Nombramiento de jefe nacional
La insurrección marxista y separatista de octubre sorprendió al Partido en plena tramitación de su pleito interno. Después de las dificultades de que hemos hecho mención, convinieron los líderes dar paso a la jefatura única, facilitar las aspiraciones de Primo de Rivera, eliminando así de un plumazo rápido la vida anormal del movimiento. Ansaldo fue expulsado de la organización, y los militantes que apetecían, del modo que fuera, un jefe, pudieron ver realizadas sus ilusiones. Otros, en cambio, asistían con todo género de reservas a la designación que, no obstante, aceptaron dispuestos a la colaboración más leal y sincera.
En septiembre el Triunvirato quedó en suspenso como organismo supremo de la Falange, por acuerdo de sus componentes, que transfirieron toda su autoridad a Primo de Rivera para que convocase un Consejo nacional. Primo nombró los consejeros, hizo nuevos Estatutos y dictó asimismo el reglamento para las sesiones del Consejo. Las tareas concretas de éste eran: Aprobación de los Estatutos, nombramiento de jefe nacional y elaboración de unas bases programáticas.
El Consejo estaba convocado para los días 5, 6 y 7 de octubre. Coincidió, pues, totalmente con la revolución socialista y con la rebeldía de Companys. En vista de los sucesos, y que los primeros tiros marcaban las horas de la primera sesión, el Consejo aprobó rápidamente los Estatutos y con el mismo apremio nombró a Primo de Rivera jefe nacional. En cuanto al programa, acordó que lo redactase la Junta política, organismo nuevo, de tipo consultivo, que los Estatutos recién aprobados creaban como alto auxiliar de la Jefatura.
Ya tenía, por tanto, la organización fascista un jefe. Ya no podrían achacarse al mando plural de los triunviros los motivos de confusión, lentitud o ineficacia en los mandos. Además, España ofrecía una coyuntura formidable para prestigiar, robustecer y alentar la ruta de un caudillo. Ocasión mejor, ni soñada. El miedo de unos, la desilusión de otros y la audacia y la inteligencia de una minoría podían ser tres factores que, manejados por la intuición genial de un jefe verdadero, proporcionasen éxitos sorprendentes y rápidos. Era de nuevo la hora fascista, el momento histórico de Falange Española de las J.O.N.S. Pues si antes, en los meses de la tramitación de la revolución socialista, no quiso o no pudo aprovechar otra ocasión análoga para su triunfo, ahora, después del golpe rojo, una segunda demostración de impotencia sería quizá la muerte definitiva del Partido, su probable hundimiento histórico.
Primo de Rivera inauguraba su jefatura con un escenario espléndido. Dentro, el Partido acalló toda disensión y se puso a sus órdenes con la más rigurosa disciplina, lo que era desde luego obligado, tanto por las circunstancias como por el buen sentido. Fuera, España desarrollaba jornadas históricas, henchía su vientre para que fuesen posibles los partos fructuosos. No había más que pedir.
El Partido se manifiesta en las calles contra la insurrección marxista y contra el separatismo rebelde
En la mañana del domingo día 7, al recibirse las primeras noticias del rendimiento de Companys, tuvo el Partido ocasión de hacerse visible en las calles. De madrugada se había desmovilizado a las escuadras, pues debido a la insurrección de la Generalidad y al temor de un incremento de la rebeldía en Madrid, se habían mantenido en vela toda la noche, cosa que venía ocurriendo ya tres días. Ese era el motivo de que hubiese relativamente pocos afiliados en el local central cuando se dio la orden de organizar una manifestación jubilosa por el triunfo del Ejercito contra los separatistas.
A toda prisa se adquirió una bandera tricolor, y las pocas docenas de camaradas que había en el local, convertidos en enlaces, salieron en busca de sus compañeros. A las doce en punto se puso en marcha la manifestación, iniciada desde los locales del Partido con unos quinientos militantes. La ruta era Castellana-Recoletos-Alcalá y Puerta del Sol. La bandera la llevaba un directivo de Barcelona, Roberto Bassas, llegado a Madrid para asistir al Consejo nacional. A la cabeza iba Primo de Rivera, acompañado de Ruiz de Alda, Ledesma y el teniente coronel Rada, que había sido nombrado recientemente jefe de las milicias del Partido.
