La legitimidad y la fecundidad de la violencia

En las horas supremas en que un pueblo efectúa su Revolución, las frases pacifistas deben ser condenadas como contrarrevolucionarias. De igual modo que se fusila en tiempos de guerra a los derrotistas cobardes, hoy el pueblo español tiene derecho a exigir la última pena para los que se opongan a la marcha de la Revolución. Cada día aparece con más clara rotundidad que la Revolución no ha obtenido aún ningún género de conquistas. Ni triunfos de tipo social, del carácter radicalísimo que algunos piden, ni, de otra parte, señales de que las nuevas alturas comprendán los imperativos grandiosos que urge garantizar al pueblo hispánico. Nada de eso. Mediocridad hipócrita y viejos trucos del siglo tuberculoso, decimonónico, definitivamente ido. He aquí el producto de las jornadas gubernamentales.

El Gobierno liberal burgués penetra en el islote de los desengaños. Nosotros auguramos un trágico hundimiento a su miopía. Esas ideas que enarbolan justifican la llegada al Poder por vía parlamentaria, de discurso y tópico, pero no por la ancha vía de una Revolución. Insistimos en que la Revolución no se ha hecho, y las fuerzas que haya en el país con capacidad y valor revolucionario deben armar sus filas cuanto antes. La España valiente y violenta soportará con bríos las jornadas revolucionarias, por muy trágicas, duras y combativas que resulten.

La Revolución tiene que impedir muchas cosas. No sólo la mediavuelta alfonsina, que en eso todos estamos y estaremos conformes. Sino también la definitiva momificación de España en una vulgar democracia parlamentaria. A esto último se camina con tambores, himnos y juventud bobalicona de Casa del Pueblo, de Ateneo y de señoritismo burgués. La Revolución tiene que destruir esas migajas revolucionarias de otros siglos y lanzarse en pos de la caza auténtica, que consiste en inundar el temple español de acción voluntariosa y corajuda. El español tiene hambre, y hay que quitársela. El español se pudre entre los muros tétricos de una moral angosta, y hay que dotarle de una moral de fuerza y de vigor. El español vive sin ilusiones, arrojado de la putrefacción europea, en limosneo cultural, en perruna mirada hacia el látigo de la Europa enemiga, y hay que dotarle de ambición imperial, de señorío y de dominio; hay que convencerle y enseñarle de que Europa está hoy mustia y fracasada, y España tiene que disponerse a enarbolar a su vez el látigo y los mandos.

Todo ello hay que conseguirlo por vía revolucionaria, saltándose a la torera las ametralladoras burguesas del Gobierno liberal, mediocre y europeo, que nos deshonra y nos traiciona. Nosotros estamos seguros de que si la Revolución sigue su marcha, los objetivos que hemos señalado antes se lograrán íntegros. La oportunidad es magnífica, pues todo español tiene hoy entusiasmo revolucionario y firmeza de combatiente. Finalizar las campañas en el día y en la hora de hoy, encomendar a la patraña electoral la falsificación revolucionaria, es un crimen de lesa patria, cuyo castigo exigiremos.

No hay fatigas ni derecho alguno de nadie al descanso. Nadie tiene hoy fuerza moral ni autoridad suficiente para detener la marcha de la Revolución.

Contra toda la España joven que no ha claudicado, se alzan las voces de los ancianos desautorizando la violencia. Son voces cascajosas, miserables y cobardes, que deshonran nuestra raza. También las voces de los sabios maestros, hombres de pensamiento y de estudio, de laboratorio y de cuartilla, a los que, con todo respeto, no debe hacérseles el menor caso, pues jamás comprenderán, desde su exigua perspectiva de inválidos, la tremenda grandiosidad de una Revolución.

Un país a quien repugna la violencia es un país de eunucoides, de gente ilustradita, de carne de esclavo, risión del fuerte. Dijimos en otra ocasión, y lo repetimos ahora, que España debe serlo todo antes que una Suiza cualquiera, suelo de Congresos pacifistas, de burguesetes que bailan, de vacas lecheras, incoloro y suave.

Cuando todos los hipócritas celebraban la Revolución sin sangre, nosotros sabíamos que aquello no era la Revolución, sino la farsa, el fraude. Una Revolución electoral es incomprensible. El nombre augusto de Revolución no puede utilizarse para denominar hazañas así. Las Revoluciones no las han hecho nunca las colas de votantes, sino falanges valerosas, con audacia y armas.

