La Conquista del Estado (Número 5)

Por muy retrasados que andemos por aquí, fuera del orbe auténtico de las preocupaciones mundiales, en busca y captura de las libertades fugitivas, no es posible sustraerse a la raíz central que informa la vida toda de Occidente. Hay unos valores en peligro. Hay unas posibilidades magnas que pueden resultar fallidas. Si en España los grupos se empeñan en vivir en anacronismo perpetuo, repitiendo las gestas políticas que hace ochenta años constituían la actualidad europea, allá ellos. Pero permítasenos a nosotros, hombres recién llegados, que demos cara a nuestro tiempo y destaquemos lo que en él hay de palpitación viva.

En España existe un guirigay absurdo en torno a la forma de gobierno. Se polarizan las fuerzas políticas sobre esos dos conceptos de Monarquía o República, sin sospechar que ambos perdieron hace muchos años su vigencia como mitos creadores. Esa cuestión del régimen es algo que debió liquidarse de modo definitivo hace veinticinco o treinta años. Por lo menos, antes de la guerra. Las generaciones que nos precedieron, y que aún viven y circulan por ahí, no lograron una solución que entonces podría haber sido actual, y hoy se empeñan en que toda la savia joven les ayude en sus afanes rencorosos. No sólo, pues, merecen nuestros padres repulsa por lo que no hicieron, sino también por lo que nos imponen a nosotros que hagamos.

Esas plañideras de izquierda, que llevan veinte años en actitud cursi de quejumbre, sonríen hoy ante la musculatura joven que, al parecer, les ayuda en la infecunda tarea. No hay tal cosa. La juventud española no es demoliberal, como pudiera creerse ante el equívoco que plantean los viejos rencorosos. Se educa en los aires y en los hechos de este siglo, y está en la mojigatería liberal burguesa al acecho tan sólo de una ocasión de lucha y de pelea. Pueden existir equívocos de palabras, de rotulaciones, pero nunca de hechos y de objetivos. Nosotros invitamos a que se examinen los actos políticos en que intervienen los jóvenes, y a que se nos indique la filiación demoliberal de ellos. Son, por el contrario, protestas violentas, citas en las líneas de fuego, entusiasmos por las marchas militares desde las posibles Jacas españolas.

Ahora bien; llegan nuevos deberes al coraje occidental. El clarín histórico señala hoy a los pueblos unos instantes de fidelidad a los principios superiores que informan de modo entrañable su cultura. Aquellos que no obedezcan, aquellos que eludan los dilemas auténticos, perecerán frívola y traidoramente. Pero los que logren intuir los verdaderos peligros, los que posean la clave de los destinos actuales, los que se interesen por la fiel continuidad de la vida del pueblo, ésos deben salir a campo abierto y presentar batalla.

Nos referimos al comunismo que triunfa, que amenaza disolver las grandezas populares, que está ahí bien provisto de mitos y de alientos. La ola comunista dejó de ser una inundación ideológica y romántica para convertirse en un resorte actual, a cuyo tacto se buscan y pretenden victorias sociales y económicas. No hay que desconocer la potencia y el radio del comunismo, que se despliega a todos los aires en caza de atenciones.

Nosotros las recogemos, y advertimos la gigantesca dosis de futuro que posee. Pero el comunismo es nuestro enemigo. Destruye la idea nacional, que es el enlace más fértil de que el hombre dispone para equipar grandezas. Destruye la eficacia económica que nuestra civilización persigue y solicita. Destruye los valores eminentes del hombre. Deforma el estadio postliberal que hoy se extiende por el mundo, y lo convierte en restringido servidor de unos afanes pequeñitos.

Pero frente al comunismo carecen de vigor y de eficiencia las viejas actitudes. Si los pueblos de Occidente no disponen de otros recursos políticos que ese de las consabidas, huecas y mediocres libertades. Ni de otras eficacias económicas que las que proceden de la arbitrariedad liberal burguesa, a base de Estado inerte y trusts poderosísimos, de tierras infecundas y campesinos esquilmados. Si no tiene otras fuentes de coraje que el de unirse a un viejo mito -republicano o monárquico, igual importa-, y recluirse en él como en una fortaleza negativa. Si no logra renegar de esa teoría política tradicional, diecinuevesca, que confiere al individuo poder coactivo frente al Estado y subordina los intereses colectivos a los individuales. Si no se superan de modo radical las instituciones políticas vigentes, buscando la entraña popular y abriendo paso a los verdaderos conductores de pueblos, sin turbamultas ciegas ni disidencias críticas. Entonces... será que el comunismo tiene razón para el desahucio de Occidente.