La manifestación fue un éxito indiscutible. Lo prueba el hecho de que la iniciasen 500 en los locales del Partido y llegaran unos veinte mil a la Puerta del Sol. Fue también un éxito de oportunidad y de entereza. Pues el día 7 la subversión marxista no estaba sino apenas iniciada, y una manifestación numerosa en las calles constituía un blanco fácil para cualquier agresión armada por parte de los grupos rojos, con vistas a sembrar el pánico y el terror en las gentes.
En la Puerta del Sol, subido a unos andamiajes de las obras del Metro, frente al ministerio de la Gobernación, pronunció Primo de Rivera unas palabras. La plaza estaba llena de una muchedumbre anhelosa y en los balcones del edificio oficial había varios ministros. Era el momento de un discurso certero y preñado de futuro histórico. Que fuese, a la vez que remate y consecuencia de la manifestación efectuada, consigna para aquellas masas y aviso implacable para aquel equipo ministerial. Primo se limitó a recordar que aquella fecha, 7 de octubre, era la fecha de Lepanto, e invitó al Gobierno a hacerse cargo de la magnífica coyuntura histórica que se le venía a las manos. Las palabras de Primo de Rivera fueron inexpertas, ingenuas y candorosas. Después de tres días agitadísimos, y frente a la inopinada responsabilidad personal de aquellos minutos, es quizá comprensible que no intuyese con exactitud el signo conveniente.
La lógica obligada
Pues es cierto que el Gobierno Lerroux-Gil Robles necesitaba asistencia en aquellos días, en que se vio agredido por la insurrección marxista. Y que había que proporcionárselas y ofrecérselas con pocas condiciones. Pero esa lógica, que en forma tan sencilla corresponde a una agrupación de las llamadas conservadoras, a un espíritu preocupado tan sólo por el orden del momento, tiene que ser superada por la lógica de un revolucionario nacional, es decir, por la lógica de un fascista. Este no podía limitarse a colaborar en la acción defensiva o represiva de un Gobierno demoburgués como el de Lerroux, sin plantearse con la misma intensidad, con el mismo apremio, el problema de su estrategia contra esa misma situación victoriosa.
Interpretar esa lógica hasta sus últimas consecuencias es algo que no debió perderse de vista por el mando de la Falange de las J.O.N.S., ni un solo minuto, durante todo el mes de octubre.
Desencadenada la insurrección socialista, un movimiento como Falange debió plantearse con toda audacia el problema de la toma del Poder, y la lucha, a fondo, contra el Gobierno demoburgués de Lerroux.
Ambiente enrarecido. Expectación ante posibles sucesos político-militares
Es sabido que la victoria de octubre, en cuanto supuso lucha armada contra la ofensiva de los revolucionarios, corresponde por entero a las tropas y a la fuerza pública. Tanto el episodio de la toma de la Generalidad en Barcelona como los combates de Asturias, revelaron la presencia en las zonas más jóvenes del Ejército de un espíritu eficaz, sensible a la emoción nacional española y dispuesto a servirla de un modo abnegado.
A través de todo el mes de octubre, es decir, aun después de vencida la revolución, la atmósfera española estuvo sobrecargada de espíritu subversivo. Y con esto aludimos, naturalmente, no a las zonas revolucionarias, sino a las zonas restantes del país.
Mucho se conspiró en España desde las veinticuatro horas siguientes a la derrota del marxismo. Lo extraño hubiera sido que no se conspirase. Había corrido la sangre de los soldados y de la fuerza pública. Se había batido, asimismo, un sector numeroso de los proletarios, con inequívoca capacidad para la lucha heroica y abnegada. Los únicos que realmente no significaban nada en la contienda eran los grupos ministeriales, el sistema a que permanecían adscritos y las grandes cimas del régimen. ¡Qué extraño es, repetimos, que pensasen muchos en la necesidad de conquistar el Estado y de gobernar a España como era notorio no podían gobernarla aquellas gentes!
