La Conquista del Estado (Número 11)

La legitimidad y la fecundidad de la violencia

En las horas supremas en que un pueblo efectúa su Revolución, las frases pacifistas deben ser condenadas como contrarrevolucionarias. De igual modo que se fusila en tiempos de guerra a los derrotistas cobardes, hoy el pueblo español tiene derecho a exigir la última pena para los que se opongan a la marcha de la Revolución. Cada día aparece con más clara rotundidad que la Revolución no ha obtenido aún ningún género de conquistas. Ni triunfos de tipo social, del carácter radicalísimo que algunos piden, ni, de otra parte, señales de que las nuevas alturas comprendán los imperativos grandiosos que urge garantizar al pueblo hispánico. Nada de eso. Mediocridad hipócrita y viejos trucos del siglo tuberculoso, decimonónico, definitivamente ido. He aquí el producto de las jornadas gubernamentales.

El Gobierno liberal burgués penetra en el islote de los desengaños. Nosotros auguramos un trágico hundimiento a su miopía. Esas ideas que enarbolan justifican la llegada al Poder por vía parlamentaria, de discurso y tópico, pero no por la ancha vía de una Revolución. Insistimos en que la Revolución no se ha hecho, y las fuerzas que haya en el país con capacidad y valor revolucionario deben armar sus filas cuanto antes. La España valiente y violenta soportará con bríos las jornadas revolucionarias, por muy trágicas, duras y combativas que resulten.

La Revolución tiene que impedir muchas cosas. No sólo la mediavuelta alfonsina, que en eso todos estamos y estaremos conformes. Sino también la definitiva momificación de España en una vulgar democracia parlamentaria. A esto último se camina con tambores, himnos y juventud bobalicona de Casa del Pueblo, de Ateneo y de señoritismo burgués. La Revolución tiene que destruir esas migajas revolucionarias de otros siglos y lanzarse en pos de la caza auténtica, que consiste en inundar el temple español de acción voluntariosa y corajuda. El español tiene hambre, y hay que quitársela. El español se pudre entre los muros tétricos de una moral angosta, y hay que dotarle de una moral de fuerza y de vigor. El español vive sin ilusiones, arrojado de la putrefacción europea, en limosneo cultural, en perruna mirada hacia el látigo de la Europa enemiga, y hay que dotarle de ambición imperial, de señorío y de dominio; hay que convencerle y enseñarle de que Europa está hoy mustia y fracasada, y España tiene que disponerse a enarbolar a su vez el látigo y los mandos.

Todo ello hay que conseguirlo por vía revolucionaria, saltándose a la torera las ametralladoras burguesas del Gobierno liberal, mediocre y europeo, que nos deshonra y nos traiciona. Nosotros estamos seguros de que si la Revolución sigue su marcha, los objetivos que hemos señalado antes se lograrán íntegros. La oportunidad es magnífica, pues todo español tiene hoy entusiasmo revolucionario y firmeza de combatiente. Finalizar las campañas en el día y en la hora de hoy, encomendar a la patraña electoral la falsificación revolucionaria, es un crimen de lesa patria, cuyo castigo exigiremos.

No hay fatigas ni derecho alguno de nadie al descanso. Nadie tiene hoy fuerza moral ni autoridad suficiente para detener la marcha de la Revolución.

Contra toda la España joven que no ha claudicado, se alzan las voces de los ancianos desautorizando la violencia. Son voces cascajosas, miserables y cobardes, que deshonran nuestra raza. También las voces de los sabios maestros, hombres de pensamiento y de estudio, de laboratorio y de cuartilla, a los que, con todo respeto, no debe hacérseles el menor caso, pues jamás comprenderán, desde su exigua perspectiva de inválidos, la tremenda grandiosidad de una Revolución.

Un país a quien repugna la violencia es un país de eunucoides, de gente ilustradita, de carne de esclavo, risión del fuerte. Dijimos en otra ocasión, y lo repetimos ahora, que España debe serlo todo antes que una Suiza cualquiera, suelo de Congresos pacifistas, de burguesetes que bailan, de vacas lecheras, incoloro y suave.

