A don Eugenio d’Ors, que disparó el adjetivo a quemarropa.
Este sitio en que escribo es un vergel cartujo en decadencia. El valle del Lozoya riega su soledad con los lagrimones de los montes. Fértil en tristeza, alimentada por inagotables glándulas de nieve. Los valles son siempre herméticos al llano, que burla sus guardias y logra introducirse por las carreteras. El valle mismo es un habitáculo gigante en la llanura. Los arquitectos geológicos no le hicieron techumbre, porque se gastaron el presupuesto en la inútil solidez de las murallas. Los arquitectos de cavernas fueron más cabales. Sabían más matemática.
Hoy, en este sitio, una fábrica sustituye al viejo Monasterio en ruinas. Las manos pedigüeñas de los frailes son ahora camiones insolentes. Los pinos, los hombres, las bestias y las rocas del valle cambiaron de señor. La fábrica, ya un poco vieja y decrépita a tanto fumar en su grandiosa pipa, conocerá también algún día las brisas decadentes. Etcétera, etc.
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Es aquí donde hemos meditado acerca de la juventud. Como se ve, sin la menor coacción sospechosa de infidelidad. Buscando atmósferas imparciales y benévolas.
Toda novedad auténtica está condenada, por radical designio, a no ser comprendida. Es el caso de las juventudes cuando acometen la creación de nuevos estilos de vitalidad. Los años mozos son envidiables, no por lo que en ellos se haga, sino precisamente por lo contrario: por lo que en ellos deja de hacerse. Esa posible desviación, esa convergencia de rutas desatendidas —solicitaciones fracasadas del exterior— otorgan a la vida joven los máximos rangos. El joven goza cada minuto de ese peculiar sentido, atrofiado en la madurez, que se nutre de renunciar a unos valores por conquistar otros. Acontece en momentos de crisis para una cultura que las preferencias de las almas jóvenes difieren de las que tendrían sus padres ante los mismos inminentes compromisos. He aquí la eterna disconformidad de las generaciones. Esas generaciones terminales que proporcionan al joven, por lo menos, una enseñanza: la de volver la espalda a sus emblemas. Quede aquí consignado un rápido ejemplo de esto que decimos: será suficiente a la actual juventud, cuando intente dar a la vida política un rumbo casi perfecto, que se sitúe ante el problema de España de manera opuesta a como lo hizo la generación del 98. (Sin que esto signifique creer que aquellos hombres padecieran limitaciones miópicas.)
Acontece que la juventud actual es recibida con suspicacia en todos los recintos. Existe un vago recelo a sus iniciativas, porque se la sospecha víctima de un tremendo afán cósmico por destruir valores. La vieja generación teme que los jóvenes destruyan sus valores. Las morales nacientes no suelen respetar escrúpulos venerables. Porque en ellas es siempre legítimo que si yo no poseo un valor, ni puedo conseguirlo, me esfuerce en negar a ese valor toda vigencia. E implante los míos. No es éste el caso de las juventudes actuales. No niegan los viejos valores. Por el contrario, los reafirman y superan. El recelo, pues, no tiene justificación. Fuera de algunas voces aisladas, de ineficaz propósito, en todas partes la nueva juventud asimila los frutos antiguos. No niega la filosofía ni la ciencia, ni el arte, ni la vida política. Es muy posible que esto pueda acontecer algún día. Pero, por fortuna, ese día no es el nuestro. La actitud radical ante el arte viejo consistiría lógicamente, entonces, no en hacer surrealismo, como ahora, sino en la negación total del arte. Esas negaciones radicales y suicidas no se advierten en las juventudes de hoy. ¿A qué, pues, recelar de ellas?
