La unanimidad del pueblo español, rechazando el Estatuto catalán, debía merecer al Gobierno y a los partidos republicanos un respeto por lo menos tan pulcro como a otros se lo merecieron las elecciones revolucionarias de abril.
Pero son ciegos y sordos a la angustia de los españoles, que intuyen en los estatutos regionales la fatal balcanización de nuestra Patria. Es absurdo que no haya entre los sectores más ortodoxos del régimen quien recoja y lleve a la victoria esa emoción sagrada de unidad que hoy sacude a España entera. Ello indica cómo vivimos una existencia política artificiosa, improvisada y sin sangre, donde los clamores nacionales rebotan sobre los pétreos compromisos de la oligarquía triunfadora.
Si no estuviera en peligro el máximo valor de que disponemos los españoles, la existencia misma de la Patria, sería cosa de permanecer impasibles ante el crimen histórico que se proyecta, en espera tan sólo del minuto implacable de la justicia. Pero hay que sacrificar esos gratos momentos en que viéramos abatir la cabeza de los traidores, y evitar la consumación monstruosa de un desmoronamiento nacional irreparable.
A poca perspicacia política que se tenga, se advierten con gran precisión unas tremendas responsabilidades para el Gobierno provisional de la República. El problema catalán se agravó a partir del 14 de abril en proporciones terribles, debido a la ineptitud revolucionaria, a la falta de energía y de coraje revolucionario, de que dio muestras el Gobierno provisional. Le faltaron bríos para imponer a los núcleos insumisos de Cataluña el respeto a la autoridad y a la personalidad de la Patria, permitiendo que allí se incubasen organismos y propagandas oficiosas desmesuradas de Maciá y sus secuaces; el Gobierno provisional no contestaba con otro lenguaje que con el lenguaje cobarde de las promesas. A través de los meses, el Gobierno español alimentó a la fiera separatista con promesas, que hoy vemos eran letras giradas contra la integridad de la Patria.
Esa política errónea, traidoramente cobarde, ha chocado con esto: el pueblo español unánime contra el Estatuto. España parece gloriosamente decidida a no tolerar el Estatuto. Y planteada así la pugna, el manojo de cuestiones graves que surgen es de cristalina transparencia. Otros tres factores, el histerismo separatista de Cataluña, la ineptitud revolucionaria y la voluntad notoria del pueblo español de oponerse al Estatuto, originan que, planteado con urgencia el pleito, sean rotundamente imposibles las soluciones de concordia.
Porque hay más: España no puede ni siquiera plantearse la posibilidad de acceder pacíficamente a la separación de Cataluña. Esos que dicen “¡Que se vaya de una vez!” son la escoria de la raza. No se puede ir Cataluña porque Cataluña no es una voluntad nacional. Los catalanes no disponen de Cataluña, no pueden interpretar una soberanía de que Cataluña carece. Y España firmaría su sentencia de muerte como nación histórica si concediese a Cataluña el Estatuto separatista. A no ser como consecuencia de un combate.
Pues he aquí la realidad frente a la que algunos cierran los ojos: El problema catalanista ha sido tratado de modo tan desastroso durante los últimos meses que hoy no existe para él otra solución que la apelación radical a la violencia.
La República debe curarse esta llaga amenazadora proclamando con coraje jacobino la unidad e indivisibilidad de la Patria. Pues los núcleos separatistas de Cataluña son enemigos de la Patria y de la República. Ni aun en el caso de que el Estado se estructure en formas comarcales sirve para nada el catalanismo. Pues le informa un odio rencoroso a la integridad nacional, a España, cuyo nombre eluden, y perturbarían la cohesión y la unidad.
No se olvide, por último, que España posee hoy formas políticas, de tipo demoliberal, que necesitan más que otras el que se vigoricen los resortes de unidad nacional. Pues son por naturaleza disolventes y flojas. Ya que se importó de Francia el gorro frigio, la marsellesa y la trilogía famosa de los derechos del hombre, ¿será mucho pedir a los afrancesados que importen también el amor a la Patria una, el coraje y el denuedo de los revolucionarios que dieron su sangre por la unidad e indivisibilidad de Francia?
Ramiro Ledesma Ramos
(«Libertad», Valladolid, año II, nº 49, 16 – mayo – 1932, p. 1)