Cuando todos los hipócritas celebraban la Revolución sin sangre, nosotros sabíamos que aquello no era la Revolución, sino la farsa, el fraude. Una Revolución electoral es incomprensible. El nombre augusto de Revolución no puede utilizarse para denominar hazañas así. Las Revoluciones no las han hecho nunca las colas de votantes, sino falanges valerosas, con audacia y armas.

Hay que reaccionar frente a esa campaña de cobardía que trata de despojar al español de los alientos fuertes. Adscribiéndolo a destinos limitaditos y pequeños. Retirando de sus cercanías los objetivos de valor. Engañando su mirada con colorines burgueses y parlamentarios. Hay que ir contra todo eso.

En España existe una organización obrera de fortísima capacidad revolucionaria. Es la Confederación Nacional del Trabajo. Los Sindicatos únicos. Han logrado la máxima eficiencia de lucha, y su fidelidad social, de clase, no ha sido nunca desvirtuada. Ahora bien: su apoliticismo les hace moverse en un orden de ideas políticas de tal ineficacia, que nosotros -que simpatizamos con su tendencia social sindicalista y soreliana- lo lamentamos de veras. Pero la realidad desviará su anarquismo, quedando sindicalistas netos. De aquí nuestra afirmación de que la burguesía liberal que nos gobierna tiene ya un enemigo robusto en uno de sus flancos. Lo celebramos, porque los Sindicatos únicos representan una tendencia obrerista mucho más actual y fecunda que las organizaciones moribundas del socialismo.

Pero hay que cubrir con enemigo otro de los flancos. La ramplonería burguesa y parlamentaria tiene que perecer en una ratonera eficaz. Nuestras campañas de exaltación española, de anticapitalismo y de veredas imperiales tienden a eso: a suplantar en el ánimo de las gentes los propósitos mediocres que hoy les ofrecen, por otros de radio más amplio, más adecuado a la grandiosidad histórica de nuestro pueblo.

Pero el bloqueo debe hacerse con todas las garantías de eficacia armada. Las filas revolucionarias tienen que prevenirse contra el régimen liberal burgués, bien provisto de guardias pretorianas y de sicarios repugnantes, que se opondrán a la Revolución. El burgués no saldrá a la calle, pero se cuidará de que disparen por él los fusiles mercenarios. Y que nadie levante la bandera de defensa de la República, porque nadie irá contra esa institución, sino contra los contenidos mediocres con que se quiere usufructuar a la República. Enemigos de la República no somos ni seremos. Porque contra los resabios de las tiranías feudales estamos y estaremos siempre.

O dictadura o libertad

Una prueba terminante de que el Gobierno no se cree intérprete del movimiento revolucionario es que no proclama la dictadura ni ejerce el Poder fuera de los antiguos Códigos. La cosa es peregrina, porque ello le somete a un régimen de tiranía hipócrita que a la postre ha de despojarlo de toda autoridad sobre el pueblo. El Gobierno no se erige en dictadura, pero reprime la libertad. No tiene serenidad para los ataques y no se atreve a servir el cauce revolucionario.

Atravesamos la etapa kerenskiana de la Revolución. Nuestro magnífico régimen liberal tendrá como única justificación el dejar paso franco a otras etapas. Si las impide y coarta, su responsabilidad revolucionaria debe exigirse luego con todo rigor. El hecho actual es que existe un Gobierno que logró poderes en nombre de la libertad y para conceder libertad integral al pueblo.

Aun los que somos enemigos del liberalismo burgués, podemos, por tanto, exigir del Gobierno cuanta libertad necesiten y requieran nuestras propagandas. No nos haga recordar el caso de Arlequín, que compró trompetas y tambores para sus chicos, y al entregárselos les ordenó que tocaran y jugaran con ellos, pero sin meter ruido. A tanto equivaldría el que un Gobierno liberal otorgase libertad al pueblo para que se estuviese quietecito, sin moverse.

Nosotros confiamos en que alguno de los caudillos de que la Revolución dispone derrumbe la situación contradictoria e inicie la marcha en pos de un objetivo firme. Las Cortes constituyentes no van a ser capaces de constituir nada. El pueblo, en un fuerte y sincero afán de fidelidad a sí mismo, se salvará con ellas o sin ellas.

