La lucha por el nacional-sindicalismo
Después de la unificación, comenzó a señalarse como norte del movimiento la revolución nacional-sindicalista. En todas las consignas, discursos y declaraciones aparecía esa invocación, incorporada evidentemente por el jonsismo.
El primer contacto de los jonsistas con la organización de Falange Española les produjo una impresión lamentable. Se dieron cuenta inmediata de que, sobre todo en las secciones provinciales, el falangismo se nutría de gentes poco valiosas.
En tales condiciones, los jonsistas, después de la fusión, sabían que tenían delante dos frentes de lucha: uno, el enemigo exterior, el que constituía su justificación como combatientes, y otro, el ancho sector pasadista, quieto, inerte, al que había que vigilar para que no tomase las riendas e hiciese imposible la victoria.
A pesar de eso, durante las primeras semanas el optimismo de los jonsistas fue absoluto. Los antiguos dirigentes de F.E., Ruiz de Alda y Primo de Rivera, aceptaron la consigna del nacional-sindicalismo revolucionario, y aunque quizá se reservaban su interpretación de ella, bastaba esa actitud para que los jonsistas desarrollasen libremente su actividad.
El Triunvirato dirigente
El nuevo movimiento, Falange Española de las J.O.N.S., estaba regido por un Triunvirato Ejecutivo Central: Primo de Rivera, Ruiz de Alda y Ramiro Ledesma. Estos tres fueron los dirigentes únicos de la organización desde el 15 de febrero, fecha de la fusión, hasta septiembre del mismo año de 1934.
Este período, en que tuvo efectividad el Triunvirato Alda-Primo-Ledesma, coincide con la etapa culminante del Partido, y es en él cuando tuvo mayor intervención en la política nacional, consiguiendo asimismo inspirar temor a las organizaciones enemigas.
Un mitin resonante en Valladolid
No tardó en advertirse lo que suponía, en realidad, para el robustecimiento del Partido, la unión de ambas organizaciones. A los quince días escasos, el día 4 de marzo, se celebró en Valladolid un gran mitin, primer acto nacional-sindicalista de masas.
Valladolid era, como sabemos, una población de significación jonsista.
El mitin tuvo una resonancia enorme en toda Castilla. Asistieron unos diez mil jóvenes que después del acto demostraban la gran alegría de haber encontrado su bandera de lucha. Pronunciaron discursos Ruiz de Alda, Onésimo Redondo, Ramiro Ledesma y Primo de Rivera. Antes, dijeron unas eficaces palabras de saludo Gutiérrez Palma y Bedoya; el primero, por los obreros jonsistas de Valladolid; el segundo, por los estudiantes.
A la salida del mitin, presentaron batalla los rojos. Este hecho contribuyó a dar al acto mayor resonancia, pues hubo en las calles encuentros de gran violencia, con muertos y heridos. La jornada del 4 de mayo en Valladolid puso de relieve tanto las posibilidades del movimiento como la entrada efectiva en el camino de su realización. Y también el decidido predominio del espíritu jonsista, que se manifestó rotundamente a los gritos de ¡España, una, grande, libre!, utilizados desde antiguo por las J.O.N.S. como gritos de combate.
Nuevas violencias rojas en Madrid
Los elementos marxistas se dieron cuenta, por los sucesos de Valladolid, de que la organización fascista se disponía a aceptar la lucha armada en las calles.
A los pocos días, su réplica en Madrid volvió a consistir en el asesinato, con motivo de la venta del famoso y malaventurado semanario F.E. El papel de los rojos era bien sencillo. Su táctica, facilísima. Pues aunque los grupos de vendedores iban protegidos, se comprende que siempre eran los agresores quienes disponían de la iniciativa, de la sorpresa. Observaban a los grupos de la venta, los seguían invisibles, como transeúntes, y, cuando lo estimaban oportuno, promovían la agresión disparando sus pistolas.
De este modo, el día 9 de marzo, a los cuatro días del mitin de Valladolid, fue asesinado Angel Montesinos, un obrero del Partido. Este hecho lo realizó en la calle de Fuencarral un grupo de comunistas, que inauguró así la intervención de su partido en la lucha antifascista violenta. Parece que el organizador de ese grupo, así como el que influyó decisivamente en el partido comunista para el desencadenamiento de la violencia, incluso en la forma de atentados, fue Francisco Galán, el hermano del capitán de Jaca.
La necesidad defensiva obligó entonces a F.E. y de las J.O.N.S. a organizar unos grupos especiales integrados por los camaradas de mejor disposición y ánimo para desarrollar la violencia más extrema. Enseguida se constituyeron, integrando la que se llamó Falange de la sangre.
Ansaldo en el Partido
Por esta época, fines de abril, ingresó en el movimiento Juan Antonio Ansaldo, militante intrépido y audaz, que intervino con eficacia en la organización y dirección de esos grupos. Merced a éstos, no quedó ya más ninguna agresión sin réplica, y pudieron incluso planearse objetivos de gran importancia estratégica para el Partido.
Ansaldo controlaba ya, a las pocas semanas, la organización militarizada del movimiento. Sobre todo, los grupos de más capacidad para la violencia. Ansaldo era, sin más complicaciones ideológicas ni matices, un monárquico. Procedía de los núcleos que con más fidelidad y dinamismo habían defendido hasta última hora al Rey. A pesar de eso, de su poquísima compenetración doctrinal —él era, después de todo, un exclusivo hombre de acción—, su presencia en el Partido resultaba de utilidad innegable porque recogía ese sector activo, violento, que el espíritu reaccionario produce en todas partes como uno de los ingredientes más fértiles para la lucha nacional armada. Recuérdese lo que grupos análogos a ésos significaron para el hitlerismo alemán, sobre todo en sus primeros pasos.
Claro que la intervención de esos elementos resulta sólo fecunda cuando no hay peligro alguno de que consigan influir en los nortes teóricos y estratégicos. Es decir, cuando hay por encima de ellos un mando vigoroso y una doctrina clara y firme. Si no, son elementos perturbadores y nefastos.
Concentración de escuadras en un aeródromo de Carabanchel
El Partido iba adquiriendo densidad y volumen. Los cuadros provinciales iban también recayendo en manos jóvenes, merced a la presión continuada de los jonsistas.
La base adquiría asimismo forma y afloraban muchachos de magnífico espíritu, españoles de corazón firme y gentes que comenzaban a percibir el panorama social del movimiento. Junto a ésos, buena cantidad de hombres a la intemperie obreros en paro, antiguos legionarios de Africa, ex anarquistas, etcétera, que daban a las milicias un gran porcentaje de luchadores.
El día 3 de junio se llevó a cabo, por sorpresa, una concentración de milicias en un aeródromo de Carabanchel. Asistieron unos dos mil escuadristas. Una empresa de autobuses impidió, retirando a última hora sus coches, que estuviesen presentes unos doscientos más. (A las pocas horas ardían dos coches de esa empresa.)