No nos corresponde hacer aquí consideraciones amplias sobre la coyuntura de octubre. Sólo en cuanto podamos relacionarlas con la ruta del fascismo, tema único de estas páginas. Pero sí podemos aludir a la actividad desplegada en ciertos medios para dar a tal coyuntura una salida militar. La danza de generales fue permanente durante unos días en la imaginación de todos los españoles. Lerroux se vio obligado a declarar ante los periodistas que sería disparatada y traidora cualesquiera tentativa de sublevación. Y bien conocida es la frase de otro personaje altísimo, que al recibir noticias de inminentes sucesos de orden militar, contestó a los que se las daban: «También tengo yo mis generales.» No cabía más tirantez, ni tampoco más sintomática idea de cómo la situación era de veras insostenible.
Las gentes eran bien certeras al señalar durante aquellos días con el dedo a una determinada figura militar, como más fácilmente vinculada a la solución directa del pleito. Ese militar mantenía una relación estrecha con Gil Robles, jefe de la C.E.D.A., organización, como se sabe, dotada del menor espíritu posible para tareas de violencia. Es también sabido que la C.E.D.A., como su jefe y los inspiradores de su jefe, constituyen en España las fuerzas políticas más íntima y directamente relacionadas con la diplomacia vaticanista de Roma. No yerra mucho quien sospeche que corresponde a la Iglesia católica, mediante su diplomacia y sus órganos de acción y de influencia, el error o el acierto de que después de la insurrección marxista y separatista, no se produjesen sucesos políticomilitares en España.
Oportunidad y posibilidad de Falange de las J.O.N.S. para una acción armada
En presencia de los sucesos de octubre, la organización fascista era la única fuerza que estaba en condiciones de hacer de ellos la interpretación histórica más fértil. Falange de las J.O.N.S. no debió poner ni un minuto su confianza en el Gobierno Lerroux, y considerarlo, una vez vencida la insurrección, como su peor enemigo. Tal y como fue vencida la revolución socialista, podía asegurarse, sin riesgo, que ello no suponía la destrucción verdadera del marxismo.
El marxismo no puede ser vencido y destruido radicalmente si no por quien disponga de una angustia social, con que sustituirlo en el alma y en la esperanza de las masas.
En cambio, de una represión antimarxista ordenada y dirigida por un Gobierno demoburgués, como el de Lerroux-Gil Robles, no cabía esperar sino un mayor o menor retraso en la recuperación, y aun superación, de su antigua fuerza.
Pero hubo un momento en que el pueblo español, las grandes masas, estaban propicias a aceptar, como consecuencia lógica de los sucesos de octubre, el aplastamiento del marxismo, y grandes sectores de la clase trabajadora se encontraban asimismo dispuestos a desvincularse de sus organizaciones, abriendo su atención a nortes sociales diferentes.
En esa hora, los generales conspiraban y la base más joven del Ejército vivía en una permanente espera de hechos a que sumar su entusiasmo. No se olvide que las jornadas revolucionarias de octubre tuvieron, junto a la dimensión social de Asturias, los episodios antinacionales de Cataluña, la lucha del Ejército contra las partidas de facciosos que pretendían destruir la unidad de España. Este doble aspecto contribuía entonces a que fuese más fácil y sencillo encontrar cooperaciones para la acción salvadora que se requería.
En virtud de requerimientos o por propia iniciativa, Primo dio unos pasos en la atmósfera conspiratoria. No muchos. Pues Primo era escéptico y —lo que no es frecuente ni normal en los jefes— subestimaba entonces la fuerza y la misión de su propio Partido. No le cabía en la cabeza que Falange tuviese o debiera tener en aquella hora de España una intervención decisiva, subestimando con exceso, repetimos, su relieve y sus efectivos.
Claro que, de penetrar en las zonas acotadas del Ejército, la misión que correspondía a la organización fascista no podía consistir, naturalmente, en unirse al séquito de un general cualquiera, jugando el futuro del Partido y de la Patria a la probabilidad de que ese general dispusiera o no de capacidad y de talento. Ni mucho menos. En las reuniones de la Junta política, organismo, no se olvide, de carácter consultivo, Ledesma insistía en que, de lanzarse a la lucha contra el Gobierno, de acuerdo con elementos militares, ello debería hacerse tan sólo arrastrando a las posiciones y a las consignas del Partido al sector de la oficialidad que se mostrase políticamente más intrépida, audaz y decidida. El deber de Falange consistía en dirigir y absorber la capacidad insurreccional de esos elementos, uniéndolos a sus propios grupos para organizar la toma violenta del Poder.
