La Conquista del Estado (Número 16)

Contra los caudillos vendidos al extranjero.
Contra la inercia gobernante.
Contra los internacionales marxistas que traman la disolución de la Patria

 

Inestabilidad y guerra

Ha de ser muy difícil a las nuevas oligarquías gobernantes realizar su misión traidora sin grandes choques con el pueblo. Esas Constituyentes que ahora se celebran son inoportunas y carecen de la tradición revolucionaria que se precisa para una reforma de ese estilo. Por tanto, el papel que corresponde a los núcleos de acción y de combate es el de declarar facciosas esas Cortes y proseguir la tarea con más firme empuje cada día. No se ventila ya el viejo pleito Monarquía-República; pero están en el aire, a merced de los brazos que triunfen, las rutas decisivas que haya de seguir el gran pueblo hispánico.

Aceptar las Constituyentes es aceptar que la República pertenece a las inmorales pandillas socialdemócratas de que hablábamos en nuestro número anterior. Ellas han convocado las Cortes, impuesto los candidatos, estructurado el censo, usurpado los poderes del pueblo. Las juventudes revolucionarias no deben pactar con esa ancianidad podrida, reclamando para sí el timón de la marcha. Más de una vez hemos dicho que la Revolución actual ha de ser entendida como una suplantación de generaciones. Los viejos farsantes no comprenden las eficacias de hoy y condenarán a la República a mediocridad perpetua. Hay que impedirlo.

Por fortuna, todo está ahí, como premio a las victorias que se obtengan. El liberalismo burgués no se consolidará, porque el pueblo revolucionario rechaza las pacificaciones que se le ofrecen. Por eso hablamos de inestabilidad y de guerra. Hacen falta capacidades heroicas que vibren de fervor nacional e identifiquen el hecho violento con una gigantesca afirmación de hispanidad. Sólo así, llevando la batalla al terreno vigoroso y auténtico, puede resaltar la ambición de las juventudes, que se ciñe a la elaboración rotunda de una España imperial y fuerte. No nos conformaremos sin dotar a nuestro pueblo de instituciones que respondan a las necesidades modernas, y menos aún sin llevar a cabo una reforma radical en la economía que asegure la riqueza y la prosperidad del país. La ramplonería gobernante se nutre de las ideas más viejas y vive ajena en absoluto a preocupaciones de gran porte. Hundida en el siglo XIX, queriendo repetir las hazañas marchitas del extranjero, recluye al pueblo en su expresión más inerme, sin hostigarlo a que se discipline y penetre en las eficacias de esta época.

Por eso nos alegra la inestabilidad que advertimos. Ella permitirá que la Revolución continúe, abriendo paso a las falanges más heroicas. España tiene que batirse, aceptar la prueba violenta que vengue las cobardías de los años mediocres. La socialdemocracia burguesa es hoy el enemigo. Mañana lo será el comunismo. De todo triunfaremos, destrozando lo que obstaculice la ascensión de la Patria. Urge, pues, movilizar aquellos elementos generosos que en esta hora de crisis estimen como superior y más alta la tarea de consagrarse a robustecer la expresión nacional que la caza de libertades burguesas. Queremos que el título de español no signifique liberación cobarde, sino servicio y disciplina, deber de lealtad y de fidelidad permanentes.

El coro repugnante de leguleyos babosea hoy las escalas del Poder e impedirá que surjan y triunfen los temperamentos de guerra, los que enarbolen con ambas manos el afán magnífico de hacer de España el pueblo más poderoso del mundo Esos leguleyos se opondrán a la Revolución porque son cobardes y odian la rotundidad y la eficacia de las batallas. Son, pues, el enemigo, el objetivo de la escaramuza preliminar.

Las milicias civiles -de disciplina militar, pero no militarista- que nosotros hemos comenzado a formar serán movilizadas muy pronto y su consigna es vigilar la conducta de los traidores. Sería vergonzoso que las horas revolucionarias no dispusieran de una organización que garantizase en las jornadas más críticas la fidelidad al espíritu supremo de la Patria. Los grupos provinciales ya constituidos, de acuerdo con las instrucciones que el Comité Central les habrá transmitido por otro conducto, deben apresurar los ejercicios tácticos, perfeccionar las marchas, robustecer la eficiencia de choque, pues todo cuanto ocurre aconseja apresurar la hora de situar nuestras milicias en la calle.