Las escuadras carecían entonces casi por completo de capacidad combativa y aun de la necesaria disciplina interior. Mostraban su valor humano de hombres dispuestos a la disciplina y al combate. Pero había, naturalmente, que dotarlos de jefes y de organizadores. Ese era el problema. Unas milicias que carecían de himnos, de cánticos, es decir, de música, y que, además, no efectuaban nunca marchas, excursiones, etcétera, tenían que carecer por fuerza de eficacia militar y combativa. Sin marchas ni música no hay ni puede haber milicias.
La concentración de Carabanchel produjo bastante alarma en ciertos sectores de izquierda. La Dirección de Seguridad sabía, desde luego, a qué atenerse y restó importancia al hecho. Pero como en el orbe de la política lo de menos, en general, es ser, sino parecer, el Gobierno, presionado por las protestas, impuso multas de 10.000 pesetas a los dirigentes Primo de Rivera, Ruiz de Alda, Ledesma, Fernández Cuesta y Ansaldo.
El periódico republicano de izquierdas, Luz, publicó a toda plana y con fotografías una información sensacional acerca del acto de Carabanchel, que contribuyó, sin proponérselo el periódico, a que la concentración lograse mayor éxito.
Por cierto que en esa información hay unos párrafos que aluden a la influencia de los jonsistas en el seno del Partido, y que transcribimos porque revelan, con un texto nada sospechoso, la trascendental misión que cumplían estos elementos:
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Al amparo de la frivolidad o de la inhibición del Poder público, Falange Española de las J.O.N.S., que después de la fusión ha sido nutrida por el espíritu revolucionario de los jonsistas, está propagándose y reclutando adeptos, sobre todo entre los jóvenes. Lo que ayer pudieron llevar a cabo hubiera parecido absolutamente imposible hace muy pocos meses. (4 de junio.)
Otro manojo de violencias.— Los «chíbiris»
El domingo siguiente, día 10, tuvo lugar en El Pardo un terrible suceso. Los comunistas asesinaron a pedradas y navajazos a un joven de Falange. En este hecho no corresponde a los comunistas otra condenación que la de haber dado al adversario una muerte tan salvaje. Pues fue a consecuencia de un choque de grupos, a campo abierto y a plena luz. Medio centenar de fascistas, de excursión por El Pardo, llegó a las cercanías donde acampaba una colonia dominguera roja, precisamente una de las que más se distinguían por la combatividad y saña que sus miembros desarrollaban en la lucha contra el fascismo.
El choque fue inevitable, y como el grupo fascista vacilase, por creer a los rojos en mucho más crecido número, y no aparecer los refuerzos que esperaban, huyeron, no sin que uno de sus camaradas, Cuéllar, cayese en manos de los comunistas, que lo asesinaron del modo más bárbaro. (Uno de los agresores fue «el Rojo», que un año después mato de un tiro a un agente de Policía en Cuatro Caminos.)
Por la noche, ese mismo día, tuvo lugar la agresión armada contra un grupo de «chíbiris», de excursionistas rojos, resultando muerta una muchacha y heridos muy graves dos miembros más de las juventudes socialistas. El entierro de la víctima, Juanita Rico, sirvió a los rojos para hacer un alarde de fuerza y de unidad proletaria. A la misma hora del entierro, un grupo de las juventudes socialistas pasó en un taxi a gran velocidad por la puerta del local de Falange, haciendo unos veinte disparos, que hirieron a dos militantes.
Los «chíbiris» eran llamados así por la tendencia que mostraban a musicalizar sus gritos con esa canción popular y chabacana. Se trataba de excursionistas rojos que inundaban los domingos los alrededores de Madrid, principalmente la Casa de Campo y El Pardo, con sus gorrillos americanos, su pantalón blanco y, por último, su gran pañolón rojo, como filiación marxista.
Salían y regresaban a la ciudad en grupos numerosos, con cierto regusto militar y afanes de impresionar a la población burguesa.
No se olvide que en ese verano de 1934 se incubaba y preparaba a toda marcha la revolución socialista, y los llamados «chíbiris», por medio de sus organizaciones deportivas, contribuían a dar milicianos para los cuadros de choque de la revolución.
No se admite a Calvo Sotelo
La situación del movimiento fascista era a comienzos del verano relativamente vigorosa. Despertaba interés en la opinión del país, disponía ya de cierta experiencia e iba perfeccionando y localizando sus metas finales.
Era en muchos aspectos un movimiento confusionario, cuyos adictos respondían a los más diversos móviles; pero ello, si bien sería perjudicial como hecho permanente, entonces, etapa transitoria de amplificación, era hasta fértil y beneficioso.
En mayo, al regresar Calvo Sotelo a España, después de la amnistía, quiso entrar en el Partido y militar en su seno. Primo de Rivera se encargó de notificarle que ello no era deseable ni para el movimiento ni para él mismo. Parecerá extraño, y lo es, sin duda, que una organización como Falange, que se nutría en gran proporción de elementos derechistas, practicase con Calvo Sotelo esa política de apartamiento. Y más si se tiene en cuenta que éste traía del destierro una figura agigantada y que le asistían con su confianza anchos sectores de opinión.
Calvo Sotelo aparecía como un representante de la gran burguesía y de la aristocracia, lo que chocaba desde luego con los propósitos juveniles y revolucionarios del Partido, así como con la meta final de éste, la revolución nacional-sindicalista. En ese sentido, Primo, que se iba radicalizando, tenía, sin duda, razón. Ruiz de Alda se inclinaba más bien a la admisión, guiado por la proximidad de la revolución socialista y la necesidad en que se encontraba el Partido, si quería intervenir frente a ella con éxito, de vigorizarse y aumentar, como fuese, sus efectivos reales. No carecía de solidez esa actitud de Ruiz de Alda; pero Primo se mantuvo firme.
El problema de la revolución
En ese momento estaba ya de lleno planteado en España el problema de la revolución socialista. ¿Cuáles serían sus resultados y quién o quiénes le harían frente?
Pues que el marxismo preparaba la revolución, era algo a ojos vistas. Sólo un hecho podía influir en los socialistas para que renunciasen a la revolución: que se atendiesen sus demandas. Pero esto era ya casi, naturalmente, su propio triunfo.
En mayo-junio de 1934, no había en España otra fuerza política que Falange y las J.O.N.S. que pudiese plantearse, con seriedad y eficacia, el problema de hacer frente a la revolución socialista.
El solo planteamiento de una lucha a fondo de la organización fascista con el marxismo, hubiera hecho saltar el sistema político de la República demoburguesa, lo que hubiera constituido ya un bien.
Es notorio que Falange no reclamó esa misión histórica, y no intentó siquiera pasar de la escaramuza. Ello supuso la entrada del movimiento en una gravísima crisis interna, y supuso también el libre desarrollo revolucionario, sin otra cosa enfrente que los guardias. Supuso aún más: que los sucesos de octubre tuviesen el desenlace anacrónico, infecundo y absurdo que conocemos.