En ese propósito, en su cumplimiento, correspondía entonces al Partido desplegar la actividad máxima, e incluso arrostrar también todos los riesgos, hasta los más graves.
Afirmo sin vacilar que en las primeras semanas de noviembre estaba dentro de las posibilidades reales de la organización el haber promovido eficazmente una acción armada. Influía lo necesario en un grupo de mandos jóvenes del Ejército, propicios a la insurrección, y además contaba con sus escuadras, con los grupos militarizados del Partido, que sin ser desde luego de gran volumen numérico, alcanzaban la importancia combativa que se requería. En cuanto a la oportunidad del momento y a su necesidad para la Patria, no es preciso hablar.
Primo de Rivera no lo vio así ni quiso verlo así. Quizá porque vaciló en comprometer la vida de la organización en un propósito tan grave, al mes escaso de tener en sus manos la jefatura del movimiento. Hay que suponer que influiría también en su resistencia el hecho que antes mencionamos, no por absurdo menos real y verdadero: que Primo subestimaba el relieve del Partido, considerando utopía pura el que éste pudiese aspirar, tan pronto, a la dirección del Estado. No tenía, pues, la menor confianza en el éxito de una acción decretada y dirigida, en aquella hora, por el Partido.
Ahora bien, las ocasiones históricas pasan junto a nosotros, no con arreglo al horario de nuestras preferencias, sino obedeciendo leyes y motivos que, generalmente, le son extraños. Napoleón no desencadenó la Revolución francesa, pero obtuvo de ella y extrajo de ella su imperio personal y el imperio de Francia sobre casi toda Europa. Si en 1799 se hubiese creído excesivamente joven para aspirar a la dignidad de Primer Cónsul, rechazando la coyuntura en espera de una edad más grave, en vez de un genio de la historia hubiera resultado un mentecato.
Además, aunque en octubre o noviembre el éxito no era ni podía ser seguro, no por ello había razón para cerrar los ojos ante el imperativo insurreccional. Las organizaciones combativas se hacen, desarrollan y prestigian en los combates. Un fracaso de Falange Española de las J.O.N.S. en noviembre de 1934, desencadenando una acción violenta, habría dado con sus dirigentes en la cárcel, habría desarticulado momentáneamente sus organizaciones; pero junto a todo eso le habría también conseguido fuerza moral y prestigio entre las grandes masas españolas. La habría incrustado, en fin, en el porvenir seguro de la Patria, con una ejecutoria de luchas, de sacrificios y de afán heroico por la victoria. ¿Qué ha conseguido, si no, manteniéndose en la legalidad y renunciando a aquellas acciones decisivas?
La actitud del Gobierno
El desarrollo de la política radical-cedista proporcionaba, además, cada día nuevos motivos para insistir en una línea de lucha y de oposición implacable. El indulto escandaloso del traidor Pérez Farras, a la vez que la represión silenciosa en Asturias era durísima. El nombramiento de Portela Valladares para el cargo de gobernador general de Cataluña, siendo uno de los políticos cuya labor en su región gallega había consistido en trasplantar el mismo problema autonómico que condujo, en Cataluña, a los sucesos de octubre, etc., etc.
Junto a eso, añádase que en cuanto fue vencida la revolución y desapareció del horizonte toda sospecha de que se encenderían rescoldos subversivos, el Gobierno arremetió contra F.E. de las J.O.N.S., suspendiendo su Prensa, cerrando sus locales, etc., como si en realidad hubiese sido la ejecutora directa de la subversión a medias con el marxismo.
Un viaje a Asturias
A primeros de noviembre hizo Primo un viaje a Asturias, acompañado de Ruiz de Alda. Este quedó luego allí, tanto para orientar la propaganda del Partido en las semanas de la post-revolución, como para asistir de cerca al desarrollo de las incidencias políticas que eran de prever en las tropas.
Primo pronunció algunos discursos, y desde luego no logró interesar suficientemente a la población, a pesar de que anchos sectores de ella esperaban su viaje con ilusionada simpatía. Es posible que los asturianos no estuviesen todavía repuestos de la tragedia, ni todavía en condiciones de oír y comprender discursos políticos.
