La Conquista del Estado (Número 8)
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Hay que impedir que España y la República caigan en el deshonor... Todos los españoles deben meditar sobre la nueva arquitectura del Estado
El ciclo histórico
El acontecimiento social y político más grandioso de nuestra época es esa nueva capacidad humana de no liberarse, de emprender con alegría la ejecución de magnas empresas colectivas, de renunciar al afán burgués por asegurarse su propio destino individual, pequeñito y solo. Las masas proletarias fueron las primeras en desasirse del amor burgués por la libertad. Ahí está como ejemplo gigante su revolución, la Revolución rusa, antiliberal y antiburguesa. Otro gran pueblo, Italia, sin recaer en las limitaciones marxistas, ha encontrado igualmente su senda de eficacia, y a costa de las libertades del viejo siglo, se entrega a la gran faena de poner en marcha nuevas glorias.
Aquí en España hemos hecho, terminamos de hacer, una revolución liberal, muy justificada. Pues es evidente que urgía liquidar de modo rotundo los más leves resquicios de las tiranías feudales. Pero es también urgente salir de esta etapa inactual y mediocre. Y lanzarse a la realización sistemática del supremo destino hispánico, que consiste en el triunfo de nuestros valores y en el hallazgo de una articulación económica justa.
Pues bien, en esta hora de unificación nacional surgen voces de disidencia. Hay partes de España que se resisten a aceptar la nueva época y a mirar de frente las nuevas responsabilidades. Responden así a los últimos vestigios de las ansias caducadas. Aplican y traspasan los principios liberales de los individuos a las regiones. Es el liberalismo en su última consecuencia. Si la libertad, decía Lenin, destruye el Estado, nosotros añadimos que los romanticismos regionales destruyen los pueblos.
Pero nosotros nos opondremos a que se lleve a efecto sin lucha la destrucción de España.
Para ello hay que advertir el ciclo histórico completo que finalizo con la Gran Guerra. En el siglo XVI aparecieron robustos y equipados, capaces para la gran empresa que imponía la época renacida, tres o cuatro grandes pueblos: España, Francia, Inglaterra, Alemania. Todos ellos acomodaron la variedad interior al único imperativo de servir la grandeza nacional. Ello se consiguió adoptando cada pueblo sus futuros y entregándoles la vida sin reparo. Cuando periclitó la vigencia de las clases feudales y se hizo dueño de los mandos económicos el burgués, tuvo lugar en el orbe político una revolución, la instauradora de la libertad y del derecho del hombre a la disidencia. Sin duda, en el siglo XIX fueron fecundas tales afirmaciones. Hoy, cumplido el ciclo, los pueblos advierten, en cambio, la necesidad de algo que posea una firmeza absoluta. Es la rotunda eficacia del Estado soviético, que ofrece al pueblo ruso, de un modo coactivo e indiscutible la posibilidad de tomar posesión augusta de la disciplina nacional. Hoy Stalin asegura su Plan económico esgrimiendo la furia nacionalista rusa. Identificando al extranjero con el enemigo. El Estado fascista lleva a cabo en Italia una faena idéntica, que se nutre en realidad de las mismas fidelidades: sacrificio del individuo, imperio del pueblo como disciplina colectiva.
Vuelven, pues, las disciplinas nacionales requiriendo a los hombres para aceptar los destinos supremos, los que trascienden de su control y satisfacción individual. He aquí la era antiburguesa ante nosotros, seccionando los apetitos ramplones. La gran España, que es nuestro gran pueblo, está mejor dotada que nadie para triunfar en la hora que se inicia. Tenemos reservas universales, espíritu imperioso, capacidad de riqueza y de expansión económica. Nuestro es y debe ser el mundo.
La deslealtad de Cataluña
Estos minutos optimistas que España vive no logran, sin embargo, interesar a las figuras directoras de una región hispánica, Cataluña. En su anacrónica ceguera, se empeñan en condenar a ineficacia a nuestro pueblo. Quieren su vida aparte, royendo nuestro prestigio histórico e impidiendo el futuro de España. Se basan en románticos anhelos y representan la época caducada. Son la reacción, la voz vieja. España debe obligarles a ir hacia adelante, a abandonar sus plañidos infecundos.
