La Conquista del Estado (Número 22)

El predominio de los anarquistas en la C.N.T.

No nos asusta ni nos pasma la actuación espectacular de la F.A.I. Desde el primer número venimos exaltando la necesidad de la violencia para toda política joven y española de hoy. Creemos que la revaloración de nuestro país dependerá de una temperatura cálida, de una serie de actuaciones enérgicas y heroicas. Pero la violencia que aquí se defiende ha de ir controlada por un plan, por una rigurosa intervención de los supremos intereses hispánicos; y nunca podrá ser la solitaria, cobarde -quien después de disparar huye- y desparramada puntería del pistolero. Por otra parte, tampoco quedamos estupefactos y perplejos ante la apostura estrafalaria e inactual de los anarquistas. Hombres medianamente normales y de ningún modo contemporáneos. Que se anudan con frecuencia en el cuello una chalina y que acostumbran a nutrir su cerebro con residuos de don Ramón de Campoamor y candideces de artículo de fondo de 1885.

Sin embargo, lo cierto es que esta gente tan anacrónica y energuménica se ha adueñado por sorpresa de los mandos de una Central obrera de la importancia de la C.N.T. y, por lo tanto, forzosamente ha de gravitar sobre el porvenir de España. El resultado de la reciente Asamblea regional de Sindicatos únicos catalanes, ha dado la victoria a Alaiz, a García Oliver y a Durruti; es decir, a la fracción más irresponsable y al mismo tiempo la que mejor maneja las trampas y los ardides de entre bastidores, a los que saben amañar -como ha acontecido ahora- un ruidoso triunfo político. Lo cual es una paradoja tragicómica, puesto que ellos presumen a cada instante de su apoliticismo y de su estrategia opuesta a las trapisondas de las pandillas burguesas. Claro es que en el fondo no son otra cosa que una extremosidad pequeño burguesa, y esta condición suya nos explica sus contradicciones y sus absurdos, tanto teóricos como prácticos.

Constituyen el último grado de la sandez demoliberal, el pantano a donde desembocan todos los desenfrenos del individuo, del pequeño ciudadano de los derechos inalienables y soberanos. Una prueba de tal suposición nos la presenta su actitud sobre el problema religioso. Y esta vez se empeñan, junto con el comunismo, en no querer lo que les conviene. A pesar de los consejos de un Sorel o de un Lenin -nada sospechosos de agentes de la reacción-, nuestros anarquistas y comunistas caminan del brazo de la burguesía radical, masónica, por la senda del anticlericalismo, olvidando o despreciando sus propias reivindicaciones. Por ejemplo, cuando se discutió en las Constituyentes el artículo acerca de la propiedad, nadie, ningún comunista ni anarquista, se preocuparon de organizar mítines y manifestaciones de protesta. Seguramente, para su opinión, aquello no interesaba a las masas. Pues bien; la mayor parte de la masa de trabajadores -la C.N.T.- será conducida en adelante por un criterio tan mezquino y tan poco coherente como el representado por Alaiz y compañía. Desde este momento denunciamos esta desviación pequeño burguesa de la C.N.T., que la llevará fatalmente a la dispersión y a la derrota. ¡No son los hombres de mente liberal o superliberal quienes han de regir el mundo! Mucho más eficaces para la C.N.T. han sido los viejos militantes: Pestaña, Peiró, Clará, etc., que en los años de verdadera batalla sindical y societaria consiguieron construir un organismo potente y robusto. La única meta constructiva, creadora de los anarquistas de la F.A.I., afirman los interesados, será el comunismo libertario. Nosotros conocemos muy bien cuánto valen esas dos palabras: NADA. Sabemos que se forjaron en Francia como transacción con los marxistas con el fin de permanecer en sus sindicatos. El anarquismo se confesaba comunista -aunque comunista libertario- para satisfacer algunas exigencias socializantes de sus enemigos y que lo dejarán vivir en paz.

