Fácilmente se comprenderá que cuantas veces utilizamos aquí la palabra "Fascismo" lo hacemos como una concesión al vocabulario polémico mundial, pero sin gran fe en la exactitud expresiva, ya que, por nuestra parte, nos inclinamos a negar al fascismo propiamente dicho características universales.

Hablar, pues, de Fascismo en España -según es el tema de este libro- no equivale a exponer las posibilidades de que en España se instaure o no un régimen político que se inspire directamente, ortodoxamente, en el régimen fascista italiano, sino que lo que se quiere decir, y a lo que se alude, es a una política concordante con lo que, en el panorama de las luchas políticas mundiales, se conoce por "Fascismo".

Es evidente que una pesquisa del fascismo, un examen de éste, no ya como régimen concreto de un país determinado, sino como concepto mundial operante, es una empresa lícita y posible. Podemos, en efecto, poner en fila una serie de características, de perfiles, de propósitos y de sueños, que nos entrega con claridad perfecta la figura exacta del fascismo, como fenómeno mundial. En el sentido de ese concepto, y sólo en él, cabe hablar del fascismo fuera de Italia, es decir, adquiere esa palabra capacidad universalista (1).

Podrá ser objeto de investigación el por qué ha adquirido esa palabra, ese concepto político, amplitud mundial. Es decir, podrá preguntarse cada uno cuál es el secreto de su tránsito, desde la proyección episódica y concreta sobre Italia hasta la significación mundial que hoy tiene. No nos interesa a nosotros hacer aquí esa investigación. Sólo nos fijaremos en dos factores, que sin ser desde luego los únicos, ni quizá los de más profundidad, han influido considerablemente en la universalización del fascismo.

Helos aquí:

1) Su tendencia al descubrimiento jurídico-político de un Estado nuevo, con la pretensión histórica de que ese Estado signifique, para el espíritu y las necesidades de la época, lo que el Estado liberal-parlamentario significó en todo el siglo XIX, hasta la Gran guerra.

2) Su estrategia de lucha contra una fuerza social -el marxismo, el partido clasista de los proletarios-, venciéndola revolucionariamente, y sustituyéndola en la ilusión y en el entusiasmo de las masas.

 

Pues el fracaso del sistema demoburgués ofrece hoy, efectivamente, características universales. Asistimos al hundimiento de las justificaciones morales, políticas y económicas que han sido el soporte del Estado liberal parlamentario, de la democracia burguesa. Cada día son los pueblos más incompatibles con todo cuanto ese régimen significa, y tal incompatibilidad llega a la exasperación y a la violencia cuando se trata de las juventudes mundiales, que son los sectores más implacablemente cercenados por la hipocresía y la flacidez de tal sistema.

En un trance histórico así, cuando casi el mundo entero busca sustitutivos eficaces, angustiado por el derrumbe irremediable de su patrimonio político antiguo, júzguese la capacidad expansiva de un régimen como el fascista de Italia, que se presentó desde el primer día, con inteligente petulancia, como el régimen superador -y por ende, continuador- de la democracia liberal y parlamentaria. Y ello, no sólo cuando ésta naufragaba en sus propias limitaciones, sino también cuando terminaba de sufrir la tremenda embestida bolchevique, y se movilizaban las masas rojas en todas partes a favor de la dictadura proletaria, es decir, contra los pobres vestigios demoburgueses que sobrevivían.

No puede extrañar que, en tal coyuntura, la victoria fascista italiana, su pesquisa afortunada de un Estado nuevo, surgido de la entraña misma de la época, de cara a sus dificultades esenciales y apelando a los valores más firmes -la angustia nacional, la necesidad de un orden y una disciplina, la preocupación por el destino histórico y económico del "todo" el pueblo-, polarizase la atención mundial.

Y veamos el segundo factor, el que nos presenta sus tareas combativas, su orden del día contra el marxismo, su revalorización del ímpetu y de la violencia.

Cuando Mussolini tomó el Poder en Roma tenía tras de sí más de dos años de lucha armada contra el marxismo. Su victoria supuso, por de pronto, la derrota radical y absoluta de la revolución socialista en Italia. Pero no tardó en percibir la Internacional de Moscú que esa victoria era más grave de lo que pudiera creerse, que no se debía, ni mucho menos, a la sola acción defensiva de la vieja sociedad, sino que había en ella, y se daban en ella, síntomas de más robusta traza.

