Es sabido que sorprendió la muerte a Max Scheler en plena y genial elaboración de una Antropológica filosófica. De esta tarea irrealizada son tan solo perfiles insinuantes los breves capítulos del libro que ahora se publica (El puesto del hombre en el Cosmos; ed. Revista de Occidente, Madrid, 1929). Caracterizó siempre la labor de Max Scheler el ímpetu con que todos sus hallazgos se afianzaban en el futuro reclamado nuevas metas. Podían preverse los límites definitivos en una Metafísica igualmente proyectada, que seguiría a las investigaciones antropológicas en preparación. Nada de esto, por desgracia, ha tenido efectividad; y las conquistas genuinas del filósofo malogrado residen en su fundamentación de una Etica material y en el impulso gigantesco que dió a la teoría de los valores.

Ciertamente, toda la dedicación filosófica de Max Scheler conspiraba a que acometiese, por último, el problema central de la antropología, necesitada, más que ningún otro sector, de los saberes de líneas directrices radicalmente nuevas, hasta de la legitimación rigurosa de que carece aún esta disciplina. A más de una deficiencia universal así, concurría a que esta necesidad fuese de más urgente solicitación el hecho de que la filosofía fenomenológica iba a manifestarse en un punto concreto, sobre el que gravitan tendencias milenarias, solucionado de una u otra manera en la entraña misma de todas las culturas. De honda gravedad, por lo tanto. El problema del hombre y la valoración del hombre.

Y acontece el extremo curioso de que, siendo objetivado por el hombre todo lo que existe en el Universo, le es irreductible ese centro mismo desde el que dispara las miradas teoréticas. He aquí, según Max Scheler, sus relaciones con los fundamentos supremos del ser, que hacen al hombre superior a sí mismo y al mundo. El espíritu, actualidad pura, es lo único que existe incapaz de ser objeto. Su captación ha de verificarse, pues, en sus manifestaciones específicas, entre las cuales ocupa el más alto rango y la más pura significación la actividad ideatoria. La ideación confiere a los ejemplos concretos del Universo las formas esenciales de la región fenomenológica en que esos ejemplos son comprendidos. Es nota fundamental de las ideaciones ese carácter de reducción fenomenológica descubierto por Husserl, basada en una anulación del coeficiente existencial. Idear el mundo sería, de este modo, desrealizarlo, reservar su existencialidad y otorgarle sentido.

Con aguda destreza, Scheler consigue una división esquemática de las teorías que hasta aquí han sobresalido en valoraciones antropológicas. Son éstas, fundamentalmente, dos, que podemos llamar teoría clásica y teoría negativa del hombre. Ambas son rechazadas por Max Scheler. Esa repulsión rodea del mayor interés estos trabajos póstumos. La teoría clásica, dominante en la filosofía occidental, tiene su origen en el concepto griego de Logos y conduce a un régimen autárquico de la idea, considerándola productora de energía, capaz, por tanto, de acción causal. El hombre es así poderoso por el espíritu, y la omnipotencia de Dios, para el cristiano, será debida al espíritu. En la oposición de Scheler a esta concepción clásica reside, a mi ver, el auténtico sentido antropológico que ha podido derivarse de la fenomenología. Esa pasividad receptiva que supone para el fenomenólogo la intuición esencial es aquí considerada en rango jerárquico. A más de que la posición clásica implica una grave y absurda concepción teológica del Universo, disponemos de un hallazgo, obtenido también por Hartmann, y es que «las categorías superiores del ser y del valor son, por naturaleza, las más débiles». Ahí está, en burlona independencia, el mundo inorgánico, dotado de leyes peculiares y opulentas. Y el signo histórico de las masas, que son el índice primario del hombre, es un radical impulso tanático, henchido de renunciaciones.

La teoría negativa deambula por todos los ascetismos orientales, y en la filosofía europea se manifiesta en Schopenhauer y en sus discípulos. La virtud de las negaciones ante la vida, ese su ascético oponerse, sería la actividad humana productora de cultura. El espíritu compensaría deficiencias orgánicas constitucionales, a modo de sustitutivo de ellas. Max Scheler concede que ese acto negativo influye en la dotación de energía al espíritu, pues éste «consiste sólo en un grupo de puras intenciones». Pero rechaza que el espíritu nazca a consecuencia de dicho acto.

Max Scheler alcanza, en este libro, que es precioso exponente de sus dedicaciones últimas, el máximo vigor estructural y la más fiel dedicación al momento filosófico a que estaba adscrito. En las páginas finales, unas escuetas lineaciones sobre el nuevo sentido de las leyes ónticas, que presuponen las avanzadas de la física actual y una posible concepción unitaria de la vida psicofísica, conducen al lector a infinitas tensiones de tristeza. ¡Este hombre ha muerto! ¿Y estas ideas se desvanecerán? A los discípulos de Max Scheler corresponde torpedear esta duda.

Max Scheler es el filósofo que ha dejado más cosas sin decir. Porque, como antes insinué, toda su tarea resucitaba y descubría miriadas de problemas, a los que él atendía con su ciclópea cabeza de germano.

 

R. Ledesma Ramos

(La Gaceta Literaria, n. 70, 15 - Noviembre - 1929)