Todo ha de sacrificarse en esta hora al logro de una marcha nacional que garantice la pujanza hispánica. ¿Cataluña libre? ¿Liberada de qué? ¿Del compromiso de colaborar en la grandeza de España? Eso tiene un nombre gravísimo, que hemos de pronunciar con emoción serena: ALTA TRAICIÓN. Y debe castigarse. Estamos seguros de que el pueblo catalán no sigue a su minoría directora hasta el límite extremo de su actitud. Desde luego, los obreros sindicalistas, en magníficas declaraciones, han procurado quedar limpios de toda responsabilidad desmembradora. Es una prueba más de lo que antes dijimos acerca del actualísimo sentido político del proletariado. Quedan, pues, reducidas las apetencias hispanófobas a los núcleos retardatarios de pequeños burgueses y de intelectuales de mirada corta.
El pensamiento de Cataluña, hoy recluido en tan exiguos trechos, realiza una labor bien desgraciada, justificando y excitando los pequeños objetivos. La tradición hispánica, los siglos que sellaron la unidad, las glorias mismas locales de Cataluña, imponían actitudes muy diferentes. Los derechos históricos prescriben todos de un modo inexorable. Y el darles satisfacción, contrariando el espíritu del tiempo, supone inconsciencia suicida.
Al implantarse en España la República, los núcleos catalanes separatistas antepusieron la satisfacción de sus afanes a los intereses del Estado republicano naciente. Sin temer la posible reacción que en el Ejército o en el pueblo españoles pudiera provocar su actitud egoísta, proclamaron el Estado catalán y nombraron su Gobierno. Les bastó una mínima seguridad de que por lo menos en Cataluña se aseguraba el nuevo régimen para desvincularse de lo que aconteciera en el resto de España.
La estructura federal
No nos oponemos a que el futuro Estado republicano adopte una articulación federal. Tan sólo hemos de insistir en un detalle, y es el de que todo el período constituyente esté presidido por el interés supremo, que es el interés de España. Inclinarse hacia o preferir la estructura federal porque una o dos comarcas sientan reverdecidas sus aspiraciones locales, nos parece un profundo error. En nombre de la eficacia del nuevo Estado, sí. En nombre de los plañidos artificiosos de las regiones, nunca.
De ahí la necesidad de que, adoptando el régimen federal, todas las comarcas autónomas posean idéntico estatuto en sus relaciones con el Poder supremo. Las Cortes constituyentes no deben examinar el estatuto catalán, sino más bien el estatuto de las comarcas. Si queremos dar nacimiento a un pugilato absurdo de aspiraciones localistas y empequeñecer el radio de la mirada hispánica, desentendiéndola de los destinos superiores, basta con un desequilibrio en los privilegios comarcales.
Nos damos cuenta del peligro de que esto acontezca, otorgando a Cataluña un régimen distinto al de otras regiones. Si Cataluña pide más que Galicia, Vasconia o Castilla, es que se siente a sí misma menos dispuesta a acatar y servir los intereses comunes, los de la totalidad de la Patria, y entonces se hace merecedora, no de privilegios, sino de castigos implacables.
Siempre hemos creído que debe modernizarse el concepto comarcal, de forma que comprenda tanto los núcleos históricos como aquellos que se enlacen por conexiones actuales de sentido económico y comercial. Véase un ejemplo: la Confederación del Ebro, que extiende intereses comunes de regadío por territorios de tan diversa filiación histórica, como es la Rioja, la Navarra meridional, Aragón, sur de Cataluña, impide de seguro la fijación de un régimen autonómico idéntico al que se hubiera forjado hace quince años. Por eso ponemos tanto interés en que se robustezcan las entidades municipales. Estos organismos, una vez purificados de las extrañas faenas a que han venido dedicándose, pueden mejor que nadie tejer de nuevo las líneas articuladoras de las comarcas. Una vez acordada por las Cortes la preferencia federal, deben los municipios tender sobre el suelo patrio la red auténtica de las ramificaciones fecundas. Es el único medio de que no se intercepten voces artificiosas que reclaman ilusorias redenciones. Cuando los intelectuales de un gran pueblo no se elevan por cobardía histórica a la concepción nacional y pierden la justificación de los fines imperiales, acaecen las polarizaciones en torno a pequeños focos románticos, de cien kilómetros de radio, engendradores de todas las decadencias. Cuando muy pronto se proyecte sobre España la necesidad de su articulación federalista, conviene eludir el influjo de esos núcleos, y para ello nada mejor que el contacto inmediato con el pueblo. De ahí nace nuestro deseo de vigorización de la vida municipal, de atención a los clásicos concejos, que pueden muy bien ser la más limpia voz del pueblo.
