La Conquista del Estado (Número 19)

Los elementos sanos y jóvenes de la Patria deben conquistar inmediatamente el Poder

El Estatuto separatista de Cataluña

Ya conoce toda España el Estatuto elaborado en Cataluña. Pues bien, esa consigna cobarde de «no crear conflictos a la República» ha interceptado sin duda las protestas. Así acontece el absurdo de que se invoque esa consigna para detener nuestras campañas contra el separatismo, y no se les ocurre, en cambio, a nadie invocarla con más oportunidad para que en Cataluña contengan sus exigencias hasta que se consolide la República. Si es un peligro para la República combatir el Estatuto de Cataluña, ¿no lo es también, y primordial, el hecho de que ese Estatuto se presente? Asistimos a una ola de cobardía que amenaza apoderarse de la situación política de nuestro país. Se eluden los problemas, aceptándolos tal y como se presentan, sin someterlos a disciplina nacional. El centenar escaso de personas que controla hoy los puestos directores es capaz de otorgar las concesiones más graves con tal de que desaparezca de su ruta una dificultad levísima.

En un momento así presentan su ultimátum los separatistas de Cataluña. Hasta hace un par de semanas creíamos en la posibilidad de que las Cortes rechazasen con indignación ese Estatuto, que equivale a una desmembración del territorio nacional. Hoy nos tememos que el crimen histórico sea consumado y que los traidores, de espaldas a los intereses de la Patria, firmen la disolución de nuestro pueblo. Porque es preciso llevar a la conciencia de todo español que no se trata de una simple autonomía regional dentro del Estado, sino de reconocer una nacionalidad, una soberanía política frente a la soberanía española. El Estatuto se despoja tan sólo de las atribuciones molestas y acumula para el Estado (¡!) catalán el control de toda lo que constituye la actividad fecunda de un pueblo: Enseñanza, justicia, tributación, poderes gubernativos, incluso el ejército, pues no se olvide su reclamación de que se nutran de catalanes los regimientos de Cataluña. (Tabores de policía indígena, como si dijéramos, al mando de oficiales españoles.)

Asistimos, pues, al triunfo del criterio separatista. Pero lo más grave del episodio no es a la postre la independencia de Cataluña, sino que ello se realice y consiga a costa de la vitalidad española. La cobardía gobernante ignora, a pesar de la estrategia de que presume el señor Azaña, que es facilísimo detener la audacia de los perturbadores. Existe un plan, ideado por los separatistas, para lograr sus anhelos íntimos de independencia. Sería suficiente bloquearlo con energía.

Acerca de este plan traidor escribíamos hace más de un mes:

«Existe todo un programa de asalto a la grandeza hispánica. La política separatista se propone realizar sus fines en tres etapas. Una, la actual, encaramándose a los puestos de influencia en Cataluña, y desde ellos educar al pueblo en los ideales traidores. Otra, intervenir en la gobernación de España, en el Poder Central, con el propósito firme y exclusivo de debilitar, desmoralizar y hundir la unidad de nuestro pueblo. Por eso sostenemos que no hay que prestar sólo atención a lo que los catalanes pretendan y quieran para Cataluña, sino más aán a lo que pretendan y quieran para España. Su segunda etapa consistirá, pues, en debilitar nuestro ejército, esclavizar nuestra economía, enlazar a sus intereses las rutas internacionales, propulsar los nacionalismos de las regiones haciéndoles desear más de lo que hoy desean; lograr, en fin, que un día su voluntad separatista no encuentre en el pueblo hispánico, hundido e inerme, la más leve protesta.

»La tercera etapa, cumplida en el momento oportuno, consistirá en la separación radical.»

Estamos, pues, ante un caso de defensa nacional. Nosotros pedimos que si el Gobierno no se atreve a hacer frente a la auténtica gravedad del episodio de Cataluña, recurra al pueblo, que éste sabrá defender con las armas la intangibilidad del territorio patrio.

Falta esta prueba a los catalanes separatistas: la del heroísmo. Carecen de ejecutorias guerreras, y por eso el resto de España debe obligarles a batirse.

Por nuestra parte, tenemos muy cercano el síntoma de que se les defiende bien aquí: una maniobra policiaca del Director de Seguridad me envía a la cárcel, sin intervención del juez, como preso gubernativo, por el nefando delito de defender la integridad del Estado. Ya llegará el momento de nuestra justicia y la persecución implacable de los traidores, que no vacilan en obedecer las órdenes de Maciá; esto es, del enemigo iracundo contra LA CONQUISTA DEL ESTADO, por la irreductibilidad de nuestro gesto.

