Los períodos revolucionarios presentan una lógica más implacable y exacta que los períodos políticos normales. Nunca es más fácil orientarse y emprender con optimismo y acometividad una acción política que cuando se anda en la tarea de hacer o batir una revolución. (Entre paréntesis, cosa ésta en realidad idéntica, porque es de elemental aprendizaje que una revolución sólo puede ser batida, destruida y anulada haciendo en su lugar otra revolución diferente, de más vigor, audacia y rotundidad que la primera.) Ello consiste en una mayor simplicidad, una más clara y abierta desnudez con que los hechos políticos se presentan. En cuanto una revolución se inicia, el número de posibilidades, de cartas que intervienen en el porvenir inmediato del país, donde tal cosa acontezca, se reduce de un modo notorio. Pueden ocurrir, pues, un número muy exiguo de cosas, y además en tiempo breve, de presunción fácil. He ahí por qué repetimos ser de orientación más sencilla, de profecía más elemental y, por tanto, de estrategia política más segura los momentos revolucionarios que los otros.

 

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Todos los españoles vemos y advertimos ahora el desarrollo de la revolución de Abril. Desde el primer día eran bien previsibles sus etapas, el destino que esperaba a los motivos ideológicos de su presencia, el juego de ambientes y rutas a que habían necesariamente de ligarla, de un lado la realidad económicosocial de España y de otro la atmósfera política de Europa. Todos esos factores, sin olvidar el tipo de odios y entusiasmos que destilaban las masas, permitían asegurar desde el primer instante que la solución liberal burguesa, la exigencia ortodoxa y sincera de un régimen parlamentario democrático estaba en absoluto desplazada como meta de la revolución. Y ello, no porque faltase en los hombres y grupos políticos voluntad de alcanzar o construir un régimen de ese carácter, sino porque se trataba de una empresa de veras imposible. En el siglo XX no hay elementos políticos ni económicos ni temperamentales para instaurar en parte alguna un estado liberal, burgués y parlamentario.

El gran sector de españoles para quienes una verdad así permaneciese obscura ha tenido ya dos años de aprendizaje eficaz, tras de los cuales es legítimo señalar como ineptos evidentes para entender cosas políticas a quienes sigan aún impermeables a certeza semejante. Está, pues, bien claro que la revolución democrática de Abril, con su bagaje de cosas posibles e imposibles, se va convirtiendo de un modo necesario en revolución socialista. Pues este partido es el único grupo para quien no supone obstáculo grave el advertir la imposibilidad de los propósitos democráticos. Todos los demás que acometieron con él la tarea de dotar a Espada de órganos e instituciones liberales sienten ahora el vacío de sus sueños, el naufragio de los sistemas y de las ideas de que nutrían su propia existencia política. Y así, o son desplazados del Poder, como Lerroux (a quien puede ya asegurársele que no dispondrá de ministerio alguno para sus amigos hasta que no reconozca la «verdad» de los socialistas), o se ven obligados a declaraciones antiliberales rotundas del tipo de las enunciadas hace breves días por el señor  Albornoz en las Cortes.

¿Hay, por tanto, que resignarse y entregar definitivamente los mandos a los socialistas como únicos a quienes no alcanzan ni importan las lamentaciones ante las libertades fugitivas? Todo lo que hoy en España es gubernamental contesta decididamente que si. Y todo lo que en Espada quede a extramuros de eso tendrá que plantearse la pavorosa realidad que un «sí» de tal naturaleza representa.

 

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Nosotros tenemos la sospecha, casi más bien la seguridad, de que España está hoy indefensa contra la probable victoria marxista debido a la estrategia errónea que siguen los partidos, periódicos y sectores a quienes interesa desde luego impedir ese triunfo. Frente al marxismo no caben actitudes como las que hoy se advierten y esgrimen. No se le puede combatir en nombre de la libertad política porque, aparte de que hoy no cae nadie en ella ni nadie necesita de ella en serio, no había de serle difícil a los socialistas presentarse ante las masas como sus campeones más auténticos y rigurosos. Tampoco oponiéndole en bloque una clase extraproletaria, porque eso sería sencillamente aceptar y proclamar la licitud de la lucha de clases, que es lo que desea y se afana el marxismo en conseguir. También afirmamos la ineficacia de las consignas de orden exclusivamente religioso, porque el tener o no tener creencias no implica un compromiso de batalla política, y cada día, por otra parte, aparece más notoria la inhibición de las masas de creyentes en el plano de las eficacias políticas modernas.

Pero en 1933 no es ya tan sólo un producto teórico, sino que se ilustra con ejemplos de resonancia amplísima la afirmación de que contra el marxismo no hay batalla posible sino desde la trinchera nacional, desde una doctrina más prieta, segura y rígida aún que la suya; es decir, a la que afecte menos el fracaso de los viejos artefactos demoliberales. Esa batalla y esa doctrina garantizan a la vez la adhesión y el concurso de las masas mismas que hoy se polarizan en torno a la angustia social de que el marxismo se nutre, y que hay que arrebatarle con coraje, seguridad económica y emoción nacional purísima. La clave de esto que decimos ha sido descifrada rotundamente en Italia y Alemania, ejemplos concretos y cercanos que podan de nuestras palabras todo brote de especulación y de fantasía.

 

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Una doctrina nacional, una concepción sindicalista o corporativa del Estado y una estrategia audaz y segura son los ingrediente únicos de la revolución que hay que realizar para detener, machacar e impedir la revolución socialista. Todo lo demás puede muy bien encomendarse al primero que lo solicite.

¿Existe esa doctrina o por lo menos se desarrolla esa estrategia inteligente? Con relación a esto último, confesamos que hemos visto demudados la actitud de la Prensa antimarxista ante el discurso de Largo Caballero en Ginebra y las declaraciones de Albornoz en el Congreso. ¡¡Se ha calificado todo eso de fascista!! Es decir, lo que aquí se llaman las «derechas han proclamado que los gobernantes españoles son ¡¡fascistas!!

Todo esto, aparte de otras cosas, revela una ausencia radical de estrategia política en esos medios. Porque un discurso como el de Largo Caballero, que se inspiró en conceptos leninianos y fue pronunciado por un notorio militante marxista, no precisa del fascismo, del concepto fascista antiliberal del Estado, para explicar la oposición que en él se contenga a un régimen parlamentario democrático. Es más fácil y verdadero presentarlo como lo que en realidad fue: un discurso bolchevizante. ¿Es que cree esa Prensa que debilita y hostiliza más al Gobierno presentándolo como fascista que como servidor de un destino bolchevique? En cuanto a los conceptos antiliberales del señor Albornoz, calificados asimismo de fascistas, la explicación es idéntica; sólo que en vez de requerir para comprenderlos la presencia del hecho ruso, pues Albornoz no es marxista, nos basta acudir al hecho mejicano, a los posos de coacción jacobina con que todas las situaciones revolucionarias se defienden.

Créasenos, señores, que por ahora lo más urgente aquí es sólo y nada menos que esto: un estratega. Es decir, quien señale e indique por dónde aparece cada día el punto vulnerable. ¿Pues no estamos ante la urgencia de un plan de operaciones políticas?

 

(«Informaciones», Madrid, año XII, nº 3528, 6 – julio – 1933, p.1)