Atención, pues, a los clamores falsos e ilusorios de algunas regiones, sobre todo de Cataluña. De un Estado en período constituyente nadie puede quejarse. No existen tiranías ni mordazas. Repitamos: ¿de qué quieren liberarse hoy los núcleos insumisos?
España, potencia de imperio
España, por naturaleza, esencia y potencia, es y tiene que ser un candidato al imperio. Las frases nacionalistas son aquí frases imperiales. España es un país de Universo, como las líneas cósmicas de Einstein. Sus rutas dan la vuelta al mundo, como nuestros navegantes gloriosos. En la hora actual, de frente a los proyectos federalistas, hay que acentuar el carácter de imperio que encierra la hispanidad. Sea ese concepto grandioso del imperio el soplo eficaz que presida la articulación de las comarcas autónomas.
Otorgar y permitir autonomías regionales, sí, pero a cambio del reconocimiento por todos de que la España grande es nutriz de imperio. Si todavía hay opiniones medrosas que se asustan de la magnitud de este vocablo, deben ser condenadas al silencio, como enemigas de la auténtica grandeza nacional.
Nada impide que las instituciones de la República, y quizá hoy ellas mejor que otras, dejen vía libre a la España grande, imperiosa y floreciente, a cuyo servicio deben estar sin titubeos todas las vidas españolas.
(«La Conquista del Estado», n. 8, 2 - Mayo - 1931)
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Cuando un filósofo se acerca a las cosas, a los hechos, actúa muy frecuentemente de corruptor. Le ofrece unas categorías magnas, que los pobres hechos nunca sospecharon, y aceptan con fácil servidumbre el imperio de la idea. Es la eterna polémica en torno a la imposible objetividad de toda Filosofía de la Historia. Nosotros, no obstante, creemos que esa es la única Historia posible. Ahora bien, la Política no es una disciplina investigadora, sino una acción. Si el filósofo se ciñe a los hechos actuales y les somete a una soberanía sistemática, entonces es cuando tiene lugar la corrupción de que hablamos antes. Se verifica el gran fraude de la realidad, destruyendo así la palpitación política, que es acción directa sobre los hechos vírgenes. De ahí que el político tenga algo de primitivo, y aun de bárbaro. Y que desoriente a los filósofos alguno de sus rápidos virajes.
Don José Ortega y Gasset, mi gran maestro de Filosofía, es un escritor de la máxima solvencia filosófica. Creo -yo, que conozco bien este aspecto suyo- que es antes que nada filósofo, y de los de primer rango de una época. Los españoles semicultos poseen tal incapacidad para la percepción de los valores filosóficos, que le niegan de plano ese carácter, y, en cambio, le reconocen valores de otra índole. Siempre he defendido a este maestro mío frente a esos juicios malévolos, que al adscribirle un exclusivo y gigantesco sentido literario buscaban un indudable efecto peyorativo.
Pero hoy no se trata de considerar o comentar un libro filosófico de Ortega, sino un libro político. La redención de las provincias (1931). Nadie puede ignorar la rectitud meditadora que preside a los ensayos políticos de Ortega. En este terreno de la política me separan de él hondísimas discrepancias, que debo exponer con toda lealtad. Su libro contiene críticas exactas de todo ese tinglado artificioso que se llamó vieja política. El análisis de la Constitución canovista, el proceso de la descomposición interna del viejo Estado, a base de ósmosis y endósmosis curiosas entre el Poder central y el ruralismo cacique, es pulcro y preciso. Se trata del próximo pasado nacional, de la política de los últimos treinta años, que el filósofo aprehende con facilidad suma.
Ahora bien: Ortega adopta luego su índice político y se mezcla a la polémica diaria del presente. Aquí ya el timón falla, y surgen de un lado contradicciones, de otro infidelidades al espíritu de nuestra época. Se da muy bien cuenta, sí, del supremo carácter que debe informar una política de altura. Por eso es magnífica la apreciación siguiente: «Se disputa sobre formas del Estado, como tal y sin más; pero no se nos insinúa qué vamos a hacer con ese Estado, qué gran tarea histórica debemos emprender.» (Pág. 40.) Y más adelante: «Una política que no contiene un proyecto de grandes realizaciones históricas queda reducida a la cuestión formal de gobernar, en el sentido menor del vocablo, a la cuestión de ejercer el Poder público.» Exacto. En estos dos párrafos está, sin embargo, escondida la fuente radical de discrepancia política que nos separa de Ortega.