Más que nunca es hoy imprescindible sincerarse con la verdad de nuestro tiempo. ¡Qué le vamos a hacer si pasó la hora de batirse por la libertad! Hoy nos interesan cosas muy distintas, y los viejos traidores deben retirarse a los cenobios antes que perturbar las nuevas experiencias.

Hay que esgrimir contra el comunismo dos eficacias. Y aunque el comunismo no estuviese ahí, habría que descubrirlas también, porque los grandes pueblos no renuncian fácilmente a los deberes supremos. Esas dos eficacias, para nosotros, son: los valores hispánicos y la victoria económica.

Ya hemos dicho que si arribamos a la vida española con alguna intrepidez, ésta se alimenta de anhelosidades hispánicas. Queremos a España grande, poderosa y victoriosa. Cumpliendo con su deber universal de dar al mundo valores fecundos. Hace dos siglos que España deserta de sí misma y se refugia en las cabañas extranjeras. ¡Orden de expulsión a los traidores! El Estado hispánico, que hoy no existe, ha de abrir paso al hervor nacionalista y servir sus exigencias. En otro lugar de este número ofrecemos la clave de constitución de ese Estado, por el que estamos dispuestos a sacrificar vidas españolas.

Y llega la posible victoria económica. Nosotros oponemos a la economía comunista acusación de ineficacia. En cuanto trata de elevar los niveles de producción, se refugia en un capitalismo de Estado -véase la actual Rusia- y deriva a las normas industriales corrientes. No vemos la necesidad de romper todas las amarras para volver luego la cabeza e ingresar en la sistemática capitalista. Nosotros propugnamos la inserción de una estructura sindical en el Estado hispánico, que salve las jerarquías eminentes y garantice la prosperidad económica del pueblo. El Estado hispánico, una vez dueño absoluto de los mandos y del control de todo el esfuerzo económico del país, vendrá obligado a hacer posible el bienestar del pueblo. Inyectándole optimismo hispánico, satisfacción colectiva, y a la vez palpitación de justicia social, prosperidad económica.

Frente al comunismo, el Occidente no puede mostrar sino esto: grandeza nacional, Estado eficaz y robusto con una estructura económica sindical y nacionalizada.

(«La Conquista del Estado», n. 5, 11 - Abril - 1931)

Pedimos y queremos un Estado hispánico, robusto y poderoso, que unifique y haga posibles los esfuerzos eminentes.

Pedimos y queremos la suplantación del régimen parlamentario o, por lo menos, que sean limitadas las funciones del Parlamento por la decisión suprema de un Poder más alto.

Pedimos y queremos una dictadura de Estado, de origen popular, que obligue a nuestro pueblo a las grandes marchas.

Pedimos y queremos la inhabilitación del espíritu abogadesco en la política, y que se encomienden las funciones de mando a hombres de acción, entre aquellos de probada intrepidez que posean la confianza del pueblo.

Queremos y pedimos la desaparición del mito liberal, perturbador y anacrónico, y que el Estado asuma el control de todos los derechos.

Queremos y pedimos la subordinación de todo individuo a los supremos intereses del Estado, de la colectividad política.

Queremos y pedimos un nuevo régimen económico. A base de la sindicación de la riqueza industrial y de la entrega de tierra a los campesinos. El Estado hispánico se reservará el derecho a intervenir y encauzar las economías privadas.

Queremos y pedimos la más alta potenciación del trabajo y del trabajador. El Estado hispánico debe garantizar la satisfacción de todas las necesidades materiales y espirituales del obrero, así como un amplio seguro de vejez y de paro.

Queremos y pedimos la aplicación de las penas más rigurosas para aquellos que especulen con la miseria del pueblo.

Queremos y pedimos una cultura de masas y la entrada en las Universidades de los hijos del pueblo.

Queremos y pedimos que la elaboración del Estado hispánico sea obra y tarea de los españoles jóvenes, para lo cual deben destacarse y organizarse los que estén comprendidos entre los veinte y cuarenta y cinco años.

Queremos y pedimos la unificación indiscutible del Estado. Las entidades comarcales posibles deben permanecer limitadas en un cuadro concreto de fines adjetivos.

Queremos y pedimos que informe de un modo central al Estado hispánico la propagación de una gigantesca ambición nacional, que recoja las ansias históricas de nuestro pueblo.

Queremos y pedimos el más implacable examen de las influencias extranjeras en nuestro país y su extirpación radical.