Lo que la Internacional marxista -las dos, la II y la III- comenzó a percibir fue nada menos que esto: el fascismo parece no ser sólo un episodio nacional de Italia. Parece no ser sólo un incidente desgraciado para la revolución socialista mundial, producido en uno de los frentes, en Italia, y restringido a él. Parece más bien un signo de otro orden, una estrategia nueva contra nosotros, provista y alimentada por valores de calidad superior a la de los hasta ahora conocidos. Parece que esa estrategia puede muy bien adquirir rango mundial, es decir, ser desplegada contra el marxismo en el mundo entero. Parece asimismo que su propósito es transformar la vieja sociedad demoburguesa, el viejo Estado parlamentario, y forjar una sociedad nueva y un Estado nuevo, con suficiente vigor para vencer incluso las contradicciones últimas del régimen capitalista. Parece también que su poder de captación consigue hasta el enrolamiento de los proletarios, de los trabajadores, uniéndolos a la pequeña burguesía, a las clases medias, a las juventudes nacionalistas y a todos los patriotas.

La conclusión marxista a esas consideraciones fue, naturalmente, ésta: ¡Lucha mundial contra el fascismo! Una consigna así dio la vuelta al mundo antes de que el propio fascismo tuviese en él análogo cinturón de admiradores. En casi todas partes se organizó y propagó el antifascismo antes que el fascismo apareciese. Y obsérvese que la consigna antifascista no era exclusivamente protesta internacional revolucionaria contra el régimen de Italia, sino que se hacía de ella consigna nacional, contra las supuestas fuerzas fascistas del propio país.

El marxismo, la mística de la revolución proletaria mundial, tiene hoy núcleos fieles hasta en los rincones más apartados del Globo. Las mismas consignas aparecen en un cartelón comunista de los bolcheviques chinos que en uno de los austríacos o búlgaros. Puede hablarse de una internacional marxista, no sólo porque hay marxistas en casi todos los países, sino porque, además, son tipos humanos de calidad rigurosamente idéntica, que han retorcido el cuello a todo signo nacional y de raza, aún a costa de adquirir una configuración espiritual monstruosa. El militante rojo es el mismo en todas partes. Dispone de las mismas armas y lucha por los mismos objetivos. Es, por tanto, también vulnerable a las mismas flechas.

Claro que ese tambor batiente y guerrero contra el fascismo coincidió con otro, de sonido antagonista y contrario: el de las gentes angustiadas por la cercanía bolchevique; el de las gentes ligadas a un espíritu nacional profundo; el de las juventudes bélicas y generosas; el de todo ese gran sector de muchedumbre a la intemperie, ligadas, sin embargo, a una lealtad y a una continuidad de la cultura de su propia sangre.

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No hay ni puede haber una Internacional fascista. El fascismo, como fenómeno mundial, no es hijo de una fe ecuménica, irradiada proféticamente por nadie. Es más bien un concepto que recoge una actitud mundial, que señala una coincidencia amplísima en la manera de acercarse el hombre de nuestra época a las cuestiones políticas, sociales y económicas más altas. Pero hay en esa actitud mundial zonas irreductibles, que son las primeras en denunciar la no universalidad originaria del fascismo. Pues su dimensión más profunda es lo "nacional". De ahí que el fascismo no tenga otra universalidad que la que le preste el soporte "nacional" en que nace (2).

Ahora bien, esa actitud, que denominamos fascista, tiene una realidad innegable en el mundo entero. Se trata de un hecho, que se dispone, con fortuna o no, a engendrar otros hechos, quizá más vigorosos. Poco importa, realmente, insistir en el modo cómo esa actitud ha llegado a adquirir vigencia. La historia se nutre y fecunda de hechos, sean cuales sean sus causas. Las fuerzas madres que la impulsan pueden tener los orígenes más sorprendentes y contradictorios.

El fascismo, la bandera del fascismo, la consigna del fascismo, la lucha en pro o en contra del fascismo, todo eso es hoy evidentemente alguna cosa, que no cabe ignorar.

Si lo ignoramos nosotros, este libro, o por lo menos su título -¿FASCISMO EN ESPAÑA?- sería imposible, constituiría, desde luego, un absurdo.

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¿Qué significa, en resumen, ser fascista? ¿Qué características ofrece esa actitud moral, política y económica que en el mundo entero se califica hoy de actitud fascista? ¿Qué aspiraciones y qué propósitos tienen esos movimientos que el mundo conoce y señala como movimientos fascistas?

