Hay que impedir que España y la República caigan en el deshonor... Todos los españoles deben meditar sobre la nueva arquitectura del Estado

El ciclo histórico

El acontecimiento social y político más grandioso de nuestra época es esa nueva capacidad humana de no liberarse, de emprender con alegría la ejecución de magnas empresas colectivas, de renunciar al afán burgués por asegurarse su propio destino individual, pequeñito y solo. Las masas proletarias fueron las primeras en desasirse del amor burgués por la libertad. Ahí está como ejemplo gigante su revolución, la Revolución rusa, antiliberal y antiburguesa. Otro gran pueblo, Italia, sin recaer en las limitaciones marxistas, ha encontrado igualmente su senda de eficacia, y a costa de las libertades del viejo siglo, se entrega a la gran faena de poner en marcha nuevas glorias.

Aquí en España hemos hecho, terminamos de hacer, una revolución liberal, muy justificada. Pues es evidente que urgía liquidar de modo rotundo los más leves resquicios de las tiranías feudales. Pero es también urgente salir de esta etapa inactual y mediocre. Y lanzarse a la realización sistemática del supremo destino hispánico, que consiste en el triunfo de nuestros valores y en el hallazgo de una articulación económica justa.

Pues bien, en esta hora de unificación nacional surgen voces de disidencia. Hay partes de España que se resisten a aceptar la nueva época y a mirar de frente las nuevas responsabilidades. Responden así a los últimos vestigios de las ansias caducadas. Aplican y traspasan los principios liberales de los individuos a las regiones. Es el liberalismo en su última consecuencia. Si la libertad, decía Lenin, destruye el Estado, nosotros añadimos que los romanticismos regionales destruyen los pueblos.

Pero nosotros nos opondremos a que se lleve a efecto sin lucha la destrucción de España.

Para ello hay que advertir el ciclo histórico completo que finalizo con la Gran Guerra. En el siglo XVI aparecieron robustos y equipados, capaces para la gran empresa que imponía la época renacida, tres o cuatro grandes pueblos: España, Francia, Inglaterra, Alemania. Todos ellos acomodaron la variedad interior al único imperativo de servir la grandeza nacional. Ello se consiguió adoptando cada pueblo sus futuros y entregándoles la vida sin reparo. Cuando periclitó la vigencia de las clases feudales y se hizo dueño de los mandos económicos el burgués, tuvo lugar en el orbe político una revolución, la instauradora de la libertad y del derecho del hombre a la disidencia. Sin duda, en el siglo XIX fueron fecundas tales afirmaciones. Hoy, cumplido el ciclo, los pueblos advierten, en cambio, la necesidad de algo que posea una firmeza absoluta. Es la rotunda eficacia del Estado soviético, que ofrece al pueblo ruso, de un modo coactivo e indiscutible la posibilidad de tomar posesión augusta de la disciplina nacional. Hoy Stalin asegura su Plan económico esgrimiendo la furia nacionalista rusa. Identificando al extranjero con el enemigo. El Estado fascista lleva a cabo en Italia una faena idéntica, que se nutre en realidad de las mismas fidelidades: sacrificio del individuo, imperio del pueblo como disciplina colectiva.

Vuelven, pues, las disciplinas nacionales requiriendo a los hombres para aceptar los destinos supremos, los que trascienden de su control y satisfacción individual. He aquí la era antiburguesa ante nosotros, seccionando los apetitos ramplones. La gran España, que es nuestro gran pueblo, está mejor dotada que nadie para triunfar en la hora que se inicia. Tenemos reservas universales, espíritu imperioso, capacidad de riqueza y de expansión económica. Nuestro es y debe ser el mundo.

La deslealtad de Cataluña

Estos minutos optimistas que España vive no logran, sin embargo, interesar a las figuras directoras de una región hispánica, Cataluña. En su anacrónica ceguera, se empeñan en condenar a ineficacia a nuestro pueblo. Quieren su vida aparte, royendo nuestro prestigio histórico e impidiendo el futuro de España. Se basan en románticos anhelos y representan la época caducada. Son la reacción, la voz vieja. España debe obligarles a ir hacia adelante, a abandonar sus plañidos infecundos.

Todo ha de sacrificarse en esta hora al logro de una marcha nacional que garantice la pujanza hispánica. ¿Cataluña libre? ¿Liberada de qué? ¿Del compromiso de colaborar en la grandeza de España? Eso tiene un nombre gravísimo, que hemos de pronunciar con emoción serena: ALTA TRAICIÓN. Y debe castigarse. Estamos seguros de que el pueblo catalán no sigue a su minoría directora hasta el límite extremo de su actitud. Desde luego, los obreros sindicalistas, en magníficas declaraciones, han procurado quedar limpios de toda responsabilidad desmembradora. Es una prueba más de lo que antes dijimos acerca del actualísimo sentido político del proletariado. Quedan, pues, reducidas las apetencias hispanófobas a los núcleos retardatarios de pequeños burgueses y de intelectuales de mirada corta.