Los anarquistas -dueños actuales de la C.N.T.- nos ofrecen la nada, siguen la trayectoria liberal, egoísta y panzuda de los políticos gobernantes. La grandeza imperial y futura de nuestra Patria nos exige que los combatamos implacablemente.

El problema anticlerical

Tenemos bien probada nuestra fidelidad a las supremacías civiles, nacionales, que en nuestra Patria, por fortuna, no se presentan en pugna -aunque otra cosa digan los mentecatos- con las fidelidades católicas. El guirigai anticlerical, suscitado por las filas reaccionarias de izquierda, nos parece rotundamente intolerable. Por su culpa, aparece ahí de nuevo el problema -que ya no es problema clerical, sino anticlerical-, contribuyendo a que los españoles sigan peleándose en torno a peligros fantasmales, sin realidad alguna, desentendiéndose en cambio de las finalidades revolucionarias propias de esta época.

Hay que acusar a los embaucadores que birlan al pueblo las conquistas positivas y lo envenenan luego bestialmente con apetencias de carácter ilusorio. Claro que el fantasma clerical -y más fantasma desde que el régimen republicano existe en España- tiene que ser utilizado por esos partidos energuménicos para justificar sus agitaciones. Si a los cuatrocientos diputados constituyentes les privamos de sus gestos anticlericales, en sus cabezas no queda absolutamente idea alguna firme sobre nada.

Creemos que la Iglesia española ha cometido errores grandes, y a muchos fieles catolicísimos hemos oído expresar su ferviente deseo de que por la Iglesia misma se lleve a efecto una depuración justiciera. El que esto sea auténtico no justifica que la microcefalia gubernamental nos desembuche todas sus reservas de anticlericalismo bufo.

Es sintomático de la campaña anticlerical que colaboren a ella con gran furia los partidos marxistas. Se trata de colmar la satisfacción revolucionaria del pueblo con abalorios inofensivos y baratos. El odio burgués contra los curas lo explotan los partidos socialistas con las mismas palabras y las mismas imputaciones burguesas. Pero cuando en las Constituyentes se discutía el artículo 42, artículo vital para el futuro de nuestra economía, que se reflejaría luego naturalmente en la prosperidad del pueblo, los partidos marxistas, traidores una vez más a su significación, no se creyeron obligados a llevar sus exigencias a la calle ni a reclamar la intervención de las masas.

Los partidos masónicos tratan al pueblo como trataban a los indios de América algunos desaprensivos en el siglo XVI. A cambio de fruslerías invaliosas, de objetos raros de madera o de papel, sacaban a los indios todo su oro. Hoy, a costa de que renuncie el pueblo a aspiraciones revolucionarias de honda resonancia, se le entretiene con el fantasma clerical para que royendo el hueso se le desgaste la dentadura.

Al escribir esta nota nada sabemos de la solución que dé la Cámara constituyente al problema religioso. Sólo nos interesa ahora destacar la simplicidad de los partidos que se llaman anticlericales. Teniéndola en cuenta, sabiendo que necesitan tremolar todavía en el futuro la cuestión clerical, casi afirmamos que votarán una fórmula modestita, para no agotar el filón de frases y discursos que ellos encuentran en ese gran problema.

El día que la vaciedad mental masónica de nuestros liberales se encuentre con que no hay clericalismo, ¿cuál va a ser el tema de sus charlas, de sus gritos y de sus mítines?

Y repetimos, para nosotros la cosa va ya pasando la raya, y vamos a permitirnos denunciar un nuevo problema: el problema anticlerical.

La muerte de don Jaime

El culto a la tradición española se había refugiado casi en su totalidad, durante los últimos cincuenta años, en las filas entusiastas del carlismo. De tal modo acaparaban ese culto, que el resto de los españoles vivió alegremente de espaldas a toda preocupación nacional, deshispanizándose, incubando la opereta de una pseudorrevolución con gorro frigio francés y Marsellesa.