La violencia, primera misión

La prosa de LA CONQUISTA DEL ESTADO puede indignar a los retóricos. Sólo nos interesa la calidez y la eficacia. Las revoluciones se nutren de coraje, no de plañidos, y vence en ellas quien moviliza mayor dosis de esfuerzo en las peleas. Nosotros ambicionamos ser la organización política más revolucionaria que exista en España. Ante nada detendremos nuestro empuje ni la severidad de nuestras consignas. Ello es posible porque defendemos un programa revolucionario que concentra todas las aspiraciones del pueblo y nos moviliza un profundo afán idolátrico por servir a España hasta la muerte.

Todos los peligros reptilean ante nosotros. Se conspira contra la unidad de la Patria. Se rehuye la justicia social, amparando la estructura explotadora de la burguesía. Se entontece al pueblo con licor de festejo y discursos de tópico barato. Se cortan las alas a la ambición nacional, señalando como meta única la farsa estéril del Parlamento, la secularización de cementerios y otras zarandajas.

La emoción revolucionaria es hoy el primer deber y tiene que invadir a cuantos se sientan atraídos por un afán nacional y constructor. Cada hora histórica posee su secreto. La actual se nutre de himno revolucionario y de clarines de guerra. Se multiplica el enemigo con los disfraces más variados. Aquí separatistas, allí derrotistas, allá reaccionarios; en todas partes arribistas y leguleyos.

Hay, pues, que legitimar todos los recursos y aprovechar las horas revolucionarias para reclamar los procedimientos de violencia. Siempre es lícito llegar al atentado personal contra los traidores. Y lo son aquellos que conspiran o permiten la disolución nacional. Los que aprovechan las filas revolucionarias para propagar ideas extranjeras, destructores de la vitalidad hispánica. Los que defienden el régimen económico de la burguesía capitalista, de espaldas al interés del pueblo.

¿No es, pues, legítima la formación de falanges férreas que signifiquen en esta hora una garantía de hispanidad?

Nosotros adoptamos, pues, los procedimientos de violencia. Queremos la acción directa del pueblo, representada por cuadros civiles que posean una disciplina militar. Esa es para nosotros la más firme garantía de que durante la revolución no peligrará el destino superior de nuestro pueblo. Hay que oponerse a las propagandas extranjerizantes, que sojuzgan la libertad del pueblo con ideas antinacionales y derrotistas.

Hay que presentar, pues, ante las energías jóvenes del pueblo el deber de enrolarse en nuestras milicias. España se salvará si aparecen cien mil españoles jóvenes, disciplinados y armados, cuyo propósito único consista en barrer del escenario nacional la voz de los farsantes y de los traidores.

El primer deber es hoy, por tanto, un deber de guerra. Las plañideras pacifistas tienen que retirarse y admirar el empuje de los héroes.

La vitalidad nacional

Saben los lectores que el grupo político que se ha formado en torno a LA CONQUISTA DEL ESTADO sólo admite como afiliados a los españoles de veinte a cuarenta y cinco años. Otras edades son consideradas por nosotros incapaces de comprender y servir los imperativos revolucionarios que nos animan.

Hay que lanzar sobre España el culto de la fuerza y del vigor. Una política que se nutra de juventudes tiene que ser eso. Como réplica a la España setentona, liberal y pacifista que se desprendió cobardemente de los compromisos de honor.

Nada haremos como pueblo si los mejores, los más fuertes, no imponen a los demás la ruta victoriosa. Se escapó por fortuna el melindre demoliberal, en el que hoy sólo creen media docena de botarates. La política parlamentaria sirve tan sólo para seleccionar a los ineptos. La hora actual de España reclama otro género de actuaciones. Cuando la Patria atraviesa un período crítico, sin base ni sustentación definitiva, dedicarse a obtener libertades burguesas es criminal.