Nuestra organización

Nacemos con cara a la eficacia revolucionaria. Por eso no buscamos votos, sino minorías audaces y valiosas. Buscamos jóvenes equipos militantes, sin hipocresías frente al fusil y a la disciplina de guerra. Milicias civiles que derrumben la armazón burguesa y anacrónica de un militarismo pacifista. Queremos al político con sentido militar, de responsabilidad y de lucha. Nuestra organización se estructurará a base de células sindicales y células políticas. Las primeras se compondrán de diez individuos, pertenecientes, según su nombre indica, a un mismo gremio o sindicato. Las segundas, por cinco individuos de profesión diversa. Ambas serán la unidad inferior que tenga voz y fuerza en el partido. Para entrar en una célula se precisará estar comprendido entre los diez y ocho y cuarenta y cinco años. Los españoles de mas edad no podrán intervenir de un modo activo en nuestras falanges. Ha comenzado en toda España la organización de células sindicales y políticas, que constituirán los elementos primarios para nuestra acción. El nexo de unión es la dogmática que antes expusimos, la cual debe ser aceptada y comprendida con integridad para formar parte de nuestra fuerza.

(«La Conquista del Estado», n. 5, 11 - Abril - 1931)

El ciclo que comenzó en 1898 y ha devorado estérilmente dos generaciones, llega hoy a su culminación con esos quince mil intelectuales que el Sr. Ortega y Gasset enarbola. Las circunstancias por que atraviesa la España actual hacen posibles las subversiones más cómicas, y tendría verdaderamente poca gracia que esas falanges meditadoras se hiciesen dueñas de los mandos.

La política no es actividad propia de intelectuales, sino de hombres de acción. Entiendo por intelectual el hombre que intercepta entre su acción y el mundo una constante elaboración ideal, a la que, al fin y al cabo, supedita siempre sus decisiones. Tal linaje de hombre va adscrito a actividades muy específicas, que no es difícil advertir y localizar. Así, el profesor, el hombre de ciencia, de letras o de pensamiento. Y esas otras zonas adyacentes, que corresponden a los profesionales facultativos. Entiendo por hombre de acción, en contraposición al intelectual, aquel que se sumerge en las realidades del mundo, en ellas mismas, y opera con el material humano tal y como éste es.

Política, en su mejor acepción, es el haz de hechos que unos hombres eminentes proyectan sobre un pueblo.

Pero las propagandas políticas son propagandas de ideas, se me dirá. Un siglo de palabrería hueca abona una afirmación así. Es lo cierto, sin embargo, que no hay ideas objetivas en política, única cosa que podría justificar la tarea interventora del intelectual.

No de ideas objetivas, esto es, no de pequeños orbes divinos, sino de hechos y de hombres, es de lo que se nutren las realidades políticas. Primero es la acción, el hecho. Después, su justificación teórica, su ropaje ideológico. Insistiré mucho en que nadie confunda esto que digo con el materialismo marxista, que es muy otra cosa. Pues aparte de que a nadie se le ocurrirá desnudar de espíritu la acción política, existe la radical diferencia de que aquí no establecemos causalidad alguna entre acción e idea.

Las cosas reales que dificultan y moldean la marcha y la vida de los pueblos se rinden tan sólo al esfuerzo y a la intrepidez del hombre de acción. En la medida en que un pueblo dispone de hombres activos eminentes y les entrega las funciones directoras, ese pueblo realiza y cumple con más o menos perfección su destino histórico. En cuanto se intercepta el intelectual y le suplanta, el pueblo se desliza a la deriva, tras de horizontes quiméricos y falsos.

El intelectual prefiere a la realidad una sombra de ella. Le da miedo el acontecer humano, y por eso teje y desteje futuros ideales. De ahí su disconformidad perenne, su afán crítico, que le conduce fatalmente a hazañas infecundas. El material humano le aparece imperfecto y bruto. Hurta de él esas imperfecciones posibles, que son la vida misma del pueblo, y se queda con lo que sea de fácil sumisión al pensamiento, a su pensamiento.

El hombre de acción, el político, se identifica con el pueblo. Nada le separa de él. No aporta orbes artificiosos ni se retira a meditar antes de hacer. Eso es propio del intelectual, del mal político. Precisamente el tremendo defecto de que adolece el sistema demoliberal de elección es que el auténtico político, el hombre de acción, queda eliminado de los éxitos. En su lugar, los intelectuales -y de ellos los más ramplones y mediocres, como son los abogados- se encaraman en los puestos directivos. El sistema político demoliberal ha creado eso de los programas, falaz instrumento de la más pura cepa abogadesca.

El hombre de acción no puede ser hombre de programas. Es hombre de hoy, actual, porque la vida del pueblo palpita todos los minutos y exige en todos los momentos la atención del político.