Todo esto conduce a la afirmación de que es precisa una segunda etapa revolucionaria. Con la máxima urgencia debe arrebatársele el Poder a las actuales oligarquías, que no tiemblan ni ante la probable ruina de la Patria. El pueblo se sabe ya defraudado y no será difícil movilizar sus ímpetus contra esta situación escandalosa, que para colmo de descrédito procede con despotismo monárquico para ahogar las voces disidentes.

La ruta a seguir frente al separatismo no puede ser otra que ésta: debe desmenuzarse su Estatuto en las Cortes y disminuir sus pretensiones en un ochenta por ciento. Para ello es suficiente un acuerdo de las fuerzas de Lerroux, las socialistas y derecha republicana. E imponer con energía la decisión de las Cortes. Es decir, entregar el pleito a la decisión suprema de la violencia.

El nerviosismo social. Las huelgas

Se ha hecho, a medias, una revolución política que es un puro anacronismo. Cuando la realidad de nuestro tiempo desaloja de todos los países a la reacción liberal burguesa, surgen aquí dos centenares de farsantes con la pretensión de que esas emociones anticuadas presidan la elaboración del nuevo Estado.

Distingue a la hora universal su carácter colectivista, de esfuerzo sistemático, y, por tanto, presentarse ante ella con equipo individualista y liberal, es caminar al fracaso con todos los honores del ridículo. El orbe social más sensible, que es el de las realidades económicas, canta ya con insistencia esa gran verdad. Las huelgas numerosas y la depresión enorme que se advierte en toda clase de negocios son tan sólo un leve chispazo de la auténtica catástrofe que hoy se incuba.

Si los microcéfalos gubernamentales, en vez de condenar las huelgas con melindres retóricos, se dedicasen a comprender y edificar una economía robusta, antiliberal y disciplinada, antiburguesa y nacional, advertirían el crasísimo error en que hoy andan revueltos. Pero no es posible, de un lado, halagar el espíritu burgués con esas grandes oquedades parlamentarias, y de otro, arrebatarle la libertad económica, que es la única que en el fondo le interesa.

El secreto consiste en el hallazgo de un tipo de Estado que anule las dispersiones económicas. Esto es, las indisciplinas de los productores. Hay que suplantar la función que hoy corresponde al capricho e intervenir las economías privadas con propósito de eficacia colectiva. Nosotros creemos muy saludable este reguero de huelgas, porque contribuirá a desequilibrar los falsos equilibrios. De otra parte, son movilizaciones revolucionarias, de las que nuestro pueblo está hoy más necesitado que nunca. La batalla social, a base de huelgas y choques con la reacción parlamentaria, puede proporcionarnos ocasión para entrenamientos decisivos. Frente a los burgueses timoratos que se asustan del coraje del pueblo, aplaudimos la acción sindicalista que, por lo menos, reanuda las virtudes guerreras y heroicas de la raza.

Comprendemos muy bien que las masas proletarias no tengan el menor interés en consolidar el régimen que ahora se inicia. Eso que se dice consolidar la República equivale, realmente, a la estabilización de los grupos oligárquicos que disfrutan hoy del Poder. De ahí que nosotros, hombres jóvenes que deseamos para España un régimen heroico, capaz de todas las audacias de nuestra época, y sobre todo exaltador hasta el fanatismo de las grandezas hispánicas, coincidamos en la protesta con los núcleos obreros que se insurreccionan. La consolidación de la vereda que hoy triunfa supondría para nosotros la pérdida de toda esperanza de resurgimiento hispánico. Están en el Poder las tendencias mediocres, decimonónicas, es decir, reaccionarias, capaces a lo sumo de hacer de España una repugnante democracia burguesa y parlamentaria.

Pero no necesitamos acudir a argumentos políticos para explicar la profusión de huelgas. El panorama gobernante no ofrece a las falanges obreras ni a elemento productor alguno garantías de eficacia para el porvenir. Un régimen puramente espectador que «deja hacer», sin prestar orientación genial a las energías del pueblo, es lo único que se advierte en el futuro del Gobierno. Por eso hay que eliminarlo.

Las huelgas son, pues, lógicas y el ímpetu revolucionario debe seguir a la orden del día.