Hay que reaccionar frente a esa campaña de cobardía que trata de despojar al español de los alientos fuertes. Adscribiéndolo a destinos limitaditos y pequeños. Retirando de sus cercanías los objetivos de valor. Engañando su mirada con colorines burgueses y parlamentarios. Hay que ir contra todo eso.

En España existe una organización obrera de fortísima capacidad revolucionaria. Es la Confederación Nacional del Trabajo. Los Sindicatos únicos. Han logrado la máxima eficiencia de lucha, y su fidelidad social, de clase, no ha sido nunca desvirtuada. Ahora bien: su apoliticismo les hace moverse en un orden de ideas políticas de tal ineficacia, que nosotros -que simpatizamos con su tendencia social sindicalista y soreliana- lo lamentamos de veras. Pero la realidad desviará su anarquismo, quedando sindicalistas netos. De aquí nuestra afirmación de que la burguesía liberal que nos gobierna tiene ya un enemigo robusto en uno de sus flancos. Lo celebramos, porque los Sindicatos únicos representan una tendencia obrerista mucho más actual y fecunda que las organizaciones moribundas del socialismo.

Pero hay que cubrir con enemigo otro de los flancos. La ramplonería burguesa y parlamentaria tiene que perecer en una ratonera eficaz. Nuestras campañas de exaltación española, de anticapitalismo y de veredas imperiales tienden a eso: a suplantar en el ánimo de las gentes los propósitos mediocres que hoy les ofrecen, por otros de radio más amplio, más adecuado a la grandiosidad histórica de nuestro pueblo.

Pero el bloqueo debe hacerse con todas las garantías de eficacia armada. Las filas revolucionarias tienen que prevenirse contra el régimen liberal burgués, bien provisto de guardias pretorianas y de sicarios repugnantes, que se opondrán a la Revolución. El burgués no saldrá a la calle, pero se cuidará de que disparen por él los fusiles mercenarios. Y que nadie levante la bandera de defensa de la República, porque nadie irá contra esa institución, sino contra los contenidos mediocres con que se quiere usufructuar a la República. Enemigos de la República no somos ni seremos. Porque contra los resabios de las tiranías feudales estamos y estaremos siempre.

O dictadura o libertad

Una prueba terminante de que el Gobierno no se cree intérprete del movimiento revolucionario es que no proclama la dictadura ni ejerce el Poder fuera de los antiguos Códigos. La cosa es peregrina, porque ello le somete a un régimen de tiranía hipócrita que a la postre ha de despojarlo de toda autoridad sobre el pueblo. El Gobierno no se erige en dictadura, pero reprime la libertad. No tiene serenidad para los ataques y no se atreve a servir el cauce revolucionario.

Atravesamos la etapa kerenskiana de la Revolución. Nuestro magnífico régimen liberal tendrá como única justificación el dejar paso franco a otras etapas. Si las impide y coarta, su responsabilidad revolucionaria debe exigirse luego con todo rigor. El hecho actual es que existe un Gobierno que logró poderes en nombre de la libertad y para conceder libertad integral al pueblo.

Aun los que somos enemigos del liberalismo burgués, podemos, por tanto, exigir del Gobierno cuanta libertad necesiten y requieran nuestras propagandas. No nos haga recordar el caso de Arlequín, que compró trompetas y tambores para sus chicos, y al entregárselos les ordenó que tocaran y jugaran con ellos, pero sin meter ruido. A tanto equivaldría el que un Gobierno liberal otorgase libertad al pueblo para que se estuviese quietecito, sin moverse.

Nosotros confiamos en que alguno de los caudillos de que la Revolución dispone derrumbe la situación contradictoria e inicie la marcha en pos de un objetivo firme. Las Cortes constituyentes no van a ser capaces de constituir nada. El pueblo, en un fuerte y sincero afán de fidelidad a sí mismo, se salvará con ellas o sin ellas.

Todo menos asegurar y consolidar la nota lánguida, de repetición francesa, a que quieren algunos que se condene nuestro pueblo.