Todo menos asegurar y consolidar la nota lánguida, de repetición francesa, a que quieren algunos que se condene nuestro pueblo.

A la extranjería gala de los Borbones, sucede el extranjerismo nórdico de la Reforma, de la burguesía avara y del Parlamento. Mientras España no se desprenda de esos influjos y niegue vasallaje a esos valores de la Europa vieja, nada brotará entre nosotros que posea vigor y fuerza.

De nuevo, y siempre, Cataluña

Se advierte ahora una especie de conquista de Madrid por los catalanes. Vienen, dan sus conferencias y regresan de nuevo. Los disparos son suaves, de una cordialidad pegajosa y falsa. Todos llegan con el truco de que no son separatistas. Y eso basta para que les aplaudan las bocas abiertas de los ingenuos. ¿Pues qué se creían aquí? Llamarse separatista equivaldría, ni más ni menos, al compromiso de luchar y guerrear por la independencia. Sería proclamar un delito gravísimo que conduciría a esos desgraciados a la cárcel.

Pero esa minoría de catalanes del Estat catalá, aunque es un manojo de orates, no están tan locos como para llamarse y proclamarse separatistas. La cobardía tradicional de las fuerzas políticas de Cataluña les ha impedido demoler esa presidencia grotesca de Maciá, y la han aceptado y enaltecido. El resto de España, por amor a Cataluña, por sentido universal de cultura, debe libertar a esa región magnífica de la minoría directora y rezagada que padece. A la menor sospecha de que una gran parte del pueblo catalán repudia esa política de campanario, el resto de España debe intervenir con mano durísima, y recordar a los disidentes que vivimos y queremos vivir con arreglo a la línea universal de nuestra época.

No se llaman separatistas en público y aquí, en Madrid. Pero examínense su historia y sus discursos. Tejen y manejan el equívoco que desarma al enemigo y les permite hacer. Pero los peligros no paran ahí. No se relacionan sólo con lo que los catalanes quieran y deseen para Cataluña. Hay que considerar y examinar y escrutar lo que los catalanes quieran y deseen para la totalidad de España. Su política es debilitarnos como pueblo, dejarnos sin Ejército, inermes, combatir nuestra cultura, localizar en torno a sus industrias la ruta internacional, apoderarse, pues, de España, empequeñeciendo su radio y su mirada. La verdadera atención que se precisa para los catalanes reside aquí, donde los peligros serán mayores y los daños más irreparables.

La Guardia cívica

Con un nombre decimonónico, el Gobierno intenta crear los nuevos milicianos del morrión. El fracaso va a ser tan evidente, que nos extraña mucho prosperen unos propósitos así. Bien se advierte el carácter fascistoide que se requiere dar a esos cuadros. Pero una disciplina y una eficacia de guerra como la lograda por Mussolini para sus camisas negras no se consigue sino aceptando, con todas sus consecuencias, el emblema antiliberal y violento. Unas milicias como las que se proyectan aquí, conseguidas por medio de levas en media docena de partidos, sin entusiasmo común alguno, creadas sin ningún fin grandioso, para consolidar una República que como institución no tiene el menor peligro, nos parece un puro error y un juego vano de señoritos.

Las fuerzas revolucionarias no debemos asustarnos de esos cuadros ineficaces, que servirán quizá para enfermeros sentimentales, pero no para detener un avance audaz, sostenido por un temple de que ellos carecerán, sin duda alguna. Frente a sus camisas, los revolucionarios deben ponerse otras de colores aún más destacados, y frente a sus pulsos temblorosos, que dejarán caer las pistolas, los revolucionarios deben atacar con pulso firme y sincero.

La genialidad de Mussolini creó sus milicias fascistas, dándoles antes que nada enemigo concreto y valiente y alimentando sus pechos con la esperanza probable y triunfal de la victoria. Los pobres burgueses de aquí, que formarán la Guardia cívica odian el entusiasmo guerrero, son pacifistas y desconocen los mandos y la disciplina de las batallas. Mussolini se sonreirá de esa segunda copia que aquí se incuba, pues la primera fue la Dictadura de Primo, ambas grotescas, ineficaces y de una mediocridad ejemplar.

