El oleaje de los tiempos ha lanzado a las orillas de la inteligencia un tipo nuevo de hombre, el epistemólogo, a quien debe adjudicarse una excepcional misión. Es evidente que, en los últimos dos siglos, el problema de la ciencia ha originado el desprestigio de toda las filosofías. Quizá sólo desde hace treinta años, el saber científico comienza a ser objeto de escrutaciones eficaces. Hasta entonces, las ciencias han sido juzgadas, en vez de comprendidas. Los filósofos se acercaban a los resultados científicos —lo más dudoso que las ciencias ofrecen— y nos asistían a su hacerse, cayendo así en la trampa que le tendían las nuevas disciplinas. Pues la ciencia es una cosa real, que existe de alguna manera, y, al inquirir el problema de su sentido, deben abandonarse las pretensiones antiguas. Estas eran de varia índole, si bien la de más peligrosa aplicación, la que ocasionó perturbaciones mayores, fue ese loco propósito de sistematizar los hechos científicos. La ciencia es dogmática, pero nunca sistemática. Así pudo llegarse, de un lado, por el idealismo, a elaborar una filosofía de la naturaleza, como la de Hegel, que no es ciencia, y de otro, a la culminación del positivismo, que no es filosofía.
La diferencia entre ambas disciplinas es radical. Más que diferencia de rango entre los saberes —que es absurdo pretender que exista—, es de problemas y métodos. Corresponde a la filosofía una peculiar manera de vitalizar los problemas cósmicos inyectando sentido de totalidad a los acontecimientos más leves. La ciencia es concreta, se atiene a lo dado, tal como está ahí, y en vez de crear dificultades, obteniéndolas de sí misma, recoge tan solo las que se le presentan desde fuera. La filosofía, no. El fino espíritu de Simmel señaló con claridad estas distinciones: «Pues lo que la filosofía sea, en realidad, sólo dentro de la filosofía, sólo con sus métodos y conceptos, podrá determinarse; ella misma es, por así decir, el primero de sus problemas» (1), El objeto, la finalidad y las rutas de la filosofía nacen de ella misma; son, como si dijésemos, sus prolongaciones necesarias. Las ciencias, por el contrario, reconocen unos objetos a ellas exteriores, que existen con independencia absoluta, esto es, que no necesitan de las ciencias para ser objetos. Si a una inteligencia virgen le explicamos qué cosa sea la física, pero no le damos fenómenos, esto es, cosas, aconteceres ópticos, eléctricos, etc., a este hombre no le servirá para nada el concepto de la física.
Dudamos mucho que toda epistemología que no parta de una clara idea de estas diferencias llegue a conclusión alguna de interés. Su misión es investigar qué es la ciencia real, la que existe y cristaliza en los trabajos de los sabios. A qué principios obedece, qué presupone y si es o no legítima la tarea deductiva de que se sirve. Pues las ciencias estudian unos objetos determinados, tal como se sitúan en sus laboratorios, y no les interesa nunca su historia como tales objetos; esto es, la peripecia psicológica que proclama el hecho de que estén ahí, al alcance de los sabios. (Aludo aquí a los datos bergsonianos y su trayectoria posterior hasta ser objetos, ya limpios de todo carácter fetal e incognoscible.)