De otra parte, la faena de velar con pulcritud las grandes tradiciones impidió a los carlistas capturar el secreto de los tiempos nuevos, apareciendo cada día más invaliosos para una conquista franca del Poder. Aun así, casi totalmente alejados de las preocupaciones concretas de la política, su actitud se conservaba solemne y admirable.

Nadie puede negar que han militado en el tradicionalismo, poblando los requetés carlistas, grupos de españoles que representaban por su decisión y su entereza las mejores virtudes de la raza. E incluso algún período heroico -en que frente a la anarquía hubo que movilizar por Gobiernos mediocres, sin estilo ni carácter, energías fieles- se nutrió del coraje y de la ciega adhesión a la Patria que demostró un sector joven del jaimismo.

Ahora con la muerte de don Jaime, sin sucesión ni régimen monárquico en España, pero amenazada nuestra Patria por los peligros mayores, en plena y magnífica coyuntura de reconstrucción, es de gran importancia observar la ruta que adopten los núcleos tradicionalistas a que aludimos.

Será absurdo su aislamiento, recluidos en fidelidades innecesarias. Su acción, en cambio, es hoy precisa para evitar la consolidación de este conato demoliberal que padecemos, para engrosar las filas militantes que se formen en torno a la Ofensiva de la Patria, para lograr la victoria de una política nacional, de tipo heroico, que impida la explosión arrolladora del marxismo.

Es hoy más urgente que nunca imponer a la política de nuestro país un sentido profundamente español, que contenga la deslealtad de los fraccionadores, y para ello sería lamentable no conseguir el concurso activo de los grupos tradicionalistas. No es legítimo sustraer energías jóvenes, sensibles a la emoción de la Patria, del área donde tienen efectividad los combates de la época. El enemigo no es el mismo de hace sesenta años ni adolece de los mismos puntos vulnerables. Por eso, frente a su táctica hay que oponer otra eficacísima que la supere.

El culto a la Patria está a la orden del día, y sólo los miserables descastados pueden sonreír ante una afirmación así. Por eso nosotros, que luchamos revolucionariamente por conseguir para España un régimen de grandeza, anclados en nuestro tiempo, equipados con sus armas, sin permitir a nadie que presuma de ser más moderno ni más actual que nosotros, saludamos hoy con cariño y emoción a los sectores tradicionalistas, amantes fervorosos de nuestra España, que lloran la muerte de su caudillo.

Y les pedimos la reintegración inmediata al puesto de lucha que requiere la gravedad del minuto español. A nuestro lado y aceptando nuestras consignas.

El comunismo avanza

La flojedad ideológica que caracteriza a los actuales gobernantes y su incapacidad para esgrimir los auténticos resortes políticos de nuestra época, hacen que España esté hoy indefensa ante cualquier audacia comunista.

En las elecciones parciales celebradas últimamente los candidatos comunistas han triplicado sus fuerzas. Muchos creen que el hecho de que el comunismo no controle en España ninguna Central sindical le invalida para una acción revolucionaria. Se equivocan. En la hora decisiva, los sindicatos obreros favorecerían un golpe de mano comunista, aunque sólo fuese con la intención de hacer posible esa Arcadia anárquica con que sueñan ingenuamente.

Los grupos comunistas cultivan hoy con todo desparpajo la acción insurreccional. Se disponen a sorprender al país con un golpe de audacia. Su táctica es proseguir la reclamación de aspiraciones de tipo democrático-burgués que la República ha dejado insatisfecha. Esto para asegurarse la colaboración inconsciente de la pequeña burguesía.

Contra la avalancha comunista no caben razones. Son cerebros estrechos y fanáticos que obedecen sus consignas sin discusión. El Estado vigente es incapaz de presentar batalla a un enemigo así que juega con la táctica de llevar a sus últimas consecuencias las timideces de aquél. De aquí que la tarea de abatir las líneas comunistas corresponda a grupos adversarios, al margen de toda acción oficial, que posean firmeza y coraje suficiente para responder en todos los terrenos a las provocaciones antinacionales de los rojos.