Se debilita la propaganda
El mitin de Valladolid —4 de marzo de 1934— debió servir al movimiento como acto inicial de una serie de grandes mítines estratégicos, del mismo estilo e importancia. Lejos de intentar ese objetivo, que habría supuesto para la Falange y las J.O.N.S. una labor gigantesca de agitación nacional, colocándose en el primer plano de la actualidad política, Primo de Rivera se mostró partidario de una red de mítines en los pequeños pueblos. Durante toda la primavera, el esfuerzo de la organización, en su capítulo de propaganda, se agotó en siete u ocho actos celebrados en aldeas y pequeñas ciudades, sin relieve social ni realidad política alguna.
Ledesma, opuesto a esa errónea concepción del ritmo de la propaganda, terminó por sabotearla, negándose a tomar parte como orador en tales actos. Baste decir que los mítines celebrados, después del famoso de Valladolid, lo fueron en los siguientes puntos: El Carpio de Tajo, Fuensalida, La Puebla de Almoradiel, Callosa de Segura y Burriana.
No era quizá del todo absurda esa opinión de Primo, que respondía a un afán por entrar en contacto con la España mejor, la España de los campos.
Favorable coyuntura social
A la par que se proyectaba sobre el país la inminencia de la revolución socialista, ocurría también otro hecho, asimismo favorable para la mejor coyuntura del fascismo: la impotencia radical del Estado, la ineptitud absoluta del Gobierno entonces vigente para impedir los conflictos graves. Estos se planteaban a docenas; unos, como estrategia de la revolución; otros, producto mismo del clima político-social en que se vivía.
Hubo, por ejemplo, dos conflictos sociales huelguísticos que demostraron la impotencia absoluta del Gobierno: la huelga metalúrgica de Madrid, de más de dos meses, y la huelga general de Zaragoza, que tuvo a esta importante ciudad más de cuarenta días en paro riguroso.
Eran dos típicos casos de intervención fascista, supliendo las limitaciones del Estado, que perjudicaban por igual a todos los españoles: A los huelguistas, lanzados al vacío, y a la población entera, perturbada en su actividad y en su vida diaria.
Los tres triunviros estudiaron todo un plan de intervención en la huelga general de Zaragoza, cuando ésta duraba ya un mes. Esa intervención estaba organizada a base de formar equipos de trabajo y de movilizar unos mil escuadristas, que, acampados en las afueras, impresionasen a los obreros en huelga, a la ciudad, y garantizaran asimismo el éxito, sosteniendo, si era preciso, la lucha armada. Este plan, tanto en el caso de realización como en el muy probable de ser impedido por el Gobierno, hubiera constituido para la Falange y las J.O.N.S. una victoria enorme.
No se olviden las características de una intervención fascista en conflictos así: No consiste en una mera acción de machacar la huelga, en plan de esquirolaje al servicio de las Empresas y del Gobierno. Es otra cosa. Supone una rivalidad revolucionaria con las organizaciones subversivas de los huelguistas, y la obtención coincidente de una victoria política, de un robustecimiento de la propia bandera. Lo que, como se ve, es muy distinto de la conocida, desacreditada e insulsa ayuda ciudadana, en pro del orden, la tranquilidad, etc.
Pues bien, con vistas a una acción de aquel rango, estudiaron los tres triunviros ya citados un plan de intervención en la huelga general de Zaragoza. No pudo efectuarse, porque la demora en conseguir los medios financieros de la expedición hizo que se resolviese el conflicto durante los días mismos en que se ultimaban los detalles finales (1).
El conflicto con la Generalidad de Cataluña
Además de las huelgas y conflictos sociales a que nos hemos referido, y a los que hay que añadir la huelga de campesinos y las permanentes invocaciones a la revolución que hacían los socialistas, además de eso, se produjo un acontecimiento sensacional, que venía a favorecer más y más la estrategia del fascismo. Me refiero al choque y situación de gran violencia entre el Gobierno autónomo de Cataluña y el Poder central, representado éste en tales fechas por las mínimas figuras políticas de Samper y Salazar Alonso.
La aparición de este último conflicto en el área política española, cruzándose e interfiriendo con el desarrollo de la propaganda revolucionaria, podía tener —como la tuvo más tarde, en octubre, si bien de otro orden— una gran trascendencia histórica.
Es de advertir que la causa originaria del conflicto entre el Gobierno Samper y la Generalidad carecía absolutamente de dimensión grave. La famosa Ley de Cultivos sería o no legal que la dictase aquella entidad autónoma. Sería más o menos radical en sus ordenaciones del problema de la tierra. Nos inclinamos a creer que sí podía ser dictada por el Parlamento catalán, con arreglo al Estatuto, y que incluso su espíritu social era defendible y justo.
Pero reconózcase que tal aspecto era, en realidad, ínfimo. Para quienes chocaban con el espíritu de las autonomías, para los disconformes con el Estatuto de Cataluña y con la concepción de España y del Estado español que él representa, el conflicto a que nos referimos podía ser lícitamente desligado de sus motivaciones inmediatas, y trasladado al plano nacional de la más alta polémica.
En ese propósito debió descollar la organización fascista. Ledesma puso extraordinario interés en ello, creyendo exacta y justamente que una agitación, en torno a la actitud de verdadera rebeldía de Companys, obtendría un gran éxito. Por fin, imprimió el Partido gran número de hojas clandestinas, se prepararon grandes carteles y una tarde de primeros de julio se organizó una manifestación ruidosa de protesta. Fue lo único que pudo hacerse. Y es que venía larvada en el seno de la organización una gravísima crisis interna, crisis de tendencias y de personas, que, naturalmente, ocasionaba el que la Falange de las J.O.N.S. permaneciese sumida en la inacción y en la impotencia, a pesar de la coyuntura histórica formidable que suponía el verano de 1934.
Impaciencia en los grupos combativos
Sin embargo, pequeños núcleos combativos, señaladamente los que ya hemos citado como integrantes de los grupos especiales—Falange de la Sangre—, estaban dispuestos, con toda firmeza, a luchar contra los socialistas y a perturbar de algún modo el camino de su revolución.
Un par de ejemplos bastarán para ilustrar el género de acciones a que esos grupos tendían y el grado de violencia de sus propósitos.
Una mañana de fines de junio, hacia mediodía, llegaron al Partido dos militantes diciendo que tres compañeros de su mismo grupo habían visto a Indalecio Prieto sentado en la terraza de un café del paseo de Recoletos. Estaban dispuestos a atentar contra el allí mismo y querían que la sección de transportes les facilitase un automóvil. Costó gran esfuerzo a los dirigentes impedir la realización de tal hecho, contrario al espíritu que presidía las normas tácticas de la organización.
Otro grupo, por su exclusiva cuenta, iniciativa y riesgo, preparó un hecho que, de realizarse, hubiera influido enormemente en la trayectoria revolucionaria de los socialistas. Consistía en hacer que estallase en los sótanos de la Casa del Pueblo una bomba potentísima. La cosa, como se ve, podría luego ser difícilmente eludida por los estrategas marxistas. Estos la atribuirían a provocación, a señal de ataque, a decisión de aniquilarlos, a cualquier cosa; pero es seguro que influiría en las fechas y en el destino final de la revolución.