Parece que esas preguntas pueden hoy ser contestadas, y ello, de acuerdo con lo que antes dijimos, sin necesidad de dirigir exclusivamente el catalejo hacia Italia y hacia Mussolini, sino capturando una dimensión esencial de nuestra época, y de la que, en realidad, es ya consecuencia y producto el fascismo italiano mismo.

Señalemos brevemente, en esquemas, las características y afirmaciones centrales, definitorias, que en opinión nuestra determinan el fascismo como fenómeno mundial:

 

1) La Patria es la categoría histórica y social más firme. Y el culto a la Patria, el impulso creador más vigoroso.

El fascismo requiere, como clima ineludible para subsistir, la vigencia de unos valores nacionales, la existencia de una Patria, con suficiente vigor y suficiente capacidad de futuro para arrebatar en pos de ella el destino espiritual, económico y político de un pueblo entero. Se actualiza así, pues, una teoría aristocrática de los pueblos, distinguiendo entre los que son mera convivencia o agregado de gentes, para realizar cada una su propio y personal destino, y los otros, los grandes pueblos creadores, que han hecho la Historia universal, y son hoy, aún, la garantía de que el genio humano sigue su curso.

La Patria, en manos de la vieja sociedad conservadora, era ya apenas un mero vocablo, muchas veces incluso fachada impresionante que escondía una red de intereses y de privilegios injustos. Era, además, una fortaleza a la intemperie, expugnable con facilidad por todas las tendencias internacionalistas que iban vomitando, día tras día, las sectas de los renegados. Y era, por fin, un valor agónico, a la defensiva, sin destreza ni audacia para convertirse en bandera de las juventudes y de los núcleos más vigorosos y más fuertes.

Parecía, pues, urgente:
a) Desalojar de su servicio a las viejas oligarquías de sentido demoburgués y conservador, que creyéndose quizá, a veces, sinceros defensores y propulsores de la idea nacional, restringen de hecho la grandeza y las posibilidades de la Patria, haciéndola coincidir con sus intereses, con sus marchitas creencias y con su idea burguesa de una vida pacífica y sin sobresaltos.
b) Poner la Patria sobre los hombros de las juventudes, de los productores y de los soldados. Es decir, de las capas más vitales y vigorosas de la sociedad nueva.

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2) El Estado liberal-parlamentario no es ya el Estado nacional. Las instituciones demoburguesas viven al margen del interés de la Patria y del interés del pueblo. No representan ni interpretan ese interés.

Los partidos políticos, las organizaciones de grupos, representan siempre intereses particulares, sin que desmienta este hecho el que representen a veces la mayoría de un país. La mayoría de un pueblo, agrupada en torno a una bandera partidista, es decir, que represente intereses particulares, puede no tener relación alguna con el interés nacional e incluso desconocerlo.

El interés supremo es el de la comunidad de "todo el pueblo". El Estado nacional es quien puede servir ese interés. La realización del Estado nacional tiene tres etapas: a) Organización de una fuerza política, al servicio exclusivo de la idea nacional y de los intereses sociales de "todo el pueblo". b) Partido único triunfante, ejerciendo su dictadura contra los viejos partidos para someter y disciplinar los intereses particulares y de grupo. c) Vigencia del Estado nacional, cuyos móviles supremos y cuya justificación histórica consisten en garantizar la realización de los designios espirituales, políticos y económicos de que sea capaz el genio nacional, con la vista fija, tanto en su apogeo creador como en las circunstancias, buenas o malas, por que atraviese el pueblo.

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3) La oposición a la democracia burguesa y parlamentaria es la oposición a los poderes feudalistas de la sociedad actual.

El fascismo nace y se desarrolla en capas sociales desasistidas y en peligro. Su representación más típica la constituyen las clases medias, que después de experimentar la inanidad de la democracia liberal, no se entregan, sin embargo, a la posición clasista de los proletarios. En este sentido, la rivalidad mundial fascismo-marxismo lo es en tanto las clases medias y los proletarios clasistas se disputan violentamente el puesto de mando de la revolución, así como cuál de los dos incorporará al otro a su empresa.

La existencia de esas fuerzas fascistizadas que se resisten a permanecer pasivas, y menos a ser retaguardia de la revolución clasista bolchevique, es una manifestación típica del actual momento histórico. Que consigan o no movilizar en torno suyo a los sectores más capaces, heroicos y abnegados, es el secreto de su triunfo o de su derrota, frente a los marxistas y frente a la vieja sociedad conservadora y demoburguesa.