La Guardia cívica son los somatenes de Primo de Rivera, equivale a ellos, y suponemos que tendrá los mismos fines: guardarse del pueblo, librar del pueblo a las oligarquías burguesas y socialistas. ¡Abajo el nuevo somatén!

(«La Conquista del Estado», n. 11, 23 - Mayo - 1931)

La fuerza revolucionaria hay que buscarla donde la haya. Por fin, en nuestro país sonó la hora de que la Revolución circule, y hay que saludar a los estrategas animosos dondequiera que estén.

Nosotros nacemos a la vida política con entusiasmo revolucionario, felices de que coincidan nuestras preferencias de acción con las necesidades actuales de nuestro pueblo.

Los Sindicatos Únicos -la Confederación Nacional del Trabajo- movilizan las fuerzas obreras de más bravo y magnífico carácter revolucionario que existen en España. Gente soreliana, con educación y formación antipacifista y guerrera, es hoy un cuerpo de combate decisivo contra el artilugio burgués.

Cuando llegue el momento de enarbolar las diferencias radicales, nosotros lo haremos; pero mientras tanto, los consideramos como camaradas, y en muchas ocasiones dispararemos con ellos, en afán de destrucción y de muerte, contra la mediocridad y la palidez burguesas.

Aquí está Álvarez de Sotomayor, explicándonos la estructura interna de sus organizaciones sindicales. Hombre joven, de pocas ideas, las precisas, justas y firmes como músculos.

-La realidad inmediata -nos dice- es el Sindicato. La pujanza radical de éste nace de que la clave y raíz de la vida humana la constituyen los hechos económicos. El Sindicato es la entidad única que puede enfrentarse con las exigencias de la producción y del consumo.

-Los Sindicatos son apolíticos, ¿no?

-En efecto. Pero tenga en cuenta que eso de «política» es un concepto de la civilización capitalista, y somos apolíticos en tanto somos anticapitalistas y antiburgueses.

-Pero mientras la sociedad y el Estado capitalistas imperen...

-¡Ah! Los Sindicatos no colaboran con él. He ahí su carácter apolítico. La no colaboración con el Estado capitalista. Frente a frente. Le diría a usted más: un Estado frente a otro Estado.

-Sin relaciones diplomáticas.

-En absoluto.

-¿Y los Sindicatos darán la batalla al Estado? ¿Es uno de sus objetivos la suplantación del Poder actual?

-Indudablemente. Nuestras ideas nos permiten una incautación absoluta, total, del país. Formaremos cuadros de combate, armados, que den la batalla y consigan la victoria del proletariado. Es claro que preocupa e interesa a los Sindicatos ese triunfo.

-Una vez dueños del Poder, ¿no surgirían dificultades insuperables? Ustedes no son comunistas; por tanto, no les sirve ni seguirán la experiencia rusa.

-No creemos en esas dificultades. Los Sindicatos aseguran y garantizan la producción, y eso basta. Todo lo demás es pura y fácil consecuencia.

-¿No habrá tiranía del Sindicato?

-No. Imposible. Sus funciones no son coactivas sino en lo que afecta a la organización económica. Desde que alguien traspasara la frontera, no tendría más remedio que ingresar en un Sindicato. Es el único medio de que tuviese derecho a garantías de seguridad de subsistencia. Pues formando parte de un Sindicato, el de un ramo cualquiera, daría una prueba de su cooperación a una tarea productiva. En cambio, fuera de un Sindicato, el hombre, el trabajador, no ofrecería garantía ni valor alguno a la sociedad. Ahora bien, finaliza la intervención del Sindicato cuando se trata de otras cuestiones que las económicas. El hombre, pues, será libre.

-Sí, claro. El hombre es libre, pero dentro del Sindicato. Si en vez de Sindicato ponemos Estado, nos encontraremos con el fascismo.

El camarada Álvarez de Sotomayor se sonríe, y niega. Hemos de continuar el diálogo en otra ocasión. Pues se precisan, como se ve, muchas aclaraciones. Y con toda cordialidad las haremos. Uno y otro.