Imperativos de una batalla en el orden sindical
Una vez que la oportunidad insurreccional pasó y que el Gobierno normalizó, puede decirse, sus resortes oficiales, el Partido no tenía más que un camino para extraer de la revolución de octubre consecuencias positivas: la captación de los trabajadores. Fue la hora de vigorizar los Sindicatos —tan oportunamente creados, como vimos, dos meses antes—, la hora de una lucha a fondo, en el terreno sindical, contra el marxismo.
Todos saben con qué angustia y con qué preocupación los dirigentes políticos y sindicales del partido socialista y de la U. G. T. creían, durante las semanas posteriores a octubre, que los cuadros de sus Sindicatos iban a ser materialmente trasplantados a las organizaciones de F.E. de las J.O.N.S. Creían de veras en una fuga arrolladora de las masas, provocada de modo inevitable si el fascismo ponía las redes de una táctica sindical inteligente. Pues recordaba la movilización de los parados, hecha en septiembre por los jonsistas, y en la que éstos demostraron gran capacidad para la agitación y la organización de los trabajadores.
Estos temores de los marxistas fueron, por desgracia, infundados. Los obreros permanecieron fieles a sus antiguas organizaciones o se retrajeron de ellas, pero no pasaron a nutrir los cuadros de los Sindicatos nacional-sindicalistas, afectos al fascismo.
Ese fracaso tenía un origen de orden político más que sindical. Evidentemente, los Sindicatos de carácter fascista no tienen por qué basarse en un riguroso sentido profesional, apolítico. Todo lo contrario. Pues les informa en el fondo un sentido de pelea y de rivalidad contra el marxismo, precisamente en lo que éste tiene de tendencia política bien marcada y clara. Sólo un partido fascista vigoroso puede dar vida a unos Sindicatos fascistas que estén asimismo dotados de vigor. Si el Partido vacila y no desarrolla una línea política eficaz y briosa, sus Sindicatos siguen igual suerte.
Y ya hemos dicho que, después de octubre, F.E. de las J.O.N.S. no demostró la decisión necesaria ni encontró su verdadero camino. Es decir, ni se decidió a la insurrección; ni luego, pasada la oportunidad de ella, pudo encontrar el secreto de las masas españolas. De hecho, hubo en el Partido una incomprensible debilidad y falta de visión para la única consigna que entonces era justa y podía tener éxito: la de hostigar y hostilizar al Gobierno Lerroux-Ceda.
Pues la desilusión y la desconfianza con que el país asistía a los modos, tanto por exceso como por defecto, con que el Gobierno desarrollaba la represión y orientaba la política liquidadora de los sucesos, era de tal magnitud que la estrategia más cándida exigía utilizarla como plataforma. Además, y ello es lógico, las masas populares tenían tal odio y repugnancia al equipo lerrouxista que cualesquiera acción iniciada con talento y brío contra él encontraba fuerte resonancia y simpatía entre los trabajadores.
Falange de las J.O.N.S. debió recoger y aprovechar esa situación de ánimo de las masas, sabiendo que la hostilidad contra el Gobierno radical-cedista, dijese lo que dijese el sector más ruin, bobo y cobarde de la burguesía nacional, era lo que menos podía parecerse a un delito de lesa patria.
De las filas marxistas al nacional-sindicalismo
Es bien conocido el hecho. Tanto en Italia como en Alemania, la expansión fascista arrebataba con frecuencia al marxismo buen número de combatientes revolucionarios. Estos descubrían el sentido social verdadero y la emoción nacionalista, profundamente popular, del fascismo. En España, donde desde hace incontable número de años sólo el izquierdismo subversivo y las organizaciones rojas aparecían como las únicas preocupadas o informadas por una inquietud social justiciera, la idea nacional, el patriotismo revolucionario, estaba del todo inédito entre los trabajadores. Esa situación favorecía que cuando dispusiese de una bandera y de una organización eficaz y limpia, se produjesen vacilaciones en un sector más o menos restringido de las filas revolucionarias.
