Los hombres tienen siempre necesidad de algo que esté sobre ellos, y cuya colaboración invocan, de un modo consciente o no. Por ejemplo, ese saberse en la línea lógica de la Historia, con una ruta sin pérdida, en cuyo final está irremisiblemente el triunfo de cuanto ellos estiman justo y verdadero. Quizá el movimiento social contemporáneo que ha adoptado más intensamente esa posición de seguridad de que pasase lo que pasase, a pesar de todas las dificultades y obstáculos que suponía la realidad hostil, la victoria última estaba fatalmente escrita, ha sido el movimiento socialista.

El marxismo construyó, en efecto, unas categorías económicas e históricas que conducían de un modo sistemático y seguro a la edificación de la sociedad socialista. Fracaso de esto, contradicción entre esto y aquello, aparición fatal de este o aquel fenómeno, concentración de estas o aquellas energías, decrepitud de estos o aquellos factores sociales, etc., etc. Y por fin, naturalmente, indetenible triunfo revolucionario de los trabajadores rojos. Así de sencillos, simples y artificiosos son los pilares de la concepción marxista. Pero la eficacia para la agitación y la movilidad formidable de las masas ha sido enorme. Cincuenta años febriles en que ha bastado proyectar entre las masas obreras la rotunda película marxista para ganarlas, sin más, al nuevo dogma, convencidas y seguras de que la Historia, el tiempo y otras divinidades estaban a su lado.

Los agitadores rojos han alimentado, pues, sin dificultad la esperanza y el entusiasmo de las masas, utilizando idéntica temperatura psicológica, a la que significaba para los antiguos el saberse protegidos y amparados por los dioses en alguna de sus empresas. La escisión de las fuerzas marxistas en dos frentes, uno comunista revolucionario y otro reformista, ha sido quizá la única consecuencia contradictoria para sus fines que encerraba en su seno el marxismo. Los partidos socialistas o socialdemócratas, acogidos con rigor a la firmeza de que el triunfo llegaría fatalmente, casi por sí solo, han seguido la táctica de esperarlo de una manera paciente. La rama comunista sostiene, sí, idéntico dogma, pero estima que es posible, y desde luego más digno y más marxista, atrapar la victoria sin búdicas esperas, por vías revolucionarias y violentas.

Ese fatalismo marxista, que aparece expresado con la denominación pedante de «socialismo científico», es decir, seguro y riguroso, se resquebraja hoy por grietas múltiples. La demostración de la falsedad de sus asertos, de la falacia de sus esquemas, no está siendo una demostración conceptual y silogística, no la han conseguido los teóricos ni los profesores, sino que es un producto formidable de los hechos históricos.

Se avecina, pues, y llega con premura la disolución del marxismo, porque concluye su capacidad para ilusionar y alumbrar el próximo futuro de las gentes. El proceso de la economía y de la sociedad burguesas, la culminación del capitalismo como sistema de producción, son hechos a la vista; sus contradicciones, dificultades y crisis también lo son. Lo que no aparece como ineludible es que esas contradicciones, esas dificultades y esas crisis se resuelvan y terminen en una edificación socialista.

Algo está ahí que le ha usurpado, que le ha desplazado del campo de las victorias. Los pueblos descubren su realidad nacional, recurren a sus propios valores económicos y morales y afianzan en ellos sus energías revolucionarias.

La revolución mundial roja ha sido desplazada por una serie de revoluciones nacionales, en las que han tenido y les corresponderá tener una intervención heroica gentes que procedían de aquellos sectores sociales a los que precisamente juzgaba el marxismo por completo invaliosos. Mal planteadas estaban, pues, las tesis marxistas. Había más salidas revolucionarias que las suyas. Con más capacidad de heroísmo y más empuje violento que el que desarrollaban las filas rojas. Nutriéndose, por tanto, de calidades humanas superiores a aquellas sobre que tenía sus bases la revolución socialista. Esas revoluciones nacionales, antimarxistas, hechas con aportaciones de pequeños burgueses, intelectuales patriotas y antiguos militantes desilusionados del revolucionarismo internacionalista, son las que han ganado hoy la atención del mundo. Son las revoluciones fascistas, rótulo este al que no cabe otro sentido que el de haber sido la revolución fascista italiana la primera de ellas en el orden cronológico que tuvo efectividad y éxito. Pero que sería absurdo señalar como inspiradora, rectora y originaria de las revoluciones nacionales de estos tiempos. En primer lugar, porque la revolución nacional, es decir, la que de un modo sincero, hondo y entrañable hace un pueblo -y éstas son las únicas que triunfan- no puede nunca ser un plagio, una copia de la que haya hecho otro pueblo. Con estas mismas intuiciones reaccionó Italia contra el bolchevismo, cuya revolución obsesionó en 1920-21 a las masas con un intenso afán imitativo. Lo destaca y señala magníficamente Marinetti en el ensayo de 1919, que resucita ahora nuestra Revista.