El grupo a que nos referimos trabajaba en ese empeño con coraje. No se detenía ante nada. Sustrajo cincuenta kilos de dinamita y organizó la colocación de la terrible máquina explosiva valiéndose del alcantarillado y del concurso de dos poceros, que se prestaron a facilitar la entrada, los preparativos y todos los trabajos previos. (Había que hacer excavaciones, construir unos refuerzos con cemento armado, etc.) Hasta tal punto de interés ponían en sus planes, que por aquellos días uno del grupo, sospechoso fundadamente de infidelidad y de espionaje, apareció muerto en una calle apartada de Madrid.
Nosotros, que hemos podido hacernos con todos esos detalles, ignoramos, sin embargo, a qué causas se debió su no realización.
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Si bien, como venimos diciendo, no existía un plan estratégico de oposición eficaz al desarrollo de la revolución socialista, eran frecuentes las incidencias que se producían, algunas de ellas graves. Además, unos y otros eran asimismo objeto por parte de las autoridades de medidas represivas muy análogas.
El día 1.° de julio, uno de los más destacados militantes de los grupos activos, Groizard, fue objeto de una agresión gravísima. Varios elementos de las juventudes socialistas le hicieron unos quince disparos desde un taxi. Groizard, que tuvo entonces una gran suerte, pues sólo resultó herido, era, desde luego, uno de los que se mostraban siempre dispuestos a desarrollar la mayor violencia en la lucha contra el marxismo.
Se advertía con facilidad en esas fechas que los marxistas, naturalmente entregados a la tarea primordial de preparar la revolución, eludían en lo posible sus apelaciones a la agresión violenta. Y ello, sin duda, no por imposibilidad de mantenerla, puesto que le sobraban medios, sino por precaución, por temor a que se les complicase el período prerrevolucionario, con riesgo para sus planes y objetivos finales.
Persecución gubernativa y episodios de la cárcel
A los pocos días de la agresión contra Groizard, hacia el 10 de julio, y sin duda por la actividad de los confidentes, hizo la Policía un registro minucioso en los locales del Partido, en la calle del Marqués de Riscal. Encontró, nadie se explica cómo, armas, dinamita, municiones, bombas, líquidos inflamables, etc. Todos los militantes que se encontraban en el local, unos ochenta, fueron detenidos y procesados, absurdamente, por reunión clandestina.
Permanecieron en la cárcel veinte o veinticinco días y luego absueltos por los Tribunales. No se comprende realmente que la sola y normal presencia de los afiliados en los locales de un partido pueda ser considerada, en ningún caso, como un delito.
Salazar Alonso, ministro de la Gobernación entonces, se acostumbró, con hipocresía demoburguesa, a enlazar siempre las represiones contra los socialistas y contra la Falange de las J.O.N.S. No cerraba un centro marxista ni detenía media docena de socialistas sin que a la vez no tomase medidas análogas con un local de Falange y otra media docena de sus afiliados. No se atrevía a molestar, por poco que fuese, a los revolucionarios rojos sin antes hacerles la concesión de molestar idénticamente a sus enemigos los fascistas. Así, prohibió toda clase de concentraciones juveniles y toda propaganda que no se ajustase a estilos de ancianidad electorera. En la revista JONS, a raíz de las detenciones a que nos hemos referido, se publicó un alegato de protesta que revela las formas combatientes y antiburguesas que postulaban los jonsistas, entonces ya de hecho los orientadores teóricos de todo el Partido. He aquí algunos párrafos. (Número de agosto, pág. 186.):
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Nos honra, naturalmente, esa persecución a que se nos somete. Se trata de un Gobierno sin pizca de autoridad, sin otro apoyo español que el de la fuerza pública. Sin masa alguna afecta, sin juventudes, con su sola realidad de náufragos agarrados al peñón despreciable de la C. E. D. A. Causa por eso risa su gesticulación contra todo cuanto aparece provisto de todo cuanto a él le falta: ideales jugosos, magníficos, y entusiasmo juvenil por el imperio de ellos. Así, prohíbe saludos, concentraciones y la presencia misma de los símbolos disidentes de su política mezquina y fofa.
Y hablamos así, contra las disposiciones últimas del Gobierno en relación con el orden público, aun cuando ello beneficie a nuestros enemigos los marxistas. Pues no faltaba más sino que nosotros, la Falange Española y las J.O.N.S., congregada y formada a base de objetivos de pelea, aprobásemos, como cualquier burgués renacuajo y cobarde, que el Gobierno impida las excursiones uniformadas de los rojos. Para luego, naturalmente, perseguir también las nuestras.
Ese será quizá el ideal del Gobierno, y en eso le acompañará todo el ancho sector de la burguesía inconsciente y bobalicona: asfixiar la juventud nacional, garantizar una vida sin sobresaltos, evitar las luchas, transigir y correr las cortinas.
Pero nosotros no toleraremos que se corran las cortinas ante la situación de España, como si el drama español fuese una aventura de alcoba.
La estancia en la cárcel de aquellos ochenta militantes fue de veras aleccionadora. Durante ella, comenzaron a producirse en el Partido los primeros chispazos de la crisis de tendencias a que nos referiremos luego. Los detenidos eran de la más varia procedencia política, si bien naturalmente todos afiliados a la Falange de las J.O.N.S. Ese detalle, así como el convivir juntos en un pabellón —y no en un régimen de celdas individuales— dio lugar a que se produjeran hechos curiosos. Como estaba también detenido el jefe de las milicias, Arredondo, y era allí el de mayor jerarquía, se le nombró asimismo jefe de los presos.
Organizaron conferencias, charlas sobre el programa y la estrategia del Partido.
Creo haber dicho ya en páginas anteriores que Arredondo era un comandante del Ejército, retirado por la ley Azaña. Hombre de poquísimas complicaciones, formación reaccionaria, y falangista de los de ¡Viva el fascio! Esas características produjeron en la misma cárcel una casi insurrección contra su autoridad, cosa que él atribuyó, en informe posterior dirigido al Triunvirato, a «la indisciplinada actividad de los jonsistas». Lo ocurrido, en realidad, fue esto: Entre los detenidos estaban Juan Aparicio, cuya conferencia, el día que le correspondió hablar, a más de ser un discurso jonsista cien por cien, logró la adhesión unánime de todos. Estaba también Luis Ciudad, un jonsista combativo, de noble carácter, pero algo picudo de temperamento, y que se distinguía por su adhesión a Ledesma, así como por la confianza personal que éste le dispensaba. La presencia de Aparicio y de Ciudad, el primero un teórico, un creador de perfiles doctrinales, y el segundo un violento, un muchacho de acción, fue lo que en el informe de Arredondo, a que ya nos hemos referido, le hacía decir a éste que, «a pesar de haber transcurrido más de cinco meses desde la fusión, todavía los jonsistas alardean de serlo y de permanecer poco vinculados a F.E., siendo, desde luego, inexplicable que, tratándose de un corto número (2), influyan tanto en la Falange». Después de esto, pedía y proponía sanciones, aplicando casi, casi, el Código militar.