Nuestras Juntas de Ofensiva tomarán inmediatamente a su cargo en toda España la acción eficaz contra los comunistas. Los contenidos revolucionarios de las Juntas necesitan que su victoria vaya precedida por la derrota del enemigo rojo. El hecho de que fracase de un modo rotundo la situación democrática que advino al Poder con la República no puede autorizar a los comunistas a destacarse ahí como reserva. Ante el descalabro demo-liberal no cabe sino que los grupos nacionales se apoderen de las riendas revolucionarias, y cumplan con toda energía el deber de ir rectos a la imposición coactiva de un plan de reconstrucción nacional.

Si esto no se efectúa, si no surgen robustamente grupos heroicos que suplanten la inercia del Estado, la incapacidad del Estado, España estará a merced de cualquier tentativa traidora que organicen los comunistas.

Nosotros señalamos estos peligros y a la vez que nos disponemos a bloquearlos, robusteciendo el área de la acción de las Juntas, pedimos a aquellos españoles que deseen oponerse a la ola roja se inscriban en nuestros organismos de combate. ¡Hay que defender a la Patria amenazada!

(«La Conquista del Estado», n. 22, 17 - Octubre - 1931)

Algún día habrá que exigir a los jefes republicanos la tremenda responsabilidad de haber hecho la campana pseudorrevolucionaria sin ideales hispánicos de reconstrucción. Se perdió para España esa oportunidad, y ahora bailotea el régimen entre problemas de artificio, necesitando sostener la adhesión de la plebe a base de concesiones sectarias, puramente negativas, que hieren la conciencia de millones de españoles. Si la República hubiera traído consigo un verdadero plan revolucionario, de emoción española y no masónica, es seguro que hoy contaría ya tras de sí etapas gloriosas, adscritas a realizaciones nacionales, y no, como ahora acontece, una ruta mediocre de deslealtades, fanatismos y fraudes contra los clamores auténticos del pueblo.

La exaltación de Azaña a la jefatura del Gobierno es una prueba más de ese carácter antinacional y masónico que, al parecer, prefiere la República para su futuro. Estamos en presencia de una posible etapa de dictadura, y esto, que como medio de gobierno no nos asusta, merece ahora nuestra repulsa más fiera, pues equivale a imponer a España, sin compensación en orden alguno de intereses superiores, una política en franca oposición con su alma histórica.

Ciertos núcleos republicanos ven con satisfacción la jefatura de Azaña, porque advierten en él capacidad de mando y energía. Ya está aquí claro el típico carácter liberal de la pseudorrevolución. Llega la etapa tiránica; se insinúa bien clara en algunas frases que gusta de pronunciar el nuevo jefe del Gobierno en sus discursos. No han tardado mucho, pues, los que gritaban «¡Abajo los tiranos!» en proporcionar a la acera de enfrente la oportunidad de gritar el mismo grito.

Los discursos recientes del señor Azaña, a los que debe su actual jerarquía, contienen frases y amenazas que deben ser comentadas con firmeza y serenidad. Parece que a estas alturas debía dejarse a un lado la República, como algo que permanece por cima de las polémicas de grupo, sin enemigo serio a la vista, y entender las dificultades de Gobierno como originadas por posibles errores de los gobernantes. Pero ya se ve cómo estos señores prefieren identificarse con la República, y a la postre concluirán por hundirla en el fatal hundimiento que a ellos les espera.

Hay ya de un lado la exageración intolerable de confundir a España con la República, y además confundir a la República con una República antinacional, fraccionadora y masónica, como la que postulan y defienden los actuales gobernantes. El señor Azaña amenaza terriblemente a los que alcen la mano contra él, aunque él dice «contra la República». Pero es tener bien pobre idea del coraje y capacidad de sacrificio de los españoles patriotas creer que la amenaza del fusilamiento detendría su rebeldía, cuando ésta suponga salvar a España del deshonor y de la ruina.

