Una cosa no saben, de seguro, esos humoristas trisemanales: que los detritus, aun purificados en crisol, no dejan de ser detritus. Ahí están, debatiéndose ante el fracaso, sin reconocer el inmenso cono de sombra que les cerca. Son los residuos de una generación invaliosa, vendida al espíritu extranjero y a la frívola caducidad.
Nacieron y surgieron del viejo Imparcial, y a la zona imparcial regresaron de nuevo. Para ese viaje no era preciso ir a Alemania y regresar con empaque de genios. La cosa es sencillísima. Hace veinte años existía en España un periódico acreditado: El Imparcial, que dejaba bien cumplidos los afanes pequeñitos de cultura. Eran hojas liberales, de discreto semblante familiar. Allí andaba ya don Félix Lorenzo, rezagadísimo caviano, con su misma mediocridad y su mismo éxito cazurro. Llegó una nueva generación, y a su frente el auténtico maestro Ortega y Gasset, que no cabía ya en aquellos estrechos límites, y fundó el nuevo órgano «España», revista de compleja memoria y de historia aún más compleja.
El proceso continuó, naciendo El Sol. Iban a alimentar el fuego solar aquellos jóvenes de entonces, al grito de europeizar los espíritus. Así el periódico era de corte inglés y savia germana. No podía pedirse más. El Sol tuvo, al parecer, momentos magníficos, que nosotros, jóvenes recién llegados, no conocimos. Pero no pudo durar mucho la hoguera entusiasta. Se especulaba con ideales extranjeros, y muy pronto se agotaron los repertorios aprendidos. ¿Qué iba a pasar? Aquellos economistas, escritores, abogados y filósofos solares se encontraron un buen día con que la realidad española repudiaba sus esfuerzos. ¿Qué hacer? La desbandada inevitable rasgó los aires. El Sol rompió sus vestiduras. Encargó a Félix Lorenzo, superviviente de El Imparcial, que charlase, que achabacanase las páginas un día pulcras. El fenómeno revestía unas características lógicas intachables. Agotado el repertorio de ideas extranjeras, no quedaba sino la mediocre cantera anterior, a base de tópicos. Es lo que hizo El Sol. Se convirtió de nuevo en El Imparcial de hace veinte años. Fueron desalojados por causas y fuerzas que no nos interesa analizar. Pero el hecho es que están ahí, caídos, fracasados y solos, extendiendo el brazo en actitud de limosneo. Dios los ampare.
Quieren purificarse, al parecer, y viven en crisol. ¿Quiénes serán los timoneles? Sean quienes sean, padecen increíble infección cursi. Hay que fijarse bien en eso de crisol. Y no para ahí la cosa. Anda en trámites la Empresa «Fulmen». Hay que fijarse también en eso de «Fulmen». Estos jupitérinos padres de familia no cabe duda que vienen arreando. Todavía hay más. Fundarán un periódico diario llamado Luz. Pero ¿en qué tiempos viven estas gentes reaccionarias? El siglo de las luces. La venda en los ojos. La ilustración.
Para todo eso se requiere el concurso y el dinero de la gente. Ya andan el empréstito y la mano pedigüeña por las esquinas. Pero don Nicolás ha aprendido mucho. Dictará el «¡Hágase Luz!», con entera seguridad de ser obedecido. Nadie podrá con él. Sus acciones, doble voto. ¡Caramba!
Además, no se engañen ustedes, señores de Crisol, pues ese «Crisol» no viene etimológicamente, como podría suponerse, de «chrysos», oro, sino de «crisuelo», candil, candileja. De modo que esa Luz que anuncian será luz aceitosa, pringosa, auténtica luz de cavernas.
(«La Conquista del Estado», n. 5, 11 - Abril - 1931)