Crisis de personas y de tendencias
Por aquellos días, mediados de julio, se manifestó en la organización una peligrosísima crisis. Varias causas confluyeron a ello. Si bien la primordial y más profunda, la que se deduce y advierte siguiendo la línea política del Partido, era la de que éste no abordaba, en aquel verano de 1934, su misión histórica de comprometerse, a vida o muerte, en su lucha contra el marxismo.
Pero esa causa, profunda, tenía ese carácter, la de ser profunda y, por tanto, advertida por muy pocos. A la vez, como siempre ocurre, la crisis, las dificultades, tuvieron causas visibles e inmediatas, obedecieron también a motivaciones de localización sencilla.
El primer descontento y el primer paso para plantear con decisión el problema surgió y se produjo en el sector ligado, más directamente, a las actividades de Ansaldo. Por tanto, en el sector que podemos calificar derechista, y casi unido a los intereses políticos de los grupos monárquicos. Pedían poco menos que la cabeza de Primo de Rivera —entiéndase su expulsión o alejamiento de las tareas de dirección—, y lo señalaban, con evidente exageración, como principal culpable de la impotencia e inacción del Partido, así como de la orientación errónea del mismo.
Antecedente parlamentario
Como antecedente de esto, hay que aludir a la actuación de Primo en el Parlamento. Desde las primeras semanas de Cortes pudo advertirse su afición a la cosa parlamentaria, faltando poquísimas tardes a las sesiones. Ese perfil parlamentarista gustaba poco al Partido, era bastante impopular entre los militantes, máxime cuando, ni siquiera a los efectos de la propaganda, advertía nadie la eficacia más mínima.
La actuación desafortunada en el Parlamento (3) culminó con un error de bulto, sobre todo para el simplismo ingenuo de cierto sector de militantes. Es sabido que, con motivo del hallazgo de gran número de armas en su domicilio, se pidió a las Cortes autorización para procesar al diputado socialista Lozano. (Ese hallazgo, en relación con otro del mismo color político descubierto en Cuatro Caminos, en el que se encontraron 610 pistolas e incontables municiones, suponía, hasta para el más lerdo, la evidencia del copioso armamento marxista.)
Días después detuvo la Policía a un militante de Falange, al que encontró las armas utilizadas por la guardia nocturna que el Partido organizaba diariamente en el hotel de Primo, en Chamartín. Con ese motivo, los suplicatorios de Primo y de Lozano se discutieron, simultáneamente, en las Cortes. Indalecio Prieto, en su discurso, se mostró opuesto a la concesión del de Primo, haciendo su defensa con la habilidad y el talento parlamentario que todos reconocen en ese líder socialista. Fácilmente se presume que no le guiaba a ello la menor simpatía ni la menor motivación sentimental, sino el afán de mejorar, de rechazo, la situación de su compañero Lozano, cuyo asunto convenía a la revolución socialista se resolviese bien, al objeto de seguir, sin muchas trabas, armando y preparando la insurrección.
Pues bien, Primo, al terminar Prieto su discurso, lo felicitó efusivamente y le estrechó la mano. Esto estaría quizá bien en la lógica de la cortesía parlamentaria; pero en la época en que eran frecuentes los choques violentos, y bien cercanos los mártires hechos a Falange por los socialistas, produjo a todos gran estupor e indignación. Parece que también en las juventudes socialistas contra Prieto, si bien a éste no le correspondió iniciativa alguna, limitándose a no rechazar un saludo que se le ofrecía.
Ansaldo polariza el descontento
Conocida la rapidez de determinación de Ansaldo, era de temer que no tardasen en producirse dificultades interiores, deslizándose por esa coyuntura la crisis de tendencias que se preveía.
Ansaldo consiguió que un grupo de militantes destacados se uniese a su actitud de protesta. Urdieron entonces un plan al objeto de conseguir la expulsión misma de Primo de Rivera. Ese plan llegó a ser aceptado por varios sectores, y, a pesar de ser propuesto por quien representaba una tendencia calificadamente derechista, encontró ayuda y apoyo entre los estudiantes de actitud más revolucionaria. Cuando ya éstos se habían medio comprometido a auxiliar la protesta, enteraron a Ledesma de ello; pues, a ser posible, pretendían que el Triunvirato, basándose en la situación de indisciplina y en lo extenso del sector que exigía medidas contra Primo, apoyara por mayoría los propósitos de los descontentos. En otro caso, parecían dispuestos a apelar a la violencia para apartar a Primo de Rivera.
La cosa era, como se ve, profundamente grave. En el fondo, lo que ocurría era una consecuencia directa, según ya dijimos, de la frivolidad con que la organización fascista abandonaba su misión histórica de aquel momento: luchar a fondo contra la preparación insurreccional de los socialistas, para impedir luego la vergüenza de octubre, no sólo la de los sucesos, sino otra vergüenza nacional tanto o más triste: la de que sea el lerrouxismo, coreado por el miedo de una opinión cobarde y boba, quien aparezca como salvador de la Patria española. ¡Gran sarcasmo!
Cuando un Partido combativo, cuya consigna fundamental es la pelea, no lucha ni combate con sus enemigos, fatalmente ocurre que se despedace por dentro, en luchas internas supletorias.
¿Organización de masas o secta restringida?
Además, la crisis interior a que nos estamos refiriendo, y que vino a durar casi todo el verano de 1934, tenía ante sí otra destacada significación, otra gran prueba. La de verse obligado el Partido a decidir una cuestión fundamental: O una organización de masas o una organización restringida, una secta minoritaria. Falange Española y las J.O.N.S. eran entonces, en muchos sentidos, un conglomerado amorfo, en el que gentes de las procedencias más varias confluían. Pero aun siendo esto así, no podía negarse que todos los sectores que la integraban disponían, más o menos, de un norte común, en unos más claro que en otros. Ahora bien, un mando vigoroso, una dirección enérgica e inteligente, podía, desde luego, canalizarlos a todos ellos, sin excepción, por el cauce preciso.
La forma en que reaccionaron los dirigentes denota cómo consideraba y apreciaba cada uno esa característica del Partido —que era, evidentemente, el camino de las masas—, esa realidad de estar formado por gente varia, con apetencias aun quizá no bien perfiladas y limadas por el propio Partido, aunque dispuestas y propicias, desde luego, a la cohesión.
Para darse cuenta de ese aspecto multiforme, nada mejor que unas frases de Juan Aparicio en un artículo de la revista JONS, tratando de aplicar y actualizar el mito de Catilina. En ellas decía, con evidente regusto descriptivo:
...nuestro sindicalismo nacional, donde se juntan los veteranos de Primo de Rivera, la juventud de la nobleza antigua, la angustia del estudiante sin cultura oficial y sin Patria libre, del rústico sin cosechas, del católico sin Jesucristo, la rabia y la miseria del parado con hambre. (JONS, número 9, pág. 66.)
