascismo, ¿harán frente a la situación los fascistizados? La empresa es tan sencilla y oportuna que habría que optar por suponer que sí. Los fascistizados son una realidad española fuerte, con posiciones ya conquistadas en el Estado y mucho que perder si el enemigo llega. Es, además, un factor impresionante la facilidad con que los proletarios clasistas se han enlazado de nuevo con el izquierdismo burgués republicano, encomendándole a Azaña una nueva misión rectora. Los fascistizados, ya se sabe, están hoy en lugares muy diversos; pero seguramente responderán con urgencia, el día que sea, al llamamiento del aldabonazo decisivo.

El sistema vigente está en ruinas. ¿Hay que decir que vive de la hipocresía de que todo régimen demoburgués tiene buen acopio? Pero llegará pronto un día -cosas de semanas o de meses- en que ese acopio se gaste, y que resulte ya difícil seguir diciendo a las gentes que viven en un régimen de libertad y democracia. Ese será el momento crítico, en que, o toman el Poder los elementos fascistizados a que nos venimos refiriendo, para ensayar un sistema nuevo, o se abre paso el frente azaño-marxista. Todos los afanes habilidosos, las cataplasmas centristas -que, como es sabido, están ya perfilándose- no podrán impedir que la situación española ande por las crestas, sin más posibilidad panorámica que esas dos escuetas vertientes.

¿Quienes son los fascistizados? Empresa bien fácil y sencilla es señalarlos con el dedo, poner sus nombres en fila: Calvo Sotelo y su Bloque nacional. Gil Robles y sus fuerzas; sobre todo las pertenecientes a la J. A. P. Primo de Rivera y sus grupos, hoy todavía a la órbita de los anteriores, aunque no, sin duda, mañana. Sin olvidar, naturalmente, a un sector del Ejército, de los militares españoles.

Claro que esas fuerzas fascistizadas necesitan una acción militar convergente. Sin ella, en vez de Gobierno, quedaría reducido a Comité electoral de un bloque anti o contrarevolucionario, que comprenderá esos mismos grupos a que nos hemos referido. Muchos parece que prefieren esa vía, deseando transferir el pleito a las urnas. Les rebasará, sin embargo, la plenitud de la coyuntura histórica.

Las posibilidades para un Gobierno de fascistizados son muchas. Muy encogidos tendrán que ser los hombres que representan hoy esas posibilidades para no hacerse cargo de ellas. De ahí que semejante hipótesis apenas se sostenga. El camino para ellos está claro, con visibilidad perfecta y fácil recorrido.

Un régimen más o menos militar no está nada fuera de las características españolas. Casi siempre ha sido España gobernada de ese modo. Los llamados espadones del siglo XIX fueron lo único que de valor político produjo esa centuria española. Unificaron, como pudieron y les fue posible, el vivir de la nación. Siempre han actuado aquí las espadas un poco como resortes supletorios. ¿No estamos hoy ante la necesidad de suplir una fuerza nacional fascista, inexistente cuando es su hora exacta y propia?

Los equipos fascistizados tendrán que desarrollar su lucha, más que contra la inmediatez azaño-marxista (hoy sólo posible en el plano electoral), contra los valores centristas de la República, todavía en pie, contra la inconsciencia y la quietud de los que aún se muestran defensores de las formas demoburguesas y parlamentaristas. El izquierdismo revolucionario no tiene hoy posibilidades en el plano de la violencia. Sí las tiene en el plano electoral. Es cuanto necesitan saber los elementos fascistizados para el desarrollo de su estrategia política.

 

* * *

 

El autor de este libro es un nacional-sindicalista, y no renuncia a la más mínima partícula de su fe en España y de su fe en el pueblo. Que no renuncia tampoco a los imperativos en que la batalla jonsista ha de empeñarse algún día.

 

Nota:

(1) Entendemos aquí naturalmente por República, no la forma de gobierno así llamada como oposición a las Monarquías dinásticas, sino las instituciones, los partidos, las ideas y los hombres que gobernaron o aspiraron a gobernar a España con el espíritu del 14 de abril.