Sobre todo, la gravedad del episodio de Cataluña.

Los próximos tres meses deben ser de alerta para el Pueblo. Si llega la ocasión y lo reclama el interés de la Patria, hay que movilizarse.

 

El episodio de Cataluña

De nuevo el apoliticismo de los sindicalistas -que en este caso es verdadera incultura política- proporciona a Maciá, en Cataluña, una victoria absurda. Su actitud es indefendible, porque si votan a Maciá por su separatismo contradicen sus declaraciones de siempre, y si lo hacen porque tiene con ellos contactos de índole social y política, entonces reniegan de su tan cacareado apoliticismo. Los diputados de Maciá serán en el Parlamento representantes de los sindicalistas, y su significación, su mandato, tendrá un carácter de extremismo social, pero no catalanista.

De todas formas, el resto de España debe manifestar con energía su descontento por el deplorable episodio de Cataluña. Es raro que las montañas cercanas y el mar próximo no hayan curado de su histerismo a las masas de Cataluña. Pero España requiere esa curación y procurará el hallazgo de remedios eficaces. Sin detenerse ante nada, pues más allá del interés de la Patria no existen acusaciones. Todo puede hacerse y todo se hará.

Nosotros esperamos que las Cortes Constituyentes rechacen el famoso Estatuto que ahora se elabora en Cataluña. Veremos qué hacen entonces esas turbas reaccionarias de Maciá. Si apelan a la violencia, es el momento de aniquilarlas sin compasión. La grandeza de España no puede iniciarse con deserciones ni rebeldías, sino con disciplina y fervor para las rutas de la Patria, que es unidad de esfuerzo y de triunfo. Hay que vigilar las posibles traiciones que se avecinan y exigir los castigos más duros para los que pretendan explotar la errónea deslealtad de una parte de Cataluña. Ahí está como primer blanco el babélico Marcelino Domingo, el del bilingüismo, y sus huestes radicalsocialistas, que se emocionan ante la probabilidad de que los diputados traidores que vengan con Maciá se unan a ellos en la Cámara.

Marcelino Domingo, ministro del Gobierno nacional, apoya las estridencias de los separatistas, las halaga y justifica, para luego implorar el limosneo de sus diputados. Todo se reduce, pues, a egoísmo de partido, sacrificando los intereses más graves de España, a una ambición criminal que equivalga a reforzar su minoría parlamentaria. Puede presumirse la meta nacional que informará a hombres así que pactan con los traidores y hostigan las locuras para aprovecharse de ellas. Si como han insinuado los señores Domingo y Albornoz, los separatistas de Maciá se unen a ellos en el Congreso, habrá que declarar al partido radical socialista enemigo de la Patria, decirlo así a los españoles y cercar a sus hombres con las precauciones mismas que se toman con los leprosos. Desde luego, inhabilitarlos para toda función de gobierno.

Si, como en todas partes se dice, Cataluña va a obtener un régimen en cierto modo autonómico, ello debería traer como consecuencia la debilitación de los núcleos catalanistas, que una vez conseguida su pretensión tenderían a disolverse. Pero ello no ocurre, y he aquí un fenómeno que da plena razón a nuestras campañas. En Cataluña, el timón lo llevan los separatistas, y todo cuanto obtengan les servirá para avanzar más en sus pretensiones. El germen conducirá a la separación radical. Hay que darse cuenta de esto y no hacer luego gestos de extrañeza. Pero la separación es imposible mientras no la tolere el resto de España. Cataluña no es una nación que pueda reclamar derechos de esa índole. Aunque el clamor separatista de Cataluña fuese absoluto, esto es, que fuera unánime, sin una sola excepción, la petición de independencia, España podría y debería contestar con lenguaje de cañón. La separación de Cataluña necesita la voluntad conforme de todos los españoles, y es de suponer que no se degradará el hispanismo hasta el punto de permitir desmembraciones de ese linaje.

Si una mayoría de catalanes se empeñan en perturbar la ruta hispánica, habrá que plantearse la posibilidad de convertir esa tierra en tierra de colonia y trasladar allí los ejércitos del norte de África. Todo menos... lo otro.

El resto de España no ha hablado aún sobre el problema. Y su voz es la decisiva en este pleito.

El desenfreno socialdemócrata

Ahí están cien actas socialistas al servicio de la burguesía. No importa que vociferen y hagan gestos terribles. Sus votos proceden del conformismo español, del miedo al coco revolucionario, del burgués panzudo y mediocre. El sistema electoral Largo Caballero y la cobardía de los demás partidos son las causas del triunfo socialista. Triunfo, pues, artificioso que se desvanecerá en la primera ocasión. Nada bueno esperamos de los restantes grupos parlamentarios, nutridos todos ellos de gentes retrógradas que viven la emoción política de hace un siglo, pero los preferimos a ese rebaño extranjerizante de la socialdemocracia.

Ya surge entre ellos el apetito del Poder, y no les detiene la consideración de que sus cien actas fueron obtenidas en contubernio con los burgueses. No son, pues, actas de pureza socialista, y este detalle debiera hacerles más cautos. Les ilusiona eso de la «minoría más numerosa», y quieren lanzarse sobre el Poder como sobre las desmanteladas organizaciones obreras que controlan.

Por muy bajo que sea el nivel medio de los diputados constituyentes, pertenece sin duda al socialismo el honor de aportar los cernícalos más ejemplares. Hay que vigilar este peligro e impedir que exploten el argumento numérico que han obtenido por sorpresa. Estamos aludiendo a la tendencia gubernamental socialista que mantendrá Largo Caballero.

El equívoco primordial de la política española consiste en admitir una falsa localización de los partidos. En todas partes las exigencias económicas y las rutas vitales de los pueblos han hecho surgir fuerzas políticas que representan radicalismos de más sincera y fuerte realidad que los que aquí se proclaman ahora. El socialismo representa una trayectoria de gobierno fracasada en todos los países. Por dos razones: una, que su táctica conduce a todo menos a un régimen socialista; otra, y para nosotros la más esencial, que la eficacia económica que pueda conseguir un régimen antiburgués la logran entusiasmos de tipo nacional, que suplantan la discordia de clases con una integración de elementos productores. Es el caso de las economías de Estado, a que se acercan con rara similitud el régimen bolchevista de Rusia y el fascista de Italia.

El socialismo, por tanto, ha cumplido su vigencia histórica. De esas dos razones que enumeramos, la primera la esgrimen con eficacia los comunistas, y la segunda la enarbolamos los que unimos nuestro destino al destino nacional con un novísimo afán antiburgués y constructivo. Sería, pues, lamentable que en una hora así se abriera camino en España la decadencia socialista, cuyas filas son traidoras, según los comunistas, y reaccionarias, según nosotros. (En nuestra opinión, una fuerza política es reaccionaria cuando transcurrida su vigencia histórica se empeña en obtener el Gobierno de un pueblo.)

He aquí la realidad. Los socialistas deben ser bloqueados al menor gesto intemperante, porque significan una fuerza de reacción, y a última hora, un nido sospechoso de intelectuales sin sangre. No creemos que resulte muy difícil evitar el avance socialista, evitando a la vez que triunfe en nuestro pueblo el fraude revolucionario que ellos representan.

(«La Conquista del Estado», n. 17, 4 - Julio - 1931)