Repitamos que ése era, en realidad, el camino de las masas y, naturalmente, el camino del triunfo. Sólo una organización que es capaz de atraer a sí gentes de tan varia índole, y que tiene el talento de incrustarlas en sus cuadros, de conservarlas en ellos, cumpliendo una tarea, adscritas a un servicio, revela ser una organización apta para la conquista de las masas.
Es evidente que la organización fascista perseguía el logro de esa cualidad: la de ser y constituir una organización de masas. Nada más opuesto a ello, entonces, que una línea restrictiva, que un examen riguroso, al solicitar su ingreso los nuevos militantes. Y más opuesto aun el prescindir a priori de un sector social entero, hostigándolo sin necesidad táctica ni estratégica y expulsando de la organización a quienes lo representan. Ir hacia las masas, forjar una organización —de carácter fascista, no se olvide— de masas, obliga a manejar con destreza una virtud: la de unificar los alientos y los clamores de unas multitudes que vienen de todos los puntos de la rosa de los vientos, prestándoles cohesión, eficacia y disciplina.
Otra concepción, a más de conducir al fracaso, supone sectarismo. Sectarista en muchos aspectos era, pues, la actitud de Primo de Rivera, que achacaba la indisciplina y la protesta a esa realidad constitutiva de la organización.
En cambio, con gran error, Primo de Rivera no denunció con la energía necesaria al Partido lo que él creía causa de las protestas: una habilidosa artimaña de los reaccionarios. Eso hubiera resuelto a su favor la dificultad en cinco minutos.
Tramitación de la crisis interna
La situación a que nos referimos produjo entre los dirigentes una extraordinaria tirantez personal. Ledesma reconocía que era justa, en algún sentido, la pretensión de Primo de Rivera, pidiendo sanciones contra los que le atacaban tan sañudamente, pero, poco dado a obrar por exclusivas motivaciones sentimentales, creyó oportuno deducir de cuanto entonces ocurría ventajas de orientación, que asegurasen el mejor porvenir del movimiento.
Se valió para ello de una táctica difícil, y añadamos que peligrosa. Al ver que el grupo Ansaldo luchaba contra Primo de Rivera, debilitando considerablemente la fuerza de éste, le pareció aquélla una ocasión oportunísima de ligar y unificar estas dos consignas: UNIDAD DEL MOVIMIENTO Y NORTE NACIONALSINDICALISTA DEL MISMO. Oponiéndose a las expulsiones y al sectarismo de Primo de Rivera, era el defensor y el promotor de la unidad. Desplazando de la influencia decisiva a los dos grupos rivales —los de Ansaldo y Primo— aseguraba la ruta nacional-sindicalista, es decir, el sentido social, antiburgués y revolucionario del movimiento. (Digamos que hasta entonces el grueso del Partido, procedente del falangismo, y sobre todo la jerarquía de las milicias, toda ella de espíritu regresista, oponía grandes resistencias a las orientaciones jonsistas de Ramiro Ledesma.)
Ahora bien, si el grupo Ansaldo —no olvidemos la significación, más bien monárquica, de éste, aunque no la tuviesen sus auxiliares en la protesta— conseguía una victoria plena sobre Primo, logrando su expulsión o alejamiento, el peligro, grave e inmediato, era éste: el control de la organización por gentes de muy sospechosa fidelidad a los que hemos denominado nortes nacional-sindicalistas del Partido.
Para evitar ambas cosas: una, la influencia única y absorbente de José Antonio, cuyo temperamento y cuya formación teórica le conducían con facilidad a operar con ideas falsas y a adoptar tácticas erróneas, y otra, el control de la Falange por elementos que deseaban hacer de ella una organización fiel a las consignas tradicionales de las derechas, se decidió Ledesma a intervenir peligrosamente en la tramitación de la crisis interna.
En vista de las dificultades que encontraba en el seno del Triunvirato para la ejecución de sus medidas, Primo amenazaba con alejarse del Partido, o dar un golpe de mano en la organización, proclamándose jefe único (4), ya que decía tener la seguridad de que toda la ancha base de militantes lo consideraba como el dirigente más calificado.
Ruiz de Alda (5) vaciló ante ciertas proposiciones de Ledesma (6), y, a la postre, después de pensarlo seis u ocho días, le manifestó que, aun de acuerdo con casi todas las metas finales y con casi todas las consecuencias que perseguía el plan, no colaboraría activamente en su realización. Ese plan tendía a resolver la crisis interna de modo que, sin prescindir naturalmente de Primo de Rivera, tuviese un desenlace fecundo para el movimiento.
Ya veremos luego cómo el criterio de destacar una jefatura única se impuso, logrando salvarse felizmente la unidad del movimiento, coincidiendo todo ello con los primeros chispazos de la revolución de octubre, a cuyas jornadas asistió ya el Partido con un nuevo régimen de mandos.
Los jonsistas movilizan a los parados
Mientras se desarrollaban en el seno del movimiento las incidencias a que terminamos de referirnos, los jonsistas, que no agotaban su atención en seguir de cerca tales problemas, a pesar de su gran interés en ellos, se decidieron a impulsar la creación y desarrollo de Sindicatos, iniciando así la captación de los trabajadores para el Partido.
Esa tarea les corresponde por entero. Coincide, pues, con las semanas agitadas de agosto el momento en que la organización fascista inició, con éxito, la atracción de los obreros, mediante la creación de Sindicatos y la puesta en marcha de la Central Obrera Nacional-Sindicalista, filial del Partido.
A pesar de realizar los primeros trabajos en circunstancias difíciles y con poquísimos medios, los resultados fueron rápidos y fulminantes. A los quince días, los locales que el Partido había puesto a disposición de los Sindicatos eran insuficientes para contener a los trabajadores que llegaban. Estos llenaban todas las dependencias, los jardines y se acumulaban junto a las puertas de la calle. La cosa parecía milagro, pero el milagro no era otro que la actividad, el celo y la «técnica de agitación y organización» de los jonsistas.
A la vista del éxito, el Partido dedicó toda la atención posible a esos trabajos sindicales. Grupos de obreros nacional-sindicalistas, con la colaboración de los demás camaradas del Partido, iban a los barrios proletarios y repartían profusamente hojas de propaganda, invitando a todos los trabajadores a ingresar en estos Sindicatos y a abandonar la disciplina roja.
El propósito era arduo. Y más cuando culminaba la preparación revolucionaria marxista. El día 30 de agosto se produjo en Cuatro Caminos un choque violento entre los que distribuían hojas nacional-sindicalistas en esa glorieta, dirigidas a los parados, y un nutrido grupo de marxistas. Los dos bandos hicieron uso de las armas y resultó muerto uno de los dirigentes del partido comunista, Joaquín de Grado, que tomaba parte en la pelea.
Los jonsistas que dirigían los trabajos de organización sindical, decididos a obtener en el sector obrero una victoria resonante, que diese al Partido la base proletaria que necesitaba, urdieron, con audacia, un plan gigantesco de movilización de los parados.
A costa de un trabajo intensísimo, hicieron una especie de censo de todas las obras y talleres. Después de un examen técnico de las características de cada uno, procedieron a asignarles un número mayor o menor de parados, teniendo en cuenta las jerarquías profesionales.