A la extranjería gala de los Borbones, sucede el extranjerismo nórdico de la Reforma, de la burguesía avara y del Parlamento. Mientras España no se desprenda de esos influjos y niegue vasallaje a esos valores de la Europa vieja, nada brotará entre nosotros que posea vigor y fuerza.

De nuevo, y siempre, Cataluña

Se advierte ahora una especie de conquista de Madrid por los catalanes. Vienen, dan sus conferencias y regresan de nuevo. Los disparos son suaves, de una cordialidad pegajosa y falsa. Todos llegan con el truco de que no son separatistas. Y eso basta para que les aplaudan las bocas abiertas de los ingenuos. ¿Pues qué se creían aquí? Llamarse separatista equivaldría, ni más ni menos, al compromiso de luchar y guerrear por la independencia. Sería proclamar un delito gravísimo que conduciría a esos desgraciados a la cárcel.

Pero esa minoría de catalanes del Estat catalá, aunque es un manojo de orates, no están tan locos como para llamarse y proclamarse separatistas. La cobardía tradicional de las fuerzas políticas de Cataluña les ha impedido demoler esa presidencia grotesca de Maciá, y la han aceptado y enaltecido. El resto de España, por amor a Cataluña, por sentido universal de cultura, debe libertar a esa región magnífica de la minoría directora y rezagada que padece. A la menor sospecha de que una gran parte del pueblo catalán repudia esa política de campanario, el resto de España debe intervenir con mano durísima, y recordar a los disidentes que vivimos y queremos vivir con arreglo a la línea universal de nuestra época.

No se llaman separatistas en público y aquí, en Madrid. Pero examínense su historia y sus discursos. Tejen y manejan el equívoco que desarma al enemigo y les permite hacer. Pero los peligros no paran ahí. No se relacionan sólo con lo que los catalanes quieran y deseen para Cataluña. Hay que considerar y examinar y escrutar lo que los catalanes quieran y deseen para la totalidad de España. Su política es debilitarnos como pueblo, dejarnos sin Ejército, inermes, combatir nuestra cultura, localizar en torno a sus industrias la ruta internacional, apoderarse, pues, de España, empequeñeciendo su radio y su mirada. La verdadera atención que se precisa para los catalanes reside aquí, donde los peligros serán mayores y los daños más irreparables.

La Guardia cívica

Con un nombre decimonónico, el Gobierno intenta crear los nuevos milicianos del morrión. El fracaso va a ser tan evidente, que nos extraña mucho prosperen unos propósitos así. Bien se advierte el carácter fascistoide que se requiere dar a esos cuadros. Pero una disciplina y una eficacia de guerra como la lograda por Mussolini para sus camisas negras no se consigue sino aceptando, con todas sus consecuencias, el emblema antiliberal y violento. Unas milicias como las que se proyectan aquí, conseguidas por medio de levas en media docena de partidos, sin entusiasmo común alguno, creadas sin ningún fin grandioso, para consolidar una República que como institución no tiene el menor peligro, nos parece un puro error y un juego vano de señoritos.

Las fuerzas revolucionarias no debemos asustarnos de esos cuadros ineficaces, que servirán quizá para enfermeros sentimentales, pero no para detener un avance audaz, sostenido por un temple de que ellos carecerán, sin duda alguna. Frente a sus camisas, los revolucionarios deben ponerse otras de colores aún más destacados, y frente a sus pulsos temblorosos, que dejarán caer las pistolas, los revolucionarios deben atacar con pulso firme y sincero.

La genialidad de Mussolini creó sus milicias fascistas, dándoles antes que nada enemigo concreto y valiente y alimentando sus pechos con la esperanza probable y triunfal de la victoria. Los pobres burgueses de aquí, que formarán la Guardia cívica odian el entusiasmo guerrero, son pacifistas y desconocen los mandos y la disciplina de las batallas. Mussolini se sonreirá de esa segunda copia que aquí se incuba, pues la primera fue la Dictadura de Primo, ambas grotescas, ineficaces y de una mediocridad ejemplar.

La Guardia cívica son los somatenes de Primo de Rivera, equivale a ellos, y suponemos que tendrá los mismos fines: guardarse del pueblo, librar del pueblo a las oligarquías burguesas y socialistas. ¡Abajo el nuevo somatén!

(«La Conquista del Estado», n. 11, 23 - Mayo - 1931)