El insigne Meyerson es uno de los hombres más valiosos que hoy asaltan los problemas de la epistemología. Ha llegado a soluciones muy interesantes, que pretenderemos esbozar en estas líneas. El nombre de causalismo, dado por André Metz (2) a la filosofía de Meyerson, lo adoptamos, a falta de otro, aun creyéndolo deficiente y poco alusivo a la más auténtica significación de esta filosofía. Es quizá Meyerson el único francés a quien el positivismo no ha contaminado. En la elegancia de la huida nos muestra unos argumentos preciosos, que es lástima tener que esgrimir aún para salvarse. La inteligencia francesa naufraga hoy en esas aguas del ochocientos, convictas ya de todos los errores. Resulta extraordinario que una filosofía que pretende excluir toda metafísica y basar sus afirmaciones en verdades de índole científica desconozca, en rigor, lo que la ciencia sea. Gran parte de la labor de Meyerson está ciertamente encaminada a denunciar el influjo del principio de causalidad en las creaciones científicas. La noción de causa yace oculta en ellas, aun siendo con frecuencia negada por los sabios. Bien dice Goblot (3) que lo que importa a éstos es la noción de ley. Que satisface aparentemente las exigencias primeras. Pero un ligero examen aclara que la ciencia, no sólo busca leyes, como suponía el positivismo, sino que pretende también explicar los fenómenos. La ciencia es sin duda alguna, obra de la razón. Y caracteriza a ésta una indomable tendencia causal. Hay de común entre la ciencia antigua y la moderna la même foi en la rationalité foncière de la nature (4). Es esa racionalidad el impulso primario del saber científico. A cuyo afán obedece, pues, éste con todo rigor. Explicar es identificar. Mas el principio de identidad, en su simple expresión corriente, A=A, es una tautología. Añadiéndole la consideración de tiempo, pierde ese carácter. Y el principio de causalidad no es sino el de identidad, «aplicado a la existencia de los objetos en el tiempo» (5). En Leibnitz puede ya advertirse esa relación entre la causalidad —la razón determinante— y la identidad. Establecer una ley sobre alguna cosa no es sino decir que esta cosa se comporta como si aquella ley fuese cierta. Pero, en modo alguno, el postulado de legalidad implica que los objetos permanezcan inmutables en el tiempo. La validez eterna de las leyes nace del hecho de que, para ser cognoscibles sus modificaciones en el tiempo, se necesitaría tener de éste un conocimiento que fuese independiente de las leyes. Establecer leyes naturales no puede ser el objeto de la ciencia. Yo puedo conocer una relación cualquiera entre dos fenómenos, tan segura y cierta que me sea incluso legítimo afirmar una ley. No es esto suficiente. Queda en el aire, en posición inestable, ese mi saber, si no investigo la causa, el porqué. El postulado causal es un producto de la razón, y, a diferencia de la legalidad, no es confirmado a todas horas por nuestras sensaciones. Su origen va unido a una necesidad de conocimiento. Al crear la ciencia, el hombre ha obedecido tan sólo a su instinto causal (6). Algunos sabios, entre ellos Painlevé (7), en sus cursos de mecánica racional, eluden establecer este principio, todavía obedientes a la legalidad positivista. Convierten así el nexo de causalidad en una mera relación funcional. La pretensión es ingenua, según puede verse en el ejemplo de Painlevé, que citamos.
En los dominios de la física, el primado de la causalidad aparece de modo más evidente que en cualesquiera otra ciencia. Su fundamentación matemática impregna de este postulado todas sus conclusiones. Realmente, nace la física, como ciencia de gran estilo, el día que pudieron ser utilizadas las ecuaciones diferenciales. Hoy mismo es cierto que la audacia de Heisenberg da a algunas nociones físicas un carácter estadístico. En unión de Born, insinúa que la función de onda que existe en la ecuación de Schrodinger representa una probabilidad, esto es, que lo que se propaga es una probabilidad. Esta física novísima utiliza una matemática especial. Las magnitudes se representan por sistemas de números llamados matrices, que siguen las leyes de una álgebra no conmutativa. No obstante, el cálculo se efectúa por medio de la resolución de ecuaciones con derivadas parciales. Se sigue, pues, fiel a la idea diferencia. Y, por tanto, a la causalidad.
Meyerson ha logrado uno de sus triunfos más indiscutibles con sus trabajos epistemológicos acerca de la relatividad de Einstein. Con singular precisión analizó la entraña misma de esta teoría, aclarando su sentido y la verdadera actitud cognoscitiva a que respondían sus conclusiones. Es sabido cómo de todas partes brotaron filósofos, con la pretensión de acotar para sus recintos la tarea relativista. Meyerson redujo a la nada lo absurdo de estas pretensiones. Alguno de ellos, como Petzholdt, en un libro que quedará como ejemplo de tozudez y de inconsciencia, afirmaba que la relatividad era en un todo conforme al patrón positivista de Mach —cosa que Einstein rechazó desde el principio—; y no sólo esto, sino que el germen de ella estaba en la filosofía de Protágoras (¡!). Meyerson denunció la impropia denominación de la teoría. (Impropiedad para una denominación filosófica, se entiende.) Pues nada más lejos de ella que considerar la existencia de lo real como relativa a otra cosa, y, singularmente, a la conciencia. Por el contrario, lo real, en la teoría relativista, es un absoluto ontológico, «un véritable être-en-soi» (8). Antes, en 1922, señalaba Ortega y Gasset esto mismo con toda rotundidad: Lo peor que puede ocurrirle a la nueva mecánica «es que se la interprete como un engendro más del viejo relativismo filosófico que, precisamente, viene ella a decapitar» (9). Meyerson, en páginas muy lúcidas, trata de establecer una comparación agilísima de la relatividad con los sistemas de Hegel y Descartes, que le conduce a advertir en las tres doctrinas una misma «deducción apriorística de lo real» (10). Einstein, en un trabajo reciente, reconoció estas insinuaciones de Meyerson como legítimas, apropiadas «a la actitud intelectual del teorético relativista» (11).
