Con gran frecuencia quienes nos movemos en zonas políticas de alguna novedad advertimos que se interpretan nuestras palabras y nuestros conceptos de un modo absolutamente falso y arbitrario. Ese fenómeno aparece en España siempre que, ante cualquier clase de auditorio, se habla, se comenta o se explica el hecho mundial del fascismo.
Noches pasadas, con motivo del homenaje a Giménez Caballero, mi discurso me proporcionó ese mismo aluvión de dificultades. Creía yo que después de varios años de rodar por las mentes españolas el tema político del fascismo, podía ya decirse ante un centenar de españoles cultivados, sin riesgo de parecerles inexacta, esta elemental definición del fenómeno fascista: el fascismo es en su más profundo aspecto el propósito de incorporar a la categoría de soporte o sustentación histórica del Estado Nacional a las capas populares más amplias.
Pues bien, palabras tan claras y evidentes parecieron tan monstruosas al señor Pradera que se ausentó del salón como protesta por haber sido pronunciadas, y originaron también en mi amigo Eugenio Montes la interrupción de que el fascismo era, entonces, como la Revolución francesa.
Intentaré aquí explicar y aclarar brevemente las gestiones más visibles que aparecen ligadas a esos temas. En primer lugar, cuanto existe en la órbita de los fenómenos y de las realizaciones políticas son realidades históricas; es decir, hechos, y hay que aceptarlos como tales, gústennos o no, pues pretender desfigurarlos o envolverlos falazmente en finuras conceptuadas y sofisticas lo reputo error infecundo y vano.
(«La Patria Libre», n. 1, 16 - Febrero - 1935)