A la vez, por todo Madrid circularon gran número de hojas y llamamientos a cuantos se encontrasen en paro forzoso, ofreciéndoles trabajo, e invitándoles para ello a inscribirse en los Sindicatos nacional-sindicalistas de la Falange de las J.O.N.S.
Los trabajadores acudieron a los locales del Partido y de los Sindicatos, en la calle del Marqués de Riscal, en número extraordinario. La Dirección de Seguridad se vio obligada a montar un servicio de orden. La calle estaba casi totalmente llena de obreros, que impedían o dificultaban la circulación.
Tal espectáculo dejó extrañado a todo Madrid, expectantes a las autoridades y atónitas a las directivas de las Centrales sindicales rojas. Nadie se explicaba qué resorte, qué varita mágica habían tocado los fascistas para que, en menos de una semana, más de 30.000 obreros acudiesen con rapidez y diligencia a sus organizaciones.
Para el día 3 de septiembre se organizó la primera irrupción de los parados en las obras. Fueron distribuidos unos diez mil volantes a otros tantos obreros de la construcción para que ese día, lunes, a las ocho de la mañana, se presentasen a trabajar en el lugar que indicaba el propio volante.
No hubo obra en Madrid, grande o chica, donde ese día no se presentasen a trabajar los parados nacional-sindicalistas. Se produjeron incidentes en gran número. En varios sitios fueron recibidos a tiros por los demás trabajadores, no por considerarles enemigos políticos o sociales como pudiera creerse, sino en nombre de un concepto de rivalidad profesional, defendiendo su propio trabajo.
No pudo continuarse la operación en días sucesivos, aun estando preparada también la movilización de otros gremios. Las autoridades lo impidieron, clausurando locales y defendiendo las obras y talleres contra la presencia violenta de los trabajadores parados.
Pero fue aquélla una magnífica jornada revolucionaria para el nacionalsindicalismo, y de la que salió con verdadero prestigio entre los trabajadores. Estos pudieron advertir que la organización fascista no era una frivolidad, una flor de artificio y engaño, nacida al calor de los patronos, sino una bandera social noble, que señalaba a los trabajadores un camino de lucha, ayudándoles y orientándoles en su batalla diaria por el Pan y la Justicia.
A mediados de septiembre, tras la agitación de los parados y de los esfuerzos para la puesta en marcha de los Sindicatos del Partido, disponían éstos de unos 15.000 trabajadores. Victoria tal, arrancada a las filas sindicales rojas en quince días, era inaudita en campos de signo antimarxista.
Dos atentados gravísimos en San Sebastián
El día 9 de septiembre fue gravísimamente herido a tiros en San Sebastián uno de los dirigentes fascistas de esta ciudad, Carrión, muriendo a las pocas horas. Hay que advertir que la sección de San Sebastián no había sostenido lucha alguna violenta, ni tenía apenas importancia. A más de eso, Carrión, dueño y gerente de un hotel, era un hombre de carácter bondadoso y pacífico. No fue por eso tarea fácil explicar el atentado ni sus móviles.
Pero hubo una segunda parte. A la media hora escasa de morir Carrión, caía, también a tiros, en una calle de San Sebastián el famoso agitador revolucionario y ex director de Seguridad Andrés Casaux. Este era conocidísimo; uno de los pocos hombres de acción y de temple que alumbró el movimiento republicano. La noticia de su muerte conmovió a todo el izquierdismo, sobre todo a los urdidores de la insurrección de octubre, en cuyas jornadas, de no ser asesinado, hubiera, sin duda, Andrés Casaux reverdecido sus laureles de revolucionario. Eran notorias sus actividades y nadie dudaba en adscribirle una participación destacadísima en los preparativos más delicados de la insurrección.
El Socialista, comentando su muerte, insinuaba los grandes servicios de que le era deudor el partido socialista. Servicios —decía— de cuya calidad y magnitud no había entonces por qué hablar. Y que día oportuno llegaría para poder hacerlos públicos.
Nada más sencillo —ni más falso— que ligar los dos asesinatos, en el sentido de atribuir el de Casaux a una venganza de los fascistas. Eso fue lo que creyeron muchos, y lo que creyeron también, o aparentaron creer, las autoridades. Es, sin embargo, posible que los dos sucesos tengan entre sí relación, pero una muy distinta a esa que se le atribuyó entonces.
De todos modos, la muerte de Casaux parece ofrecer poquísimos misterios. Tuvo lugar veinticinco días antes de que dieran comienzo las jornadas insurreccionales. Y no era precisamente la organización fascista —aunque sí hubiera debido serlo— la encargada de desnucar la revolución de octubre. A ello se dedicaban con afán gentes más o menos localizables y visibles. Y también, como es lógico, el Gobierno, el Ministerio de la Gobernación.
Una campaña folletinesca de MUNDO OBRERO. El ex legionario Calero
En la última quincena de septiembre, y, sin duda, como ingrediente de agitación para el golpe revolucionario, comenzó Mundo Obrero, el órgano de los comunistas, a publicar unas informaciones espectaculares, acerca de la organización interior y de los propósitos del fascismo. Diariamente, más de dos semanas, con el título general de «Falange Española de las J.O.N.S. organización del crimen al servicio del capitalismo», publicó unos relatos fantásticos, folletinescos, denunciando una serie de crímenes «en proyecto» y «sacando a la luz» las «tenebrosidades» de los grupos armados, así como las peripecias y vida anecdótica del Partido.
Era todo, desde luego, pura fantasía; pero ciertos detalles que se referían a eso que hemos llamado «vida anecdótica», la publicación de facsímiles de circulares y de otros documentos, la exactitud de algunos datos sobre las dificultades internas que entonces culminaban, etcétera, revelaban que el autor de aquellas truculencias era algún afiliado en funciones de espionaje, o alguien que recibía de éste las informaciones necesarias para ello.
Se supo, al fin, que su autor, o por lo menos quien hacía la primera redacción, luego quizá modificada injertándole aquí y allí fraseología marxista, era, en efecto un militante: Calero. Trabajaba en las tareas burocráticas de los Sindicatos, pudiendo de ese modo comer malamente algún que otro día. Era un tipo pintoresco, muy conocido en todos los sectores políticos que hayan tenido representación en la Cárcel Modelo de Madrid.
Calero es aquel legionario de Africa, del que muchos recordarán, que mató a la novia y se dedicó luego en la cárcel a hacer literatura y amistades con los políticos de todos los colores, desde el equipo republicano de diciembre del 30 hasta los monárquicos del 10 de agosto. Después estuvo en el Dueso, mostrándose muy orgulloso de haber sido allí medio secretario del general Sanjurjo. Pero sus relaciones más continuadas lo fueron, claro, con los extremistas sociales, porque eran también más permanentes como compañeros en la cárcel.
Cuando lo pusieron en libertad, comprendido en un indulto, apareció un buen día por el local fascista, y allí, como era despejado, sabía escribir a máquina y se conformaba con poco, le permitieron colaborar en los trabajos sindicales del Partido.