Una vez vencido el marxismo, las mayores dificultades se le presentan al fascista por el lado liberal, demoburgués, donde se apiñan, no esas pobres añoranzas de la libertad perdida, como pretenden los plumíferos llorones de la democracia, sino el frente oligárquico capitalista; es decir, los dueños de los grandes periódicos, los directores de los grandes Bancos, todos los magnates, en fin, que ofrece en sus diversas formas el gran capitalismo moderno. Generalmente, todos ellos se muestran partidarios de la democracia liberal, apetecen un régimen de libertad política. Pues son, en efecto, los representantes feudalistas, quienes equivalen en nuestra época al régimen feudal de los grandes señores antiguos, mostrándose hoy enemigos de la prepotencia y de la pujanza del Estado, como sus antecesores lo eran ayer de la soberanía de los monarcas. El fascismo sabe que la democracia parlamentaria es el régimen ideal para que predominen, del modo más descarado, las peores formas de feudalismo moderno.

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4) El marxismo es la solución bestial, antinacional y antihumana que representa el clasismo proletario para resolver los evidentes problemas e injusticias, propias del régimen capitalista.

La primera incompatibilidad de tipo irresoluble del fascismo se manifiesta frente a los marxistas. Tan irresoluble, que sólo la violencia más implacable es una solución.

El perfil antimarxista del fascismo es inesquivable, pues el triunfo marxista equivale a la derrota absoluta de todo cuanto la actitud y el espíritu fascista representa. Ese triunfo supondría la quiebra del espíritu nacional, la degradación histórica de "todo el pueblo", la amputación de su libertad, el exterminio de su pujanza y de su espíritu, y, por último, la no realización de la justicia, el escamoteo de las conquistas sociales ofrecidas.

En su lucha con los bolcheviques, el fascismo dispone de otra arma tanto o más eficaz que la violencia, sobre todo para disputarle el predominio entre los trabajadores. Es su actitud social, su espíritu social. Gracias a esa actitud y a ese espíritu, el fascismo no vacila, si es necesario, en rasgar las viejas tablas de la ley de la sociedad capitalista. Y ello, con más eficacia, más equidad y menos estrago, naturalmente, que como pretendía y podría hacerlo el marxismo.

El marxismo equivale, además, a entregar la historia a los aventureros, no en el sentido de que sus dirigentes estén corrompidos, sino en otro incluso peor, pues se trata de aventureros de patrias, es decir, desconocedores y asoladores de la máxima riqueza que los pueblos tienen.

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5) Desde el momento en que el fascismo no es un producto de los sectores más conformistas de la sociedad, es decir, de los grupos más satisfechos y partidarios de la actual ordenación económica y política, su régimen y su victoria implican, necesariamente, grandes transformaciones revolucionarias.

La mecánica actual de las luchas político-sociales hace que el fascismo sea la bandera de una red complejísima de gentes insatisfechas, postergadas y descontentas. De ahí el origen multiforme de sus cupos, unánimes, sin embargo, en la manifestación de un espíritu combativo, de milicia, que revela cómo no son residuos de la vida, sino grupos valiosísimos y fértiles.

Son gentes descontentas de la poquedad de su patria, de la indefensión de sus pequeños patrimonios o negocios, de la rapacidad e ineptitud de los partidos, de la impotencia del Estado demoburgués en presencia de los conflictos sociales y de las crisis, de la monotonía y del vacío de una vida nacional escarnecida, y, en fin, de sentirse pretéridos o subestimados con injusticia por los poderes dominantes.

Al constituir el fascismo un Poder político de enorme autoridad y depositarlo sobre quienes, de modo más directo, interpretan los intereses últimos y supremos de "todo el pueblo", su primera consecuencia es sustraerlo a las potencias feudalistas demoburguesas, liberando de su yugo al Estado y al pueblo.

El fascismo es la forma política y social mediante la que la pequeña propiedad, las clases medias y los proletarios más generosos y humanos luchan contra el gran capitalismo en su grado último de evolución: el capitalismo financiero y monopolista. Esa lucha no supone retroceso ni oposición a los avances técnicos, que son la base de la economía moderna; es decir, no supone la atomización de la economía, frente al progreso técnico de los monopolios, como pudiera creerse. Pues el fascismo supera a la vez esa defensa de las economías privadas más modestas, con el descubrimiento de una categoría económica superior: la economía nacional, que no es la suma de todas las economías privadas, ni siquiera su resultante, sino, sencillamente, la economía entera organizada con vistas a que la nación misma, el Estado nacional, realice y cumpla sus fines.

