No necesitamos por ahora más puntales teóricos que los imprescindibles si acaso para sostener y justificar la táctica violenta del Partido. La primera verdad jonsista es que nuestras cosas, nuestras metas, están aún increadas, no pueden ofrecerse de un modo recortado y perfecto a las multitudes, pues son o van a ser producto o conclusiones de nuestra propia acción.
Por eso, las Juntas eluden y rechazan vincularse a fórmulas de estricta elaboración teórica, llegadas al Partido desde fuera de él, y postularemos siempre el aprendizaje político en la acción de cada día. Nos alarma la sola presunción de que el ambiente que hoy se inicia en España, favorable a extirpar de raíz los brotes marxistas y las frías palideces de la democracia burguesa, se resuelva y disuelva en una invocación formularia y sin brío. Pues anda ya por ahí una consigna que va convirtiéndose en el asidero fácil de muchos cerebros perezosos: el Estado corporativo.
Nosotros sabemos bien que lo de menos es mostrarse partidario de eso que se llama Estado corporativo y soñar con su instauración y triunfo. Ese hallazgo, por sí solo, se convertiría en una meta tan invisible y fofa como es para los anarcosindicalistas su pintoresco comunismo libertario. No, camaradas, no hay que hablar, o hay que hablar muy poco, en nuestras filas del Estado corporativo ni de si van a ser así o del otro modo las instituciones. Es la única manera de que lleguemos algún día a edificar grandiosamente un régimen corporativista en España, como en las JONS decimos, un Estado nacional-sindicalista. Once años triunfales lleva vigente en Italia el fascismo, y es al cabo de ellos cuando Mussolini inicia de modo efectivo la forja del Estado a base de las corporaciones.
El problema de nuestra España es de índole más primaria y simple, y también de otro tipo de urgencias. Nos corresponde la tarea inmediata de vigorizar la existencia nacional misma, encajando el vivir de España sobre los hombros hoy en gran parte intolerablemente indiferentes de los españoles. Muy pocos se sienten hoy ligados de modo absoluto al destino de su Patria. Ese es y tiene que ser nuestro primer propósito. Sin cuya consecución no podremos reclutar milicias bravas que combatan a los rojos ni llevar al ánimo de los trabajadores, que es ahí, en la Patria, donde reside la protección absoluta contra el paro, la injusticia y la miseria, ni frenar las apetencias de poderío económico y social de la alta burguesía capitalista, que ve en los regímenes demoliberales la posibilidad de enfrentar sus feudos contra el Estado, al que, por tanto, necesita canijo, extranacional y expectante.
Nadie, pues, se engañe. La lucha contra el marxismo, el camino hacia el Estado corporativo, es todo menos una cosa fácil, hacedera con sólo proponérselo una mayoría parlamentaria. El Estado corporativo, el sindicalismo nacional, presupone una Patria, un pueblo con conciencia de sus fines comunes, una disciplina en torno a un jefe y una plenitud nacional a cuyos intereses sirven las corporaciones. Es decir, un Estado auténtico, fundido con la ilusión popular y con la posibilidad misma de que halle paz y justicia para las gentes. Y sobre todo, cien mil hombres de armas, movilizados no por la circunstancia de un cupo o de un sorteo, sino por la imperiosidad de salvarse heroicamente, salvar la civilización donde se ha nacido, la tradición de la tierra propia, es decir, salvar la unidad, la grandeza y la libertad de la Patria. Sin eso, nada. Pues actitudes como la nuestra son, de por fuerza, maximalistas. ¿Cómo hay quien desde un plano frío, pacífico y sin apelación entrañable a la dimensión más profunda de la Patria se atreve a hablar de corporaciones, vida tensa del Estado y antidemocracia? Ese es el equívoco de la Acción Popular y de todos los pseudofascismos que andan por esos pueblos, triunfantes o no, como el régimen de Dollfuss, de Salazar, etc. No hay en ellos soporte nacional legítimo. Es decir, no hay una Patria con suficientes posibilidades históricas para dar cima a los «fines» del Estado. Pero en España existen y radican esas posibilidades. Por eso es intolerable aplicar aquí tales frígidas recetas y adoptar su levísima temperatura.
El paso del Estado liberal parlamentario a un régimen de corporaciones, a un régimen de imperio -que ésta es la palabra-, supone que se desplaza del individuo al Estado el rango primordial en cuanto a los fines. Un Estado nacional-sindicalista, un imperio, sitúa sobre los individuos y las clases otro linaje de jerarquías. Es ahí donde reside su eficacia social, su autoridad y su disciplina.
Pero volvamos a la inmediatez española, a la urgencia nuestra. Reconocida la necesidad de la revolución totalitaria, lo imprescindible de un triunfo sobre las tendencias disgregadoras de los partidos y sobre la barbarie roja, nos corresponde jalonar las etapas. Hoy las JONS tienen que preocuparse, en primer lugar, de conseguir la organización de grupos de choque, capaces para dar batalla violenta al marxismo y a los separatistas en los focos traidores donde acampan. Es nuestro primer problema, y eludirlo supone edificar en el vacío, equipararnos a esos «fascios» de aficionados que andan por ahí. El Partido, su futuro y las grandiosas metas españolas que nos orientan, dependen de que realicemos con éxito esa primera etapa. Sin ella no hay JONS, ni habrá España, ni régimen corporativo, ni nada que merezca la pena ser vivido en la Península. Pues esos grupos, esas avanzadas del coraje español serán la levadura para que todo el pueblo perciba la angustiosa verdad de España y se una decidido a nuestras tareas.