Calero era, en el fondo, un semiloco, con dos manías u obsesiones. Una, de carácter erótico, que le hacía creerse un don Juan irresistible. Otra, literaria, de grafómano o escribidor. Los comunistas explotaron esas dos manías al inducirle a la traición. Se valieron para tal empresa de una militante roja, Carmen Meana, empleada en el Metro, que había estado en Rusia. El pobre Calero, tan galante, cedió, al parecer, a los requerimientos de su soviética amiga, no sin que también influyera en su determinación de escribir las informaciones de Mundo Obrero su otra obsesión, la de grafómano.
Al sentirse descubierto, Calero huyó de Madrid. Nadie sabe si de miedo, de vergüenza o por qué otra causa. A las pocas semanas, apareció muerto en Barcelona. No fue posible a la Policía explicarse el crimen. Como era conocida su presunción donjuanesca y se le encontraron cinco o seis fotos de mujeres en la cartera, atribuyeron el hecho a alguna venganza de orden amoroso. También Calero había actuado en los medios de la F.A.I., haciéndose pesquisas en esa dirección. ¡Cualquiera sabe!
Notas:
(1) Mucho se ha fantaseado sobre cuanto afecta a la financiación del movimiento fascista. Las J.O.N.S., antes de la fusión con F.E., no llegaron nunca a disponer de cantidades ni medios apreciables. Baste decir que toda su acción, su propaganda, revistas, etcétera, desde mayo de 1933 a febrero de 1934, la efectuó con menos de doce mil pesetas. Falange Española fue, naturalmente, otra cosa. Desde el principio contó con medios superiores, cosa lógica, puesto que sus dirigentes, sobre todo Primo de Rivera, procedían de la alta burguesía más pudiente y rica. Así, en sus tres primeros meses, hasta la fusión con las J.O.N.S., dispuso de unas ciento cincuenta mil pesetas. Después, los gastos mensuales de la organización, comprendidos los de toda índole, alcanzaban la cifra de 40.000 pesetas, cifra desde luego excesiva para los resultados logrados. Ese dinero procedía de donativos particulares, y ayudaban y facilitaban su recogida diversos elementos, señaladamente los monárquicos de Renovación Española. Primo apuntó alguna vez, sin éxito, a otras fuentes más delicadas. De todos modos, puede afirmarse que el movimiento administraba pésimamente sus recursos, y que no extraía de estos la debida eficacia.
(2) Al efectuarse la fusión, los militantes jonsistas eran muchos menos en número que los procedentes de F.E. Quizá la proporción llegase a un 10 por 100.
(3) Hay que reconocer que un solo diputado —o dos, puesto que estaba también Eliseda— no puede nunca actuar con fortuna ni eficacia en el Parlamento.
(4) Distingue y caracteriza a Primo de Rivera que opera sobre una serie de contradicciones de tipo irresoluble, procedentes de su formación intelectual y de las circunstancias político-sociales de donde él mismo ha surgido. Posee seriedad en los propósitos, y le mueve seguramente un afán sincero por darles caza. El drama o las dificultades nacen cuando se percibe que esos propósitos no son los que a él le corresponden, que es víctima de sus propias contradicciones y que, en virtud de ellas, puede devorar su misma obra y —lo que es peor— la de sus colaboradores. Véasele organizando el fascismo, es decir, una tarea que es hija de la fe en las virtudes del ímpetu, del entusiasmo a veces ciego, del sentido nacional y patriótico más fanático y agresivo, de la angustia profunda por la totalidad social del pueblo. Véasele, repito, con su culto por lo racional y abstracto, con su afición a los estilos escépticos y suaves, con su tendencia a adoptar las formas más tímidas del patriotismo, con su afán de renuncia a cuanto suponga apelación emocional o impulso exclusivo de la voluntad, etcétera. Todo eso, con su temperamento cortés y su formación de jurista, le conduciría lógicamente a formas políticas de tipo liberal y parlamentario. Varias circunstancias han impedido, sin embargo, esa ruta. Pues ser hijo de un dictador y vivir adscrito a los medios sociales de la más alta burguesía son cosas de suficiente vigor para influir en el propio destino. En José Antonio obraron en el sentido de obligarle a torcer el suyo, y a buscar una actitud político-social que conciliase sus contradicciones. Buscó esa actitud por vía intelectual, y la encontró en el fascismo. Desde el día de su descubrimiento, está en colisión tenaz consigo mismo, esforzándose por creer que esa actitud suya es verdadera, y profunda. En el fondo, barrunta que es algo llegado a él de modo artificial y pegadizo. Sin raíces. Ello explica sus vacilaciones y cuanto en realidad le ocurre. Esas vacilaciones eran las que a veces le hacían preferir el régimen de Triunvirato, refrenando su aspiración a la jefatura única. Sólo al ver en peligro, con motivo de la crisis interna, su posición y preeminencia se determinó a empuñar su jefatura personal. Es curioso, y hasta dramático, percibir cómo tratándose de un hombre no desprovisto de talentos forcejea con ardor contra sus propios límites. Solo, en realidad, tras de ese forcejeo, puede efectivamente alcanzar algún día la victoria.
(5) Ruiz de Alda era un dirigente de magnífica ejecutoria. Por una serie de razones —su profesión, su sentido de lo popular, su serena intrepidez— realizaba un tipo humano que en todas partes ha dado a los movimientos fascistas triunfales las mejores aportaciones. Carece casi en absoluto de capacidad expresiva, de cualidades para la tribuna y el mitin. Ello ha deslucido muchísimo su intervención en las tareas directivas. Pero posee, en cambio, gran agilidad para extraer de los hechos del día las consignas que corresponden, virtud que es imprescindible para el ejercicio del mando en una organización política. Muchas veces, en el seno del Triunvirato parece que era Ruiz de Alda quien con más rapidez y justeza señalaba lo que convenía hacer, y por que razones.
(6) Ramiro Ledesma, antiguo fundador de las J.O.N.S. y su jefe hasta la unificación con Falange, era quien representaba en el Triunvirato y en el Partido el esfuerzo por hacer derivar el movimiento hacia un patriotismo social, hacia un nacionalismo revolucionario. Esa característica, incorporada por Ramiro Ledesma, era de hecho la consigna más fecunda del movimiento, y gracias a ella podía tanto independizarse de las limitaciones derechistas como interpretar la angustia verdadera de anchas masas populares. Era la aparición, por primera vez en España, de un patriotismo directo, popular y, si se quiere, subversivo contra la poquedad presente de la Patria. La presencia de Ramiro Ledesma dio decisivamente a la organización su dimensión social, su perfil nacional-sindicalista. Ledesma puede gloriarse de ello. La causa de que, mientras perteneció al Triunvirato, mostrase gran afecto personal a Primo de Rivera, provenía de que éste, contrariando quizá tendencias de una formación en algún aspecto conservadora y reaccionaria, aceptaba cada día con más firmeza la ruta social y antiderechista del movimiento.