Todo lo que supone el fascismo de "democracia organizada y jerárquica", su base social sindicalista y corporativa, su concepción totalitaria del Estado, etc., es lo que le pone en pugna, tanto con muchos intereses particulares como con las viejas formas políticas, y lo que a la vez le obliga, ineludiblemente, a presentarse en la historia con perfiles revolucionarios.

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6) El fascismo busca un nuevo sentido de la autoridad, de la disciplina y de la violencia.

Respecto a la autoridad, vinculándola en jefes verdaderos. Respecto a la disciplina, convirtiéndola en liberación, en eficacia y en grandeza del hombre.

En cuanto a la violencia, su actitud es la propia de quien se sabe ligado profundamente al destino histórico de un pueblo. Es la propia de quien acepta el espíritu de sacrificio y la idea del deber, aun a costa de su misma vida. Y es la propia también -¿por qué no decirlo?- de quien sabe que la vida es lucha, y que donde el hombre se mutila su sentido de la energía y de la violencia triunfa el espíritu rastrero, eunocoide e hipócrita, de los peores representantes de la especie.

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Esos son los rasgos fisionómicos de la actitud fascista mundial. Con mayor o menor fidelidad a algunos de ellos, así piensan los individuos y los grupos a quienes se dirigen las invectivas del antifascismo mundial.

Idea nacional profunda. Oposición a las instituciones demoburguesas, al Estado liberal-parlamentario. Desenmascaramiento de los verdaderos poderes feudalistas de la actual sociedad. Incompatibilidad con el marxismo. Economía nacional y economía del pueblo frente al gran capitalismo financiero y monopolista. Sentido de la autoridad, de la disciplina y de la violencia.

Es evidente que esta actitud, estas ideas, aspiraciones o propósitos, están en el ambiente público, con capacidad, por tanto, no sólo para dar vida polémica y justificación a partidos o movimientos políticos determinados, sino dispuestas a ser recogidas, en mayor o menor escala, por cualesquiera organización, por cualquier gran instrumento histórico de mando. Pues no hay sólo individuos, grupos y organizaciones fascistas, sino también, y quizá en mayor relieve, individuos, grupos y organizaciones fascistizadas.

 

Notas:

(1) A primera vista parece que estos juicios nuestros se oponen a la concepción del fascismo que defienden algunos de sus teóricos más ilustres. Por ejemplo, la expuesta por Giménez Caballero en su conocido libro La nueva Catolicidad, que le asigna, como indica su mismo título, el rango de una fe universalista nueva. No hay, sin embargo, contradicción esencial, porque esa catolicidad o universalidad fascista la atribuye Giménez Caballero no estrictamente al fascismo mussoliniano, sino más bien a esa resultante mundial a cuya pesquisa nos estamos refiriendo. Hay además en Giménez Caballero el factor ROMA, inesquivable para comprender su concepción del fascismo. De acuerdo con los juicios que exponemos, podríamos decir, tan sólo, que ese famoso teórico del fascismo ha ido quizá demasiado lejos. O que se ha anticipado.

(2) El triunfo del nacional-socialismo hitlerista en Alemania entra de lleno en la fenomenología mundial del fascismo. Es su mejor expresión y la mejor corroboración de cuanto venimos diciendo. En primer lugar, denuncia la no universalidad específica del fascismo, ya que no tiene, ni puede tener, una política internacional propia, única. Es sabido que es en su política internacional donde aparece el genio de un pueblo, en relación con sus más altos designios. Lo mismo que no caben farsas con la muerte, no caben tampoco falsificaciones y artificios en la política internacional que un pueblo hace. Pues bien, hoy existen en Europa dos pueblos, dos Estados, de los llamados fascistas: Italia y Alemania. Es notorio el antagonismo internacional de sus políticas. Y es más: muy difícilmente, aun variando el mapa diplomático y la mecánica actual de los Estados europeos, podrían conciliarse los destinos internacionales, históricos, de esos dos pueblos, quizá más antagónicos, o si se quiere sólo, menos coincidentes mientras más "fascistas" sean.
El hecho alemán nos permite confrontar también una de las peripecias de la ruta: los nazis no hicieron la propaganda, ni alcanzaron su victoria, al grito de "¡Viva el fascismo!". Pero todos aquellos que obstaculizaron esa propaganda y se opusieron a esa victoria lo hicieron, en cambio, al grito de "¡Abajo el fascismo!". Repitamos que el movimiento nacional-socialista aclara considerablemente nuestro juicio acerca de cuál es, en realidad, el carácter universalista del fascismo.