Todas las peripecias políticas que vienen aconteciendo en España desde hace varios meses responden a una pugna sencillísima. De un lado, la línea marxista que representa el socialismo, con su lógica implacable y fría, operando minuto a minuto sobre los dóciles perfiles de la revolución de Abril. De otro, las técnicas políticas decimonónicas, con ideales inoportunos y marchitos, que esgrimen y utilizan las fracciones parlamentarias de oposición, los periódicos independientes e incluso los grupos que hasta aquí no parecían ostentar la bandera demoliberal de un modo muy ortodoxo.

No es, pues, esencial, para que cambie de aspecto el dramatismo de la política española el hecho, inmediado o no, de que caiga el Gobierno Azaña. Quienes sigan el proceso revolucionario con cierta serenidad y algún conocimiento de la verdadera significación con que operan en nuestro siglo las fuerzas e ideales aquí en pelea, ese hecho de producirse, no puede resolver, ni aclarar, ni modificar la ruta de la revolución.

Podrá caer el Gobierno Azaña. Podrá incluso no haber ministros socialistas en el Gobierno que lo substituya. Pero a la vez puede también afirmarse sin riesgo, rotundamente, que si la nueva situación no dispone frente al marxismo de otras defensas y otras bases que las conocidas, ensayadas y fracasadas defensas de los partidos y agrupaciones que hoy existen, el predominio socialista sobre el régimen, el control de la revolución por el socialismo cambiará de aspecto, de signo, pero no de realidad en la zona esencial del mando.

No hay, pues, derecho a engañar a nadie ni engañarse. Para la gran cantidad de españoles —la inmensa mayoría nacional— que, por móviles y motivaciones muy diversos, mostramos interés, afán y propósito firmísimo de detener la ola marxista hoy triunfante, es de importancia suma aclarar el problema de los medios y eficacias que están ahí a mano para conjurar el peligro.

Y ese juego vano de que vociferen y peleen contra el marxismo, que es, no se olvide, inteligente y violento, unas fuerzas inermes, sin voluntad y sin filo, puede originar la fácil victoria marxista, que coloca ante sí una meta rotunda, que aún aceptando la ruta parlamentaria del régimen liberal burgués, no renuncia a sus consignas, frases ni tácticas revolucionarias, logrando así una eficacia política de imperiosidad indiscutible.

 

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Es ya un axioma de la política europea más reciente que bajo un régimen liberal burgués el marxismo crece, se impone y triunfa. No hay dificultad alguna para explicarse una afirmación así. Pues caracteriza al marxismo sobre cualesquiera otro rasgo suyo el que se trata de una fuerza abiertamente antinacional, ajena a la raíz misma de la existencia nacional, desligada de ella y de su servicio. Y es bien sabido como la idea nacional, el culto de la Patria, se resquebraja y aniquila en el librecambio político de las luchas parlamentarias a través de los grupos y partidos en discusión y pelea permanentes.

La idea de Patria es de tal naturaleza, que se contradice con la posibilidad de que en sus recintos haya un disconforme, un enemigo. Pues la aceptación pura de este principio, sobre el cual nadie admite duda, es lo que ha llevado a algunos grandes pueblos de Europa a realizar el hallazgo de la única eficacia posible contra el marxismo. Y es la forja de una organización que tome sobre sí la tarea de enarbolar a la desesperada la bandera nacional en peligro, el llamamiento al pueblo, que es a quien pertenece en su instancia más pura el derecho a una Patria y a unos ideales nacionales, para que defienda su propia alma y su propio destino.

Y ese llamamiento al pueblo, esa utilización e intervención de las masas populares en la lucha contra el marxismo da entrada a la verdadera angustia social que nuestra época conoce. La burguesía demoliberal es incapaz de comprender en sus dimensiones exactas la realidad social de nuestro siglo. Sus instituciones son inservibles y carece en absoluto de rutas claras que ofrecer a las masas. Y he aquí otro motivo, otra razón, para que aparezca como sierva del marxismo y, así, frente a él, no distingue otra diferencia que la del tiempo o rapidez con que debe procederse a las reformas o subvenciones de carácter social que aquél propugna. Que, por otra parte, cree lícitas y acertadas, y sus únicos reparos nacen, repito, de su interés en el que se destilen gota a gota.

 

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He aquí, pues, el problema. La revolución de Abril sirve hasta aquí con toda pureza a la línea marxista. No hay hoy en España sino marxismo y burguesía demoliberal. Lo que después de las consideraciones hechas permite decir que no hay sino marxismo. Y véase como desde semejante atalaya la cuestión no es la caída o sostenimiento del Gobierno. El primer rango no correspondería a ese hecho, sino a la posibilidad de que surja en España alguna cosa, alguna organización popular que alumbre sobre el escenario político una eficacia diferente.

Sólo un movimiento que recoja el sentido social de las masas frente a los errores económicos del marxismo y nutra de corazones jóvenes el servicio de una grandeza nacional española puede romper en cien pedazos la pugna mediocre que denunciamos en este artículo. Crear las nuevas instituciones justicieras que precisa nuestro pueblo y, sobre todo, descubrir briosamente que el fracaso terminante de la monarquía y el casi igual de los procedimientos instaurados con la República, no ciega ni aniquila la capacidad de España, del pueblo español, para realizar el hallazgo de otro régimen social y político que el que cabe y ha cabido en aquellas dos denominaciones.

Señales y síntomas de que ello pueda tener efectividad se advierten ya en ciertos medios juveniles, que se disponen al parecer, a iniciar el gran salto.

 

(«Informaciones», Madrid, año XII, nº 3412, 2 - marzo - 1933. p. 1)