Dejad, pues, camaradas, que los teorizadores y los optimistas de las fórmulas tejan sueños vanos. Nos consta lo inocuo de tales especulaciones si no se asientan y subordinan a la eficacia diaria y permanente de una acción briosa. Se acabaron en España las revoluciones fáciles y las conquistas sin esfuerzo. No podría sernos perdonado que en ocasión como la actual, en que la España más joven y mejor intuye y prevé la posibilidad de reconstruirse, nos deslizásemos las avanzadas por rutas de salida mediocre.
Las revoluciones no se hacen solas, sino que requieren y necesitan hombres de temple, hombres revolucionarios. Nuestros grupos tienen que poseer mística revolucionaria, es decir, creencia firme en la capacidad de construcción, que sigue a las masas nacionales cuando éstas imponen y consiguen conquistar revolucionariamente a la Patria. Pues se conquista aquello que se estima y quiere. Y las JONS no tienen otra estimación y otra querencia que la de servir una línea de poderío y eficacia para España.
No hay romanticismo lírico en nuestra actitud. Es que necesitamos y precisamos de la Patria para el desarrollo cotidiano de nuestro vivir de españoles. Es que con una España débil, fraccionada y en pelea permanente consigo misma no hay en torno nuestro sino indignidad, vacío, ruina, injusticia y miseria. No añoramos nada o muy poco; es decir, no nos situamos, política y socialmente, como tradicionalistas, sino como hombres actuales, cuya necesidad primera es sentirse españoles, disponer de un orden nacional donde confluya nuestro esfuerzo y se justifique incluso nuestra propia vida.
Todo cuanto hay y existe en España adolece de esa infecundidad radical que consiste en estar desconectado de toda emoción y servicio al ser histórico de España. En plena anarquía antinacional o por lo menos indiferente a que las tareas nacionales, los fines comunes, lo que da entrañas y personalidad a la Patria, se realice o no.
Ahí están las regiones pidiendo Estatutos. Los sindicatos de trabajadores contestando al egoísmo antinacional de los capitalistas con su exclusiva preocupación de clase. Los funcionarios, pendientes del sueldo y de las vacaciones, etc. Las JONS incorporan ante todo la consigna de nacionalizar esos grupos y esos esfuerzos que viven fuera de la disciplina española, en el vacío de una lucha y de una agresividad ciegas.
Y son los trabajadores, es decir, los sindicatos obreros los que con mayor urgencia y premura tienen necesidad de que se vigorice y aparezca sobre la Península la realidad categórica de España. Suelen pedir ellos la nacionalización de ciertos servicios, de determinadas zonas de la producción, pero nadie en su seno les ha planteado la imperiosidad de nacionalizarse los mismos sindicatos, es decir, de situar su lucha y su carácter en un plano nacional de servicio a España y a su economía. Bien se cuidan los dirigentes marxistas de que este objetivo no aparezca. Pues les interesa el forcejeo diario y la ignorancia misma de que España existe y tiene una economía propia que no coincide ni es la economía privada de estos o de los otros capitalistas, sino la que sostiene y alienta su realidad como Nación, la economía del pueblo, de la que depende estrictamente su bienestar y su trabajo.
Pues hay las economías privadas de los españoles. Pero hay, y sobre todo, la economía nacional, la economía de España, cuyo estado próspero y pujante es la garantía de la prosperidad y pujanza de España. Y es España el objeto y fin de la economía. Ahora bien, es notorio que el bienestar económico de las masas obreras depende más de la economía española que de las economías privadas de los capitalistas. Una política, por ejemplo, de salarios altos no significa nada, en el terreno de las ventajas populares, si va seguida de una inflación. Y ello sin perturbar la economía de los capitalistas, que tienen mil medios, incluso de lucrarse con la política financiera inflacionista. Puede haber españoles multimillonarios y por imperativos económicos haber también la imposibilidad de poner el menor remedio a las masas hambrientas. Esto lo saben también de sobra los dirigentes rojos. La única economía a la que están realmente vinculados los intereses de las masas, es la economía nacional. Que implica un Estado robusto, una España grande e incluso temible. Su existencia interesa, más que a nadie, a las propias masas, y es ahí, en predicarles lo contrario, donde aparece la traición y el engaño de que les hacen objeto los marxistas.
Por eso las JONS, con su idea nacional-sindicalista, con su aspiración a situar sus problemas y sus soluciones en el plano de la grande y gigantesca realidad que resulta ser la Patria española, es la auténtica bandera de los trabajadores. Los propagandistas del Partido pueden decirlo así, sin miedo a demagogias ni a practicar frente al pueblo proselitismos engañosos y falaces.
(«JONS», n. 6, Noviembre - 1933)