Ortega y Gasset no ha conseguido desprenderse en política del viejo concepto de Estado. Se mueve en el orden de ideas roussonianas y de la Revolución francesa, según las cuales el Estado es pura y simplemente una institución al servicio de la nación, del pueblo. Un instrumento útil, algo sobrepuesto de que la nación se sirve. Ese era, en efecto, el Estado liberal burgués, vigente en el mundo durante todo el siglo XIX. Hasta la Gran guerra. Todo eso se halla hoy rotundanente superado. El Estado es más bien la base misma del pueblo, se identifica con el pueblo, y no es un mero auxiliar del pueblo para realizar sus hazañas históricas. Gracias al Estado, hoy se comprende que los pueblos consigan una acción colectiva de volumen histórico. Al idear, por tanto, una política, mejor dicho, al realizar una política, es indispensable que preceda ese período creador de un pueblo en que éste se torne un Estado, obtenga de sí mismo una orden de marcha. El Estado no es, pues, un marco externo que se le coloca a un pueblo desde fuera, sino algo que nace de él, se nutre de él y sólo en él tiene sentido. El Estado liberal burgués se fabrica en serie y los pueblos lo adoptaron en su día en forma de Constituciones, dictadas asimismo en serie. Recuérdese cómo el sociólogo y moralista inglés Bentham escribía constituciones de encargo, según se le hacían los pedidos.
Frente a todo eso triunfa hoy en el mundo el nuevo Estado, cuyo precursor ideológico más pulcro es Hegel. El Estado es ya eso que hace posible el que un pueblo entre en la Historia y lleve a efecto grandes cosas. Pueblo y Estado son algo indisoluble, fundido, cuyo nombre es todo un designio gigantesco. No es ya un tinglado artificioso que un pueblo se pone y se quita como si se tratase de un vestido.
En el libro de Ortega, igual que en todos sus escritos de política, se advierte la filiación ideológica del viejo Estado, que le impide penetrar en los nuevos tiempos. No le basta su destreza y su gran talento. El vicio es radical y anega el resto de virtudes. Es lástima, porque si hay en España alguna mente ágil, con soltura y elegancia para hacernos la disección de los fenómenos políticos, es la de Ortega. ¡Qué estudios hubiera podido escribir sobre el férreo Estado soviético, o bien sobre la musculatura del Estado fascista!
(«La Conquista del Estado», n. 8, 2 - Mayo - 1931)
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No es la primera vez que nos ocupamos de ese semanario plural, dirigido por el mulato tétrico. En España otorgamos a esta figura renegada una consideración que no merece. Interviene en nuestras luchas políticas, sin aportar a ellas otra cosa que resentimiento de inferioridad racial. Es intolerable que un individuo así, a quien nuestros tribunales han procesado ya por calumnia sistemática, pretenda influir en la marcha de la vida española. Es un extranjero, sin emoción nacional, que postula y limosnea nuestros bolsillos con primor inigualado.
La República española haría bien situándolo en la frontera, o por lo menos restringiendo sus actividades a las puramente contemplativas y poéticas.
Despierta hoy en España un purísimo y noble afán nacional, a base de fidelidades profundas para con la intimidad de nuestro pueblo, y en una hora así debe prescindirse totalmente del consejo extranjerizante, rencoroso y traidor, que procurará por todos los medios nuestra ruina.
Hay que impedir que esas hojas mercenarias del mulato violen la ingenuidad auroral de nuestro pueblo, vestidas de sacerdocio redentor y de radicalismos falsos.
Hoy nuestro pueblo busca una tarea nacional, a la que llevar su optimismo y su fuerza. El problema hispánico, pues, consiste en señalar esa ruta y articular la disciplina que logre su realización victoriosa.
Es, por tanto, una labor para la que se precisa entusiasmo hispánico, intensísimo fervor nacional. Quien se sienta desarraigado de ambas cosas debe salir de España. Este es el caso, naturalmente, de los extranjeros. Más que nunca se impone el castigo ejemplar de esa turba de colonizadores que penetra e invade nuestro territorio, como si fuera una selva africana.
