Ahí están esos cuatrocientos hombres laboriosos y monótonos. ¿Qué van a constituir? ¡España! Esta España nuestra, con dolencia de siglos, que hoy vive injuriada y traicionada como nunca. Es trágico observar ese panorama constituyente. Los supuestos elegidos desconocen la trayectoria triunfal de España, son ajenos a ella y maniobran en los recintos sagrados de la Patria para satisfacer egoísmos de tribu o resolver los tropiezos de cada día.

La Cámara propiamente no existe. Se entrega al último que habla, si éste es de los diez o doce oradores que allí gozan prestigio de genios. Sólo el bajísimo nivel de la Cámara explica los aspavientos y admiraciones con que se comenta alguna que otra intervención discreta. Parecen hombres recién llegados de la selva, que se sitúan por vez primera ante personas que discurren, y en cuanto a la mecánica de eso que allí llaman minorías parlamentarias es difícil hablar serenamente. Son grupos irresponsables, formados al azar, sin fidelidad a otra disciplina que la que imponga el interés del clan. Júzguense, si no, esos espectáculos tan tristes que allí se ofrecen. Una de las minorías más numerosas se convirtió en federal -es decir, dispuesta a votar una estructura federal de España- con el exclusivo objeto de enfrentarse con otra minoría enemiga. Ello en menos de diez minutos.

Con esa frivolidad se elabora la Constitución de España. No sabemos si sus artífices aspiran a una vigencia duradera. Al parecer, ello les importa bien poco. Hoy la faena de hacer -de estar haciendo- una Constitución no tiene otra finalidad que la de evitar que el Gobierno de la República salte en cien pedazos. Es absurdo que el miedo a una crisis imponga a los diputados una Constitución diferente a la que ellos desearían. Claro que este forcejeo tiene un cortísimo sentido.

El Gobierno es prepotente en la Cámara. La coacción inmoral que supone la amenaza de dimitir la utiliza sólo en los casos extremos. La mayor parte de las veces no tiene que llegar a eso. Les basta un cabildeo con los llamados jefes de minoría, que vienen a ser así como ministros de segundo o de tercer grado.

La amenaza de dimisión de algún miembro del Gobierno, como arma de eficacia en las Constituyentes, la descubrió el señor Alcalá Zamora. Luego, otros ministros la utilizaron también. Cuando la Cámara advertía la posibilidad de que explotara alguna cartera, se rendía sin condiciones. Ahora bien; el truco de las dimisiones falló en la famosa enmienda de Alcalá Zamora. Pues acontecía que si se aprobaba dimitiría el señor Maura. Y si no se aprobaba, los señores Domingo y Nicolau. Hubo, pues, necesidad de reforzar las reservas, y vino todo aquello de la sesión permanente y de la puñalada desmembradora de la Patria en el centro mismo de la Constitución.

A poco nervio que poseyese la Cámara, habría provocado una salida airosa a situaciones así. Llevando las cosas «a la tremenda». Por lo menos, esto es dinámico, y a la postre siempre fecundo. Prefiere, en cambio, el gesto modosito y obediente, hipotecando el valor y la sangre de España para sostener con vida un Gobierno tuberculoso. Ni vencidos ni vencedores, es la frase mediocre que hoy triunfa y que repite con inconsciente sonrisa el jefe del Gobierno.

A esto sólo cabe contestar con el ceño fruncido y la consigna revolucionaria: Queremos que haya vencidos y vencedores. Aunque en el momento decisivo seamos nosotros de los primeros. Que surja una minoría heroica, capaz de los sacrificios más altos, y a la que se encomiende el deber de despertar en la masa cobarde los instintos de agresión y de defensa.

(«La Conquista del Estado», n. 20, 3 - Octubre - 1931)