 

El discurso reaccionario de Azaña

Ha de ser muy pasajera la popularidad de este señor Azaña, en quien nosotros denunciamos un manojo de afanes turbios. Estos intelectuales rumiantes, que viven con más de un siglo de retraso, añorando las emociones más viejas, son quizá el máximo peligro para la flexibilidad de la República. Su discurso último, a base de tópico liberal y amargor de resentimiento, ha sido sin duda ninguna el fenómeno más reaccionario desde el 14 de abril. Su retórica de vieja gruñona, iracunda, cantando la «hermosa conquista de la libertad», es un verdadero atentado a la sensibilidad política moderna.

 

Todos los que estamos acostumbrados a dirimir contiendas políticas frente a hechos e ideas propios de este siglo, colectivista y antiliberal por antonomasia, al tener que oír -por radio, se entiende- discursos de la cavernaria ideología del señor Azaña, nos quedamos sorprendidos. Para nosotros -y en esto coincidimos con los comunistas, nuestros encarnizados enemigos-, un hombre que dice emocionarse ante la libertad, a secas -¡oh, la libertad!- o es un disminuido mental o es un farsante.

No nos cansaremos de decir que nuestra época encomienda a los Estados políticos la tarea de conseguir para el esfuerzo del pueblo una garantía de eficacia. En el siglo XIX se creyó con ingenuidad seráfica que el Estado cumplía su misión, haciendo posible la libertad de los individuos. El burgués necesitaba, es claro, la libertad para desenvolver sus negocios, de espaldas a los intereses del pueblo. La economía, las razones económicas, han sido las primeras en asestar a la concepción liberal burguesa un golpe decisivo. Por eso, el grito liberal es ya un grito reaccionario, cuyo triunfo equivale a marchitar las posibilidades grandiosas que pudieran dibujarse en el porvenir de un pueblo.

España necesita precisamente la victoria de una disciplina nacional que ponga en circulación a viva fuerza los ímpetus ocultos. Los liberales como el señor Azaña creen que lo primero es la satisfacción egoísta de los afanes de cada uno, y lo segundo cualquier otra cosa. Pero acontece -y ésta es la gran verdad de la época- que los individuos hoy no se satisfacen, sino sabiéndose colaboradores con los demás en alguna empresa de algún fuste. No hay alegría que supere a la del trabajador ruso al aportar su esfuerzo a la realización del plan staliniano. En Italia aparece el mismo fenómeno de modernidad, pues todo fascista se sabe engranado en la disciplina nacional que el fascismo impone.

Aquí, en España, tenemos en cambio que sufrir estas vejeces. Que, como han perdido toda eficacia política, se convierten en armas tiránicas contra el pueblo. A puro querer imponernos la libertad, el Gobierno liberal burgués de la República ametralla y encarcela al pueblo. El señor Azaña, a quien reconocemos cierta inteligencia, sabe de sobra que eso de «ciudadanos libres», tan repetidas veces celebrado en su discurso, es pura farsantería. Sin ir más lejos, podríamos citar el caso de la destitución de López Ochoa, seguida del «gesto democrático» del señor Azaña de negarse a explicar a los «ciudadanos libres» el motivo de la destitución. Y es que estos liberales cucos son todos ellos de un orgullo despreciable y tiránico. Cuando desde el Gobierno se vitorea mucho a la libertad hay el peligro de que ello se haga para que el pueblo tolere al gobernante la libertad de hacer lo que le venga en gana.

El señor Azaña alentó traidoramente en su discurso los afanes separatistas de Cataluña. Es la consecuencia última de la reacción demoliberal: si otorga libertad a los individuos, ¿por qué negarla a las regiones? He aquí un plan más rápido para conseguir la disolución de nuestro pueblo, entregados sus destinos al arbitrio cobarde de estos hombres, sin grandeza para encararse con un porvenir difícil y glorioso.

El señor Azaña preside un grupito de intelectuales que se identificó, al parecer, con su discurso. He aquí el triste papel de los intelectuales españoles: el de ir siempre rezagados. Hoy, que se precisa ir dibujando los contornos de una civilización postliberal, creadora de mitos colectivos, de pueblo, para lo que es imprescindible una vanguardia intelectual, tenemos aquí el triste espectáculo de una regresión, de un retroceso. Y tiene que ser el sindicalista ciego y anónimo, el luchador impenitente, quien marque una ruta de violencia, de creación y de gloria.

Pero el imperio hispánico surgirá.

Cárcel Modelo.

(«La Conquista del Estado», n. 19, 25 - Julio - 1931)