Una vez triunfante la República, y satisfecho, por tanto, el afán burgués de libertades, conviene ir seleccionando los frentes revolucionarios que van a permanecer.
El proceso anterior -de la revolución pequeñita- ha sido de una inmoralidad y de un arribismo repugnantes. No ya los valores políticos -que ello podía ser, en algún aspecto, legítimo-, sino otros, los que tienen su base misma en la cultura, fueron escarnecidos, tolerando y exaltando en las cúspides a los ignorantuelos de turno.
«Todo es necesario para la Revolución -se decía-. Conviene que las voces revolucionarias aparezcan rodeadas de prestigio ante el pueblo, y así sus gritos y sus acusaciones serán más eficaces.» Hemos tolerado esta explicación hasta hoy, en nombre de la eficacia revolucionaria invocada. Aun creyéndola inmoral y absurda.
Las jerarquías de la cultura llegan quizá a nutrirse del ambiente revolucionario cuando éste es tan poderoso y profundo, que crea y descubre en un pueblo posibilidades culturales nuevas. Ello sólo acontece en las revoluciones auténticas, que se sumergen en la entraña popular y consiguen un módulo vital distinto.
Pero cuando las revoluciones no son tales, sino entretenimientos graciosos de buen burgués, surgen los falseamientos jerárquicos en todas las áreas. El escritor currinche pasa a ser un celebrado literato. El profesor mediocre, un foco inmenso de saber. El mediquillo, un consumado genio. El leguleyo más ínfimo, un prestigio de la toga. En fin, se subvierten las jerarquías, de tal manera infecunda, que peligra la capacidad misma para reconocer los valores superiores, objeto del fraude.
En los últimos meses, ahí estaba el periódico del señor Urgoiti, este corruptor de todas las inteligencias corruptibles aparecidas en España desde hace quince años. El Sol del señor Urgoiti circulaba entre los intelectuales papanatas como las hojas sagradas de la cultura, sin un desliz ni una concesión a la ignorancia de la gente.
Es lo cierto, sin embargo, que en ese periódico han aparecido los disparates más calificados y las pruebas más notorias de vaciedad intelectual que es posible exhibir al público.
Ahí va un ejemplo. Como en El Sol del señor Urgoiti había un verdadero frenesí por servir a la cultura, iniciaron unas páginas de libros. Encargaron del comentario semanal de libros nuevos a un desconocido currinche, el asturiano Díaz Fernández, que hizo sus folletones con toda pulcritud de tamaño. Pues bien, hablando del libro de Wassermann sobre Colón, escribió ese analfabeto cronista de El Sol antiguo, que era muy interesante porque, entre otras cosas, se demostraba que Colón, al descubrir América, creía haber llegado a tierras de Asia, a la India. De modo que para ese señor Díaz Fernández estaba inédita tal aseveración sobre el descubrimiento. No paran aquí los pequeños deslices. A docenas se cuentan en tonos regocijados por todas las tertulias un poco cultas de Madrid. No añadiremos sino uno más. Hablaba el mismo Díaz Fernández de un libro filosófico de Lenin. (Es sabido que Lenin, auténtico conocedor del marxismo, poseía un buen bagaje de cultura filosófica.) Y en la reseña decía con todo aplomo que Lenin refutaba «el materialismo histórico de Berkeley». Sin comentarios. ¿Qué entenderá ese señor Díaz Fernández por materialismo histórico?
En fin, véase cómo en un periódico que se decía exaltador de los valores culturales se exaltaba en realidad a la incultura. Hay que limpiar la vida española de subversiones así. La revolución que haremos no precisará de esos fraudes valorativos ni que sus elementos aparezcan ante el pueblo sino como lo que en realidad van a ser: ni más ni menos que unos revolucionarios.
Cumplida la etapa revolucionaria burguesa, conviene, repetimos, limpiar las filas de sus residuos inmorales.
(«La Conquista del Estado», n. 8, 2 - Mayo - 1931)