Comienza, pues, la lucha, y nosotros, mejor dicho, las Juntas, se atendrán a su programa para situarse. Creíamos nosotros que nuestra batalla sería posible dentro de la República, sin herirla lo más mínimo, y con esta creencia fundamos las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista; pero se nos presenta la contrariedad de que los grupos gobernantes desean identificar con la República su ruta liberal, burguesa y antiespañola. Decimos esto, porque alguien creerá antirrepublicanas nuestras campañas y nuestras críticas; pero la responsabilidad íntegra de ese equívoco la dejamos al Gobierno consubstancial que padecemos.

El señor Azaña en la Presidencia parece significar una tozuda decisión de imponer a rajatabla una serie de ideas y propósitos de muy dudoso respeto a lo más sagrado de nuestro pueblo. Ello indica que la confabulación masónica, antiespañola, sacrifica incluso los principios liberales que le son tan gratos ante la posibilidad de triturar con más eficacia la grandeza de la Patria. Hubiera sido por lo menos de cierta nobleza para este régimen liberal-burgués el confiar la supuesta reforma de las leyes a las ventajas mismas de la libertad. Lejos de esa experiencia, temerosos de sus resultados, la situación gobernante prefiere imponerse con gesto feroche y ademán tiránico.

Están, pues, en peligro los valores más eminentes de España. Se consumará la disolución nacional, pues conocida es la tesis del señor Azaña, que cree suficiente haber encontrado una España unida para que ahora se estructure a base de separatismos. Se impondrá a España una política casera, burocrática, de pequeño burgués rabiosillo, sin ambición nacional, pacifista y mediocre. Se evitarán realizaciones revolucionarias auténticas, como es una amplia transformación económica, siguiendo como hasta aquí esquilmado y mediatizado el pueblo que trabaja. Se cultivarán los gritos fáciles, adormeciendo en el pueblo su afán creador y obligándole a seguir fiel a los infecundos mitos de nuestros abuelos. Ahí está el ejemplo de la batalla religiosa. Esos cuatrocientos señores diputados de las Constituyentes se han visto en la necesidad de despertar en el pueblo el odio al catolicismo, porque se vieron incapacitados para servir a ese pueblo metas revolucionarias de más realidad y más urgencia. El pueblo ingenuo ha caído en el lazo, celebrando lo que él cree su victoria contra el clero. Ahí está el partido socialista, que llenó de pasquines las calles, tocando a rebato su marxismo los días en que las Cortes discutían el problema religioso, y, en cambio, asistió muy calladito a la discusión del articulo 42, que trataba de la posibilidad de socializar y de dar un golpe auténtico a la economía capitalista. ¡Farsa, farsa!

Las Juntas harán, pues, labor de oposición al Gobierno Azaña, como a todos los que anuncien proseguir la tarea antiespañola, de reacción liberalburguesa, a que éste quiere dedicarse. Sin miedo a frases ni a amenazas. A ver si es posible levantar con un ejemplo generoso la protesta decidida del pueblo patriota. La política de tendencia liberal-burguesa no consigue en esta época otro resultado que el de desembocar en el comunismo, a quien es suficiente hinchar los mismos discursos ministeriales para su propaganda eficacísima.

Jacobinismo es hoy bolchevismo. O algo que dejará a éste franco y libre paso. Y el señor Azaña es sencillamente un político jacobino. (Sin el carácter unitario, de Patria una, que era lo único que los jacobinos franceses tenían de bueno.)

Pero el señor Azaña parece a la vez hombre inteligente y quizá, a pesar de todo, pueda salvarse y salvarnos. Esperemos.

(«La Conquista del Estado», n. 22, 17 - Octubre - 1931)