Al intelectual se le escapa la actualidad y vive en perpetuo vaivén de futuro. De ahí eso de los programas, elegante medio de bordear los precipicios inmediatos. El intelectual es cobarde y elude con retórica la necesidad de conceder audiencia diaria al material humano auténtico, el hombre que sufre, el soldado que triunfa, el acaparador, el rebelde, el pusilánime, el enfermo, o bien la fábrica, las quiebras, el campo, la guerra, etc., etc.

Ahora bien, en un punto los intelectuales hacen alto honor a la política y sirven y completan su eficacia. En tanto en cuanto se atienen a su destino y dan sentido histórico, legalidad pudiéramos decir, a las acciones -victorias o fracasos- a que el político conduce al pueblo. Otra intervención distinta es inmoral y debe reprimirse.

Si el intelectual subvierte su función valiosa y pretende hacerse dueño de los mandos, influir en el ánimo del político para una decisión cualquiera, su crimen es de alta traición para con el Estado y para con el pueblo. En la política, el papel del intelectual es papel de servidumbre, no a un señor ni a un jefe, sino al derecho sagrado del pueblo a forjarse una grandeza. Afán que el intelectual, la mayor parte de las veces, no comprende.

La cuestión que abordamos en estas líneas es de gravedad suma aplicada a este país nuestro, que atraviesa hoy las mayores confusiones. Aquí, el intelectual sirve al pueblo platos morbosos, y busca el necio aplauso de los necios. Sabe muy bien que otra cosa no le es aceptada ni comprendida, y es sólo en el terreno de las negaciones infecundas donde halla identidad con la calle.

Ahora bien, el intelectual constituye un tipo magnífico de hombre, y es de todas las castas sociales la más imprescindible y valiosa. Su concurso no puede ser suplantado por nada y le corresponden en la vida social las elaboraciones más finas. El intelectual mantiene un nivel superior, de alientos ideales, sin el que un pueblo cae de modo inevitable en extravíos mediocres y sencillos. En España no hemos podido conocer todavía una colaboración franca de la Inteligencia con las rutas triunfales de nuestro pueblo. El intelectual se ha desentendido de ellas, ajeno a la acción, persiguiendo tan sólo afanes destructores. Puede ocurrir que ello se deba a que no ha gravitado sobre el pueblo español el imperio de una gran política. Y a que se requería al intelectual para contubernios viles. Sea lo que quiera, el hecho innegable es que el intelectual no ha contribuido positivamente, como en otros pueblos, a la edificación de la problemática política de España.

Además de esto, los intelectuales españoles ofrecen hoy el ejemplo curioso de que no se han destacado de ellos ni media docena de teóricos de una idea nacional, hispánica, figurando en tropel al servicio de los aires extranjeros. Ello es bien raro, y explica a la vez que los sectores de cultura media de España tarden en percibir las corrientes políticas que hace ya un lustro circulan por Europa. Se sigue rindiendo culto exclusivo a las ideas vigentes hace cincuenta años, y estos retrasos de información y de sensibilidad se traducen luego en dificultades para conseguir y atrapar las victorias que nuestro tiempo hace posibles.

Hay tan sólo una política, aquella que exalta y se origina en el respeto profundo al latir nacional de un pueblo, que pueda y merezca arrastrar en pos de sí la atención decidida de los intelectuales. Un intelectual, si lo es de verdad, vive identificado con las aspiraciones supremas de su pueblo. La acción política que esté vigorizada por la sangre entusiasta del pueblo encuentra fácilmente enlaces especulativos con los intelectuales. Es lo que acontece hoy en Italia, país donde reside un anhelo único entre intelectuales, políticos y pueblo. Es lo que acontece casi en Rusia, a pesar de que su política nacional es de tendencia exclusivamente económica y marxista, esto es, extranjera. Es lo que acontece en grandes sectores de Alemania, y en este país tenía ese mismo sentido la adhesión tan comentada de los sabios universitarios al Káiser, supuesto supremo representante del alma germana.

Y la colaboración nacional, positiva, de los intelectuales a la política hispana, ¿dónde aparece?

(«La Conquista del Estado», n. 5, 11 - Abril - 1931)

Todo cuanto acontece en la política de Cataluña es de una infecundidad fastidiosa. Las fuerzas políticas de Cataluña mantienen con el resto de España una discordia mediocre. Los grupos republicanos que se llaman de izquierda son incapaces de advertir con alguna grandeza los destinos históricos del gran pueblo español. Gente miope, aletargada y absurda, que sueña con glorias de pequeño radio. De otra parte están los altos burgueses de la Lliga, que colaboran obligados por sus negocios.