Nosotros hemos oído por ahí que la juventud actual es impresionista. Nos referimos, claro es, a juventudes intelectuales, aunque el debate pueda generalizarse sin modificación esencial a otras áreas cualesquiera. ¿Es legítima una acusación así? Recogemos las alusiones por varios motivos. Uno es que formamos parte del bloque juvenil recién llegado, quizá unido todavía con lazo umbilical a la Universidad. Otro, más particular, es que mi profesión de dubitador impenitente es bien devota de las realidades en torno, y conoce por imperativos de curiosidad lo poco o mucho que intentan elaborar los jóvenes del día. Desde los grupos selectos que bracean con los máximos valores de la cultura hasta los grupitos de pobres diablos que arman camorra liberal en los viejos y resquebrajados Ateneos.
El vocablo impresionismo tiene, en la acusación denunciada por nosotros, un claro matiz peyorativo, y parece indicar que los jóvenes no apuran los problemas de la inteligencia con suficiente vigor y disciplina. Que, en una palabra, no son fieles al espíritu. Entregándose a la primera sugestión que llega. Mucho nos tememos que tal absurdo tenga su origen en la extrañeza que produce a algunos señores el que los jóvenes intelectuales manejen con agilidad las estructuras difíciles. El fenómeno es cierto, y a nadie debe producir pasmo. La física de Heisenberg, la filosofía de Ortega y todo lo referente al arte nuevo es comprendido con más rapidez por un muchacho de veintitrés años que por un señor maduro, de cincuenta. Cuando ese muchacho habla de la física indeterminista o del a priori fenomenológico, lo primero que se le ocurre pensar al señor maduro es que está viciado de impresionismo y habla de las personas y las cosas sin tener de ellas nociones "claras y distintas". Lo que supone en el enjuiciador apresurado tanto exceso de orgullo como ausencia de generosidad para las juventudes.
Convénzase el señor D'Ors de que lo extraño es, en realidad, que nuestra juventud no sea impresionista. Los magisterios universitarios y extrauniversitarios que la dirigen es posible que no alcancen siquiera ese nivel gracioso. "¡Los impresionistas han sido ustedes!", pueden vociferar con justicia los jóvenes intelectuales de ahora. ¿Dónde está aquí un bloque magnífico de maestros que garanticen a la juventud estudiosa la posibilidad de derribar de un puñetazo las limitaciones actuales de los saberes? Ese bloque, que existe en Italia, pongamos como ejemplo de país parejo al nuestro en anormalidad de cultura como en voluntad de resurgimiento. He aquí, pues, la generación pasada, impresionista y culpable.
No lo remedian por falta de ambiente, por falta de medios y —digámoslo muy en serio— por sobra de genialidad los cuatro o cinco grandes maestros que hoy tenemos en unas cuantas disciplinas. Se les escatima incluso el entregarles las riendas directoras de la cultura. Amenazada su eficacia y en peligro su labor docente. Hoy mismo vemos cómo la frailería intenta el desprestigio del señor Ortega y Gasset por el pecado vitando de hacer posibles en España estudios filosóficos auténticos. En estas condiciones la cultura superior del país, decir a los jóvenes que son impresionistas es un poco risible, si no fuera también, a la vez, un poco triste.
El reducido grupo de jóvenes amigos que nos entrenamos actualmente en disciplinas filosóficas nos encontramos con que el primer obstáculo es que no existe una mediana biblioteca de filosofía, ni siquiera un centro especial consagrado a estos estudios. Con dificultad se encuentran por ahí unas cuantas docenas de libros alemanes. Estos ejemplares brindan a los jóvenes la sorpresa diaria de advertir que no han tenido un solo lector desde que llegaron, hace treinta o cuarenta años.
De esta forma, los jóvenes comprenden que hay que salvarse por sí mismos, dando la batalla a la cultura con sus propios medios. Este solo gesto bastaría para invalidar toda denominación injusta de impresionismo. Es lo que ha iniciado con legitimo vigor joven en el sector literario, y hasta político —que es hoy imprescindible—, mi entrañable camarada Giménez Caballero. Con toda rotundidad.
Desearíamos que don Eugenio d’Ors —hombre valiosísimo, a quien yo admiro mucho— aclarase en qué sentido cree él que la juventud española está enferma de impresionismo.
R. LEDESMA RAMOS
(Revista Atlántico, Madrid, Agosto de 1929, págs. 14-16)