¿En nombre de qué el semanario extranjerizante a que nos referimos de modo directo trata de guiar los pasos españoles? Pedimos al Gobierno de la República española que mientras dure el período constituyente no puedan hablar en España las voces extranjeras. Por eficacia, por decoro, por respeto a los delicados y supremos intereses de la Patria.
(«La Conquista del Estado», n. 8, 2 - Mayo - 1931)
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Una vez triunfante la República, y satisfecho, por tanto, el afán burgués de libertades, conviene ir seleccionando los frentes revolucionarios que van a permanecer.
El proceso anterior -de la revolución pequeñita- ha sido de una inmoralidad y de un arribismo repugnantes. No ya los valores políticos -que ello podía ser, en algún aspecto, legítimo-, sino otros, los que tienen su base misma en la cultura, fueron escarnecidos, tolerando y exaltando en las cúspides a los ignorantuelos de turno.
«Todo es necesario para la Revolución -se decía-. Conviene que las voces revolucionarias aparezcan rodeadas de prestigio ante el pueblo, y así sus gritos y sus acusaciones serán más eficaces.» Hemos tolerado esta explicación hasta hoy, en nombre de la eficacia revolucionaria invocada. Aun creyéndola inmoral y absurda.
Las jerarquías de la cultura llegan quizá a nutrirse del ambiente revolucionario cuando éste es tan poderoso y profundo, que crea y descubre en un pueblo posibilidades culturales nuevas. Ello sólo acontece en las revoluciones auténticas, que se sumergen en la entraña popular y consiguen un módulo vital distinto.
Pero cuando las revoluciones no son tales, sino entretenimientos graciosos de buen burgués, surgen los falseamientos jerárquicos en todas las áreas. El escritor currinche pasa a ser un celebrado literato. El profesor mediocre, un foco inmenso de saber. El mediquillo, un consumado genio. El leguleyo más ínfimo, un prestigio de la toga. En fin, se subvierten las jerarquías, de tal manera infecunda, que peligra la capacidad misma para reconocer los valores superiores, objeto del fraude.
En los últimos meses, ahí estaba el periódico del señor Urgoiti, este corruptor de todas las inteligencias corruptibles aparecidas en España desde hace quince años. El Sol del señor Urgoiti circulaba entre los intelectuales papanatas como las hojas sagradas de la cultura, sin un desliz ni una concesión a la ignorancia de la gente.
Es lo cierto, sin embargo, que en ese periódico han aparecido los disparates más calificados y las pruebas más notorias de vaciedad intelectual que es posible exhibir al público.
Ahí va un ejemplo. Como en El Sol del señor Urgoiti había un verdadero frenesí por servir a la cultura, iniciaron unas páginas de libros. Encargaron del comentario semanal de libros nuevos a un desconocido currinche, el asturiano Díaz Fernández, que hizo sus folletones con toda pulcritud de tamaño. Pues bien, hablando del libro de Wassermann sobre Colón, escribió ese analfabeto cronista de El Sol antiguo, que era muy interesante porque, entre otras cosas, se demostraba que Colón, al descubrir América, creía haber llegado a tierras de Asia, a la India. De modo que para ese señor Díaz Fernández estaba inédita tal aseveración sobre el descubrimiento. No paran aquí los pequeños deslices. A docenas se cuentan en tonos regocijados por todas las tertulias un poco cultas de Madrid. No añadiremos sino uno más. Hablaba el mismo Díaz Fernández de un libro filosófico de Lenin. (Es sabido que Lenin, auténtico conocedor del marxismo, poseía un buen bagaje de cultura filosófica.) Y en la reseña decía con todo aplomo que Lenin refutaba «el materialismo histórico de Berkeley». Sin comentarios. ¿Qué entenderá ese señor Díaz Fernández por materialismo histórico?
En fin, véase cómo en un periódico que se decía exaltador de los valores culturales se exaltaba en realidad a la incultura. Hay que limpiar la vida española de subversiones así. La revolución que haremos no precisará de esos fraudes valorativos ni que sus elementos aparezcan ante el pueblo sino como lo que en realidad van a ser: ni más ni menos que unos revolucionarios.
Cumplida la etapa revolucionaria burguesa, conviene, repetimos, limpiar las filas de sus residuos inmorales.
(«La Conquista del Estado», n. 8, 2 - Mayo - 1931)