 

Pero falta en Cataluña el afán decidido, franco y sin reservas, de colaborar con el resto de España para la iniciación de una política nacional robusta.

 

Por el contrario, nosotros advertimos en Cataluña un deseo traidor de aprovechar las circunstancias difíciles y especular con las dificultades internas del Estado español. ¡Nunca será esto tolerado, creemos que ni por los republicanos ni por los monárquicos del resto de España!

 

Nosotros reconocemos la peculiaridad de Cataluña. Y debe destacarse como ejemplo valioso de una comarca española que prospera, que trabaja y honra a nuestro pueblo. No somos sospechosos de frialdad hacia Cataluña. Nuestro director formó parte del viaje de intelectuales castellanos, y el mismo fervor de entonces por el admirable «hecho diferencial» lo mantiene hoy exactamente con idéntico tono.

 

Ahora bien: frente al hecho diferencial famoso, hay el indiscutible y grandioso hecho español, que obliga a subordinación a todos los demás hechos que surjan. De otra parte, la afirmación de la peculiaridad catalana obliga a considerar que en nombre de ella misma debe engranarse en un orden de totalidad que la comprenda y exalte.

 

Las mejores jornadas para Cataluña serán aquellas que realice y forje dentro de la realidad imperial de España. Ese gran pueblo catalán ha de encontrar sus más briosas posibilidades en un orden hispánico de política cultural y económica.

 

Le citamos con la gran consigna.

 

(«La Conquista del Estado», n. 5, 11 - Abril - 1931)

 

Don Melquiades ha hablado en Sevilla a sus amigos. Otra vez la fórmula constituyente que formulan estos leguleyos formularios quiere trepar a las decisiones ejecutivas. Sería monstruoso y sintomático de que estamos como pueblo en declive irremediable.

La fórmula constituyente que agrupa a la media docena de viejos farsantes es un medio desgraciado de resolver la hondísima inquietud nacional. Supone la existencia de un Poder constituyente que asumiría de modo absoluto la ejecución gubernamental durante ese período.

¿Qué fuente legítima de Poder sería la de ese bloque gobernante? La mediocridad leguleya olvida esa legitimación originaria, y se entrega a su algarabía con fervores chiquillos. Todo cuanto dicen y exclaman estaría adecuadísimo para ser recogido por un movimiento revolucionario cualquiera que triunfe. En efecto, un Poder constituyente surgido de una revolución tiene en el triunfo mismo de su hecho violento la legitimidad que necesita -según estos abogados- todo poder político. Pero eso es otra cuestión. Los hombres del bloque no quieren ni pueden querer revoluciones. Quieren, sí, que una decisión del Poder que hoy residencian les entregue los mandos para la puesta en marcha de su fórmula.

La cosa es peregrina y muy propia de talentos abogadescos. Gente cobarde, ramplona y miseriosa, incapaz de enfrentarse de cara con la rotundidad magnífica de un hecho. Nosotros repudiamos esta vieja solución por ineficaz y, sobre todo, por vieja. Los hombres que la patrocinan han perdido toda la confianza del pueblo y son puras momias de la política que representan la consunción y los suspiros fracasados.

Un poder constituyente es algo que surge y se origina de una revolución triunfante. O de la voluntad total de un pueblo que lo expresa así y señala los hombres que han de encarnar ese período grave. Los señores del bloque no han hecho ninguna revolución ni tienen sangre en las venas suficiente para empresas de esa jerarquía. Tampoco pueden acreditar que poseen la confianza del pueblo, pues no bastan los discursos ocasionales a base de tópicos y leguyería repugnante. ¡Oh, ese Bergamín energuménico, gracioso rábula de feria!

Todo puede y debe ocurrir aquí menos ese triste espectáculo de la danza vieja en torno a la piragua constituyente. Significaría la definitiva proscripción del espíritu nuevo que ha surgido y la entrega de los destinos nacionales a una turba mediocre de sentidos averiados. Ya es conocida la algazara ingenua y procaz de unas tertulias candorosas al recibir la noticia del encargo a Sánchez Guerra.

Don Melquiades puede seguir inundando a España de huecas resonancias. Bergamín puede seguir buscando pleitos por ahí. El señor Villanueva puede continuar exhibiendo sus cien años en las fotografías. Burgos Mazo puede seguir yendo y viniendo. Pero están mandados retirar, y ello es irremediable, impepinable e inflexible.

(La Conquista del Estado, n. 5, 11 - Abril - 1931)