El proceso de la economía, los tremendos chasquidos sociales de esta época, las apetencias de las gentes, su estilo vital, todo, en fin, favorece la presencia de los revolucionarios nacionales y la derrota de los revolucionarios rojos. Pues sólo una economía nacional auténtica, es decir, viviente como un organismo completo, puede desplazar las crisis y las dificultades que se oponen hoy a la satisfacción económica de las masas. Los pueblos de economía simple, es decir, meramente industrial o agrícola, asentada sobre una sola de esas dos grandes ramas de la economía, son los que sufren hoy con más rigor la crisis económica y el paro. En cambio, las economías nacionales mixtas o completas alcanzan una eficacia y una normalidad envidiables. Hay, pues, una categoría nacional, una dimensión decisiva, que hace inevitable su robustecimiento.

De otra parte, las convulsiones que agitan a las masas reclaman, como nunca, un orden rígido, extraído, naturalmente, de ellas mismas, con el entusiasmo, decisión y eficacia con que se producen las conquistas revolucionarias. Y ese orden necesario y esa disciplina son inseparables de una Patria donde se producen y cuya existencia y servicio es la finalidad última donde ellos tienen justificación.

En cuanto al estilo vital de nuestra época, deportivo, limpio y fuerte, se enlaza de un modo notorio con la significación histórica de las estirpes nacionales. Los pueblos vuelven felizmente a ilusionarse con la posibilidad de pertenecer a una Patria que realiza en el mundo las tareas más valiosas.

Si tenemos, pues, que las economías son catastróficas si no son economías nacionales. Y que no existe un orden, una disciplina, si no son un orden y una disciplina nacionales, es decir, al servicio de una Patria e impuestos en nombre de ella y por ella. Y que no hay en las masas vida alegre y limpia si no se mueven y circulan en una órbita nacional, participando emocionalmente de sus peripecias por la Historia. Si todo eso es cierto en la hora actual del mundo, por lo menos en sus zonas decisivas, en los grandes pueblos, se comprenderá fácilmente la razón de la retirada marxista.

El marxismo podía ser una solución contra el mundo viejo de los egoísmos capitalistas y de la sordidez demoliberal. Pero otra revolución más brillante, eficaz y verdadera lo desplaza. A ésta amparan y ayudan hoy las mismas divinidades que al principio decíamos presentaba el marxismo como suyas. Todo conspira hoy para el triunfo de la revolución nacional. La hora marxista pasó sin ensayarse. Esta es la realidad del mundo.

¿Y España? ¿Se concentrarán aquí como trinchera última los esquemas fracasados y se retrasará nuestra voluntad española de vivir? No contestamos ahora a esto. He pretendido sólo situar esa realidad de que el marxismo ha perdido o está a punto de perder esa capacidad asombrosa de que ha estado dotado durante los últimos treinta años para situar como ineludible la victoria socialista. Hace quince años no había razones ni cordones frente a la avalancha marxista. Sólo la fuerza pública mercenaria de los viejos Estados demoliberales, cuyos gobernantes, en lo íntimo, veían justas y verdaderas, aunque dolorosas y temibles, las aspiraciones del socialismo.

Hoy hay ya lo único que puede vencerla: los pueblos mismos, las masas mismas, entregando su fervor no a la revolución social ni a la revolución antinacional roja, sino a una revolución a la vez nacional y social. El descubrimiento fascista no es otro que éste: a la revolución marxista no se la bate ni destruye con métodos contrarrevolucionarios, sino haciendo con más perfección, amplitud y justeza la revolución misma. Ya hablaremos extensa y concretamente de España, de nuestro caso español, que es el que nos atenaza y angustia.

* Artículo escrito por Ramiro bajo el pseudónimo de «Roberto Lanzas».

(«JONS», n. 8, Enero - 1934)