(«La Conquista del Estado», n. 11, 23 - Mayo - 1931)

Ideas actuales

Distingue a cada época una peculiar concepción del mundo, que es la clave de todas las valoraciones que en ella se hagan. El hombre exalta hoy lo que ayer despreciaron sus abuelos, y viceversa. Esto, que pudiera achacarse a la frívola caducidad de los valores, a relativismo ético y político, es, sin embargo, la raíz misma de la Historia, donde se denuncia y aparece la objetividad y continuidad de la Historia.

Con gran frecuencia se oyen hoy largos plañidos en honor y honra del individuo, categoría política que se escapa sin remedio. Un ligero análisis de la nueva política surgida en la postguerra señala el hecho notorio de que se ha despojado al individuo de la significación e importancia política de que antes disponía. El fenómeno es de tal rango, que encierra el secreto de las rutas políticas nuevas, y quien no logre comprenderlo con integridad, se condena a ser un espectador ciego de las hazañas de esta época. Resulta que un día el mundo ha descubierto que todas sus instituciones políticas adolecían de un vicio radical de ineficacia. Provocaban un divorcio entre la suprema entidad pública -el Estado- y los imperativos sociales y económicos del pueblo. El Estado se había quedado atrás, fiel a unas vigencias anacrónicas, recibiendo sus poderes de fuentes desvitalizadas y ajenas a los tiempos. El Estado liberal era un artilugio concebido para realizar fines particulares, de individuo. Su aspiración más perfecta era no servir de estorbo, dejar que el individuo, el burgués, atrapase la felicidad egoísta de su persona.

El Estado demoliberal aseguró al burgués cuantas garantías necesitaba para que nadie obstaculizara sus fines. Como respuesta, aparecieron las turbias concepciones socializantes, marxistas, en las que hoy comenzamos a ver con claridad cómo permanecen fieles a los valores burgueses que aparentemente combatían. Las bases que informan el fondo cultural y humano del socialismo son burguesas. El socialismo no es más que un afán de que se conviertan en burgueses todos los ciudadanos. Depende, pues, de la civilización burguesa, y reconoce su superioridad, sin que aporte a ella ni un solo valor original y nuevo.

Pero la economía burguesa ha creado ella misma la degeneración y la ruina de la burguesía. Las exigencias de la producción situaron ante los pueblos un valor nuevo: la solidaridad creadora. Los hombres descubrieron que junto a los «fines de individuo», que la civilización burguesa exalta, están los «fines de pueblo», los fines colectivos, superindividuales, antiburgueses, cuya justificación no es reconocida por el Estado de tipo liberal burgués. El socialismo teórico -y el práctico, de acción, hasta la Revolución rusa- no logró salir del orbe de los fines de individuo, y su anticapitalismo está basado en el deseo de que el Estado socialista garantice a «cada uno» la realización de sus fines.

Así, el socialismo -en contra de toda la terminología que utiliza- es individualista, burgués, y permanece anclado en el mundo viejo.

Hoy triunfa en los pueblos la creencia de que la verdadera grandeza humana consiste en la realización de fines colectivos, superindividuales. El problema que debe ocupar los primeros planos no es el de plantearse: ¿qué puedo hacer?, sino el de ¿qué puedo hacer con los demás? He aquí la verdadera etapa postliberal, antiburguesa, que hoy corresponde propagar al radicalismo político.

En el hombre cabe distinguir con toda claridad la coexistencia de dos focos o fuentes de acción. Uno es su yo irreductible, su conciencia individualísima, su sentirse como «algo» frente al mundo, que está afirmándose ante lo que no es él. A lo que en el hombre hay de esto, a su orbe anticivil, adscribía el Estado liberal, la civilización burguesa, los derechos políticos. El hombre poseía, pues, derechos políticos por lo que tenía de antisocial y negador de la política. Los derechos políticos eran capacidad de disidencia, equivalían a reconocer al hombre derecho a negar el Estado.