Nosotros, la vitalidad joven de la Patria, impediremos que la Revolución beneficie exclusivamente a los enemigos del pueblo. Los gritos de «Libertad, orden, etc., etc.» que dan los españoles sin sangre, los residuos de los años muertos, deben ser anulados por los gritos hispánicos que pregonen el derecho de España a forjarse una grandeza (con libertades o sin ellas), a hacer la revolución económica que concluya con los desmanes burgueses.

El pueblo debe apedrear a los oradores farsantes que le hablan de la libertad. (De libertad para morirse de hambre.) La libertad es burguesa, camaradas, y, por tanto, origen y fuente de tiranías. Nuestro deber es engranarnos en un régimen hispánico que interprete e invoque el más puro afán constructor.

Hay que centrarse en la época y dejar paso a los entusiasmos nacionalistas, que son hoy la clave de las eficacias del pueblo. Estado republicano quiere decir, precisamente, eso: espíritu nacional, fidelidad nacional, servicio a la República.

Pero los invaliosos y los traidores interceptan las rutas. Por ello requerimos el auxilio armado. No debe escaparse la posibilidad que hoy se ofrece de que los españoles auténticos conquisten el Poder e impulsen al pueblo a una tarea constructiva de gran radio.

(«La Conquista del Estado», n. 16, 27 - Junio - 1931)

Es bien conocida nuestra actitud frente a los entusiasmos revolucionarios del Comandante Franco. De admiración radical. Si en España no brota un manojo de hombres así, con capacidad de sacrificio y de combate, bien poco haremos. Ahora bien, Franco carece en absoluto de sentido alguno nacional, y sus andanzas de los últimos días señalan en él un caso típico de inconsciencia.

Pone en circulación los ideales derrotistas y busca amparo en el domicilio de los traidores. Así su inclusión en las candidaturas de Maciá. Así también sus propagandas en Sevilla, a base de un grito pueril que a ningún andaluz se le ha ocurrido: «¡Viva Andalucía libre!»

No acertamos a ver la necesidad de nutrir las voces revolucionarias con gritos de ese carácter, que a poco que se les analice bordean las lindes gravísimas de la alta traición. Sólo una lamentable ceguera para la eficacia histórica de nuestro pueblo explica hoy el afán que sienten muchos por destruir la unidad de la Patria.

¿Se pretende obstruir la tarea del Gobierno republicano sacándole al camino problemas artificiales? Esa es la táctica de los comunistas, que con criminal sangre fría se declaran partidarios de los separatismos regionales. A nosotros nos repugnan esos procedimientos cobardes, y en nuestras campañas contra la situación gubernamental esgrimimos tan sólo la sana rotundidad de nuestra política.

Los objetivos revolucionarios deben ser directos. Hay que tener el arrojo de señalar las finalidades y lanzarse a su conquista de una manera inequívoca y audaz. Por eso, los que enarbolan e interceptan el problema separatista como auxiliar de su acción revolucionaria, nos parecen dignos de desprecio.

Es desde luego increíble que el comandante Franco se entregue a una tarea así, y pierda el timón verdadero de la grandeza de nuestro pueblo, que sólo puede alimentarse de un ciego respeto a la unidad nacional.

Pero no se trata sólo de esto. Desde hace veinte o veinticinco días el Comandante Franco hunde su auténtico prestigio de hombre valioso en la ciénaga de los grupos políticos más irresponsables y absurdos del país. Esos grupos de farsantuelos y de demagogos vulgares, que actúan a la sombra de la ingenuidad popular, ocultándole sus innobles taras. Esas candidaturas grotescas, en las que no falta nunca un artista chusco, un profesor cascarrabias y alguna señorita licenciada que merodea limosnas de vanidad.

El Comandante Franco es algo muy distinto a todo eso, y nos extraña que admita esa índole de fraternidades. Tiene derecho a ir a las Cortes sin necesidad de unirse a elementos invaliosos que juegan con el barullo y la farsa.

El Comandante Franco es un firmísimo valor revolucionario, al que esperan, sin duda, intervenciones de gran fuste. Pero disciplínese en una ruta política, póngase al servicio de las ambiciones nacionales más recias. Sin juegos peligrosos ni contactos mediocres con los espantapájaros del pueblo.

(«La Conquista del Estado», n. 16, 27 - Junio - 1931)