El mecanismo del progreso científico ha sido captado por Meyerson en las coyunturas más privilegiadas. Unas teorías suceden a otras, y lo que hoy se tiene por el más firme conocimiento es mañana inválido y dudoso. La apariencia superficial es aquí, de nuevo, reducida a polvo. Cuando Fresnel creó su teoría de la luz, lo único que demostraba es que la luz no puede ser una emisión. De aquí que la teoría científica nueva no sea, en rigor, dogmática sino en lo que niega, y nunca en lo que afirma. Sin embargo, el valor de la novedad científica va unido a su rigidez. Y la mayor prueba de que una teoría es verdadera es precisamente que pueda ser refutada. Su parte afirmativa adquiere tan sólo entonces sabor científico genuino. Nos movemos aquí entre esquemas, y no podemos derivar más la cuestión, que es en extremo bella. Digamos que, en el fondo, como apunta con sagacidad André Metz, Meyerson ha llegado a una nueva teoría de la razón humana (12). De la que se desprende, como flor anunciadora, la idea de que un triunfo total de la razón va contra la razón, es el irracional primero y máximo.
Aparte de la fijación epistemológica, las ciencias, como todo lo que hay en el universo, han de ser inquiridas por la especulación filosófica pura. El aspecto deductivo que presentan las ciencias es el blanco vulnerable por donde penetra el escrutar supremo. La fuente de todo conocimiento es sólo y siempre la experiencia. De aquí parte la fenomenología. Esta primera radical afirmación es la única sabiduría con que nacemos. Quien la discuta, queda en el acto invalidado. Pero Heidegger, en un momento de embriaguez fenomenológica frente el kantismo, afirma que Erfahrung ist hinnehmendes Auschauen, das sich das Seiende geben lassen muss (13). La demostración deductiva consiste en referir una verdad a la intuición originaria. La experiencia ha de ser comprendida como intuición, base, a su vez, para el conocimiento de las esencias. Los hechos son individuaciones eidéticas, adscritos a una determinada región fenomenológica. Así escribe Husserl que «toda ciencia de hechos (ciencia empírica) tiene necesariamente sus fundamentos teoréticos en una ontología eidética» (14). Las ciencias de experiencias, de hechos, subordinadas a las ciencias eidéticas. Las líneas últimas son como un descorrer la cortina frente al panorama fenomenológico, el de máxima pujanza en la actualidad.
Ramiro Ledesma Ramos
Notas
(1) Georg Simmel: Hauptprobleme der Philosophie, Sammlum Göschen, págs. 8 y 10.
(2) André Metz: Une nouvelle philosophie des sciences, París, 1928.
(3) E. Goblot: Le système des sciences, París, 1922, pág. 34.
(4) Meyerson: De l'explication dans les sciences, París, 1927, capítulo XVII.
(5) Meyerson: Identité et réalité, París, 3.ª edición, 1926, pág. 38.
(6) Meyerson: Identité et réalité, pág. 442.
(7) Dice el célebre matemático: «Un élément matériel infiniment éloigné de tous les autres, reste absolument fixe, si sa vitesse initiale est nulle, et décrit une ligne droite, s’il est animé d’une vitesse initiale.»
(8) Meyerson: La déduction relaticiste, París, 1925, pág. 79.
(9) Ortega y Gasset: El tema de nuestro tiempo, Madrid, 2.ª edición 1928, pág. 224.
(10) Meyerson: La déduction relativiste, pág. 79.
(11) Einstein: La nueva teoría del campo, en la Revista de Occidente, febrero de 1929, pág. 137.
(12) André Metz: Une nouvelle philosophie, pág. 203.
(13) M. Heidegger: Kant und das Problem der Metaphysik, Bonn, 1929, pág. 111.
(14) Husserl: Ideen zu einer reinen Phänomenologie, pág. 19.
(Revista de Occidente, n. 75, Septiembre de 1929)