El pensamiento de Cataluña, hoy recluido en tan exiguos trechos, realiza una labor bien desgraciada, justificando y excitando los pequeños objetivos. La tradición hispánica, los siglos que sellaron la unidad, las glorias mismas locales de Cataluña, imponían actitudes muy diferentes. Los derechos históricos prescriben todos de un modo inexorable. Y el darles satisfacción, contrariando el espíritu del tiempo, supone inconsciencia suicida.

Al implantarse en España la República, los núcleos catalanes separatistas antepusieron la satisfacción de sus afanes a los intereses del Estado republicano naciente. Sin temer la posible reacción que en el Ejército o en el pueblo españoles pudiera provocar su actitud egoísta, proclamaron el Estado catalán y nombraron su Gobierno. Les bastó una mínima seguridad de que por lo menos en Cataluña se aseguraba el nuevo régimen para desvincularse de lo que aconteciera en el resto de España.

La estructura federal

No nos oponemos a que el futuro Estado republicano adopte una articulación federal. Tan sólo hemos de insistir en un detalle, y es el de que todo el período constituyente esté presidido por el interés supremo, que es el interés de España. Inclinarse hacia o preferir la estructura federal porque una o dos comarcas sientan reverdecidas sus aspiraciones locales, nos parece un profundo error. En nombre de la eficacia del nuevo Estado, sí. En nombre de los plañidos artificiosos de las regiones, nunca.

De ahí la necesidad de que, adoptando el régimen federal, todas las comarcas autónomas posean idéntico estatuto en sus relaciones con el Poder supremo. Las Cortes constituyentes no deben examinar el estatuto catalán, sino más bien el estatuto de las comarcas. Si queremos dar nacimiento a un pugilato absurdo de aspiraciones localistas y empequeñecer el radio de la mirada hispánica, desentendiéndola de los destinos superiores, basta con un desequilibrio en los privilegios comarcales.

Nos damos cuenta del peligro de que esto acontezca, otorgando a Cataluña un régimen distinto al de otras regiones. Si Cataluña pide más que Galicia, Vasconia o Castilla, es que se siente a sí misma menos dispuesta a acatar y servir los intereses comunes, los de la totalidad de la Patria, y entonces se hace merecedora, no de privilegios, sino de castigos implacables.

Siempre hemos creído que debe modernizarse el concepto comarcal, de forma que comprenda tanto los núcleos históricos como aquellos que se enlacen por conexiones actuales de sentido económico y comercial. Véase un ejemplo: la Confederación del Ebro, que extiende intereses comunes de regadío por territorios de tan diversa filiación histórica, como es la Rioja, la Navarra meridional, Aragón, sur de Cataluña, impide de seguro la fijación de un régimen autonómico idéntico al que se hubiera forjado hace quince años. Por eso ponemos tanto interés en que se robustezcan las entidades municipales. Estos organismos, una vez purificados de las extrañas faenas a que han venido dedicándose, pueden mejor que nadie tejer de nuevo las líneas articuladoras de las comarcas. Una vez acordada por las Cortes la preferencia federal, deben los municipios tender sobre el suelo patrio la red auténtica de las ramificaciones fecundas. Es el único medio de que no se intercepten voces artificiosas que reclaman ilusorias redenciones. Cuando los intelectuales de un gran pueblo no se elevan por cobardía histórica a la concepción nacional y pierden la justificación de los fines imperiales, acaecen las polarizaciones en torno a pequeños focos románticos, de cien kilómetros de radio, engendradores de todas las decadencias. Cuando muy pronto se proyecte sobre España la necesidad de su articulación federalista, conviene eludir el influjo de esos núcleos, y para ello nada mejor que el contacto inmediato con el pueblo. De ahí nace nuestro deseo de vigorización de la vida municipal, de atención a los clásicos concejos, que pueden muy bien ser la más limpia voz del pueblo.

Atención, pues, a los clamores falsos e ilusorios de algunas regiones, sobre todo de Cataluña. De un Estado en período constituyente nadie puede quejarse. No existen tiranías ni mordazas. Repitamos: ¿de qué quieren liberarse hoy los núcleos insumisos?

España, potencia de imperio

España, por naturaleza, esencia y potencia, es y tiene que ser un candidato al imperio. Las frases nacionalistas son aquí frases imperiales. España es un país de Universo, como las líneas cósmicas de Einstein. Sus rutas dan la vuelta al mundo, como nuestros navegantes gloriosos. En la hora actual, de frente a los proyectos federalistas, hay que acentuar el carácter de imperio que encierra la hispanidad. Sea ese concepto grandioso del imperio el soplo eficaz que presida la articulación de las comarcas autónomas.

Otorgar y permitir autonomías regionales, sí, pero a cambio del reconocimiento por todos de que la España grande es nutriz de imperio. Si todavía hay opiniones medrosas que se asustan de la magnitud de este vocablo, deben ser condenadas al silencio, como enemigas de la auténtica grandeza nacional.

Nada impide que las instituciones de la República, y quizá hoy ellas mejor que otras, dejen vía libre a la España grande, imperiosa y floreciente, a cuyo servicio deben estar sin titubeos todas las vidas españolas.

(«La Conquista del Estado», n. 8, 2 - Mayo - 1931)