Pero el hombre no es sólo un yo individual, una conciencia irreductible, sino algo que posee capacidad de convivencia, un animal político, que decían los griegos. Eso que el hombre es además de conciencia irreductible lo es gracias al hecho de existir en un Estado. Si no formase en un Estado, si no conviviera con los demás, si no reconociera un Estado y unos fines de Estado que realizar en común, en unión de los otros, a nadie se le ocurriría adscribirle derechos políticos. Es, pues, el Estado quien hace posible la existencia de esos derechos. Sin él no existirían, y mal, por tanto, podría reclamarlos ser alguno.

El liberalismo se basaba, como vemos, en el craso error de reconocer derechos políticos a lo que en el hombre hay de antipolítico. Los nuevos Estados que hoy nacen y triunfan -Rusia, Italia, el Estado germano que postula Hitler- son antiliberales. En ellos se le reconocen al hombre derechos políticos por lo que en él hay de capacidad de convivencia, de cooperador a los fines del Estado. Por eso no hay derecho a la disidencia, o sea, a libertad frente al Estado. Que es entidad colectiva, fin último. (Pero prescindo ahora de seguir aquí este género de ideas que constituyen el objeto de un libro próximo, donde procuraré apurar todos los razonamientos que utilizo.)

Hay, desde luego, hoy una necesidad, y es la de romper las limitaciones burguesas individualistas; destruir sus finalidades e instaurar otras nuevas. A ello colaboran con magnífica eficacia las rutas económicas y las apetencias de grandeza que se despiertan en algunos pueblos. Es un hecho real, ineludible, la producción en serie. Y a la vez el afán europeo de uniformarse, de formar en unas filas y hundirse en ellas anónimamente. Estos dos hechos aclaran gran parte de las inquietudes políticas de ahora.

Distingue al burgués el afán de distinguirse. Su odio o indiferencia ante los uniformes ha sido hasta aquí mal interpretado. Se le creía surgido de una tendencia a no destacarse, a vivir en ignorada obscuridad. Nada de ello es cierto. El traje burgués es precisamente el que deja más ancho campo al capricho individual. Su aparente sencillez da, sin embargo, lugar a que exhiba una serie numerosísima de peculiaridades. Ahora bien: el burgués se conforma con distinciones mediocres: la sortija, la corbata, las pieles, el calcetín de seda. No en balde las destaca frente a otros burgueses para diferenciarse de ellos y provocar su envidia, o bien frente al proletario, a quien desprecia con odio de clase. El uniforme es prenda antiindividualista, antiburguesa, y debemos celebrar su nuevo triunfo. La producción en serie favorece esa tendencia a uniformarse que aparece en la nueva Europa. Quizá más que el burgués sea la burguesa quien concentra más puramente ese género de fidelidad a la era individualista. La producción en serie es para la mujer del burgués una cosa absurda, que la condena a vestir igual que la vecina de enfrente. Ella desearía unos abalorios especiales, producidos exclusivamente para su uso, pero la economía de nuestro tiempo no tolera ese género de satisfacciones...

La rota de la burguesía va también enlazada al descubrimiento de que no le preocupan ni le importan las auténticas grandezas nacionales. Prescinde fácilmente de ellas y se dedica a labrar su propio e individual destino. Carece de virtudes heroicas, de optimismo vital, y ello le impide dedicaciones grandiosas.

Valores y productos burgueses son, por ejemplo, los siguientes:

 

Pacifismo.

Humanitarismo.

Individualismo.

Seguridad.

Liberalismo.

Indisciplina.

Arbitrariedad.

Despotismo.

Tiranía.

Explotación.

 

Teóricamente no ha sido aún superada la civilización burguesa. Pero, de hecho, sí. Lenin, contra la opinión socializante del mundo entero, imprimió al triunfo bolchevique un magnífico sentido antiburgués y antiliberal. Disciplinado y heroico. De lucha y de guerra. Mussolini, en Italia, hizo algo análogo, logrando que un pueblo que en la Gran Guerra dio muestras de cobardía y de vileza, adore hoy la bayoneta y los «fines de imperio». Hay que decir con alegría y esperanza, como paso a las victorias que se avecinan: El individuo ha muerto.

(«La Conquista del Estado», n. 11, 23 - Mayo - 1931)