Las J.O.N.S., en su primera época, anterior a la unificación con Falange, percibieron con optimismo cómo ese fenómeno era una esperanza real. Grupos de antiguos revolucionarios rojos se unieron a las tareas jonsistas. Todo el mundo en España asignaba al movimiento fascista como una de sus mejores perspectivas la posibilidad de nacionalizar un determinado sector obrero, desgajándolo de las organizaciones rojas. Esa tenía que ser, efectivamente, una de sus justificaciones. La forma en que nació Falange Española y su adscripción —en el sentir de las masas— a rutas de poquísima garantía popular, dificultó, por desgracia, esa meta espléndida.
La revolución de octubre era de suponer que actualizase de nuevo ese fenómeno. Tanto las enseñanzas que se podían deducir de los sucesos, como la claridad con que éstos hicieron que se dibujase en el horizonte politico-social, junto a la catástrofe marxista, la inanidad e hipocresía de las formas demoliberales, deberían producir en gran número de luchadores honrados una decisión favorable a la bandera nacional-sindicalista del fascismo.
Las esperanzas resultaron fallidas. Sólo grupos aislados procedentes del comunismo hicieron su aparición. Esto ocurrió en Sevilla, un poco en Asturias y también en la región gallega, tratándose, en general, de muy buenos militantes. Su presencia entusiasta, a pesar de la ruta impropia y tímida que cada día era más visible en el Partido, revela las enormes posibilidades que en esa dirección encontraría una auténtica actitud nacional-sindicalista.
Redacción de una hoja programática. Los veintisiete puntos
En octubre de 1934 no había publicado aún el Partido ningún documento de propaganda en el que se reflejasen sus aspiraciones programáticas centrales. Era, evidentemente, útil redactar, en estilo directo y accesible a la comprensión de las grandes masas, una hoja de ese carácter.
Realizar ese propósito a fines de octubre era oportuno y no lo era. Lo primero, si se hacía con vistas a acelerar la propaganda del momento, la coyuntura de la post-revolución. Lo segundo, si, como tenía que ocurrir, la hoja aspiraba a una validez más amplia, para todo el futuro de la organización, pues ello suponía desvincularse de la hora especial de España y de sus problemas inmediatos.
La hoja-programa fue elaborada por la Junta política en la primera decena de noviembre. Contiene 27 puntos, considerados desde entonces por los militantes como su evangelio político. Hizo su primera redacción Ramiro Ledesma, que presidía aquel organismo, y modificada luego por Primo de Rivera en el sentido de hacer más abstractas las expresiones y de dulcificar, desradicalizar, algunos de los puntos.
La hoja quedó así un tanto desvaída, llena de preocupaciones académicas, menos apta para interesar a las grandes muchedumbres de la ciudad y del campo.
Giménez Caballero, que, como miembro de la Junta política, asistía a las reuniones preparatorias para la redacción de ese documento, protestaba con viveza de la inoportunidad de dedicarle jornadas interminables. Su gran sentido de la realidad —a pesar de tratarse de un escritor, de un teórico— le hacía percibir el absurdo de que horas tan gravísimas e históricamente decisivas para España como aquéllas las pasasen los organismos superiores del Partido discutiendo cómo serían las corporaciones, qué características le corresponderían, cómo abordaría el Estado nacional-sindicalista el problema de la enseñanza, etc.
Ello era, en efecto, desconsolador, porque constituía la más palpable muestra de estar desconectados y a tremenda lejanía de la realidad nacional de España, de sus inquietudes presentes y de sus afanes. Ello era también la prueba de que renunciaba a intervenir, con éxito o con desgracia, en las posibles luchas de aquellos días y a desvincularse radicalmente de ellas.
Impotencia y debilidad
A los cuatro meses de la revolución de octubre, y también de la jefatura única de Primo de Rivera, el Partido se encontraba en una situación de impotencia y de debilidad que equivalía, francamente, a su inexistencia. Y ello, como hemos visto, después de la ocasión histórica más fecunda que podía soñarse.
Ninguno de los resultados lógicos que era lícito esperar después de los hechos de octubre fue alcanzado. Disminuyó la recluta de nuevos militantes. Disminuyó el censo de los Sindicatos. Disminuyó, en fin, la proyección del movimiento sobre la vida política del país, sobre la realidad política de la calle.
Algunos sectores, procedentes de la derecha, fueron dándose de baja día a día, para ingresar en el Bloque nacional, entidad reaccionaria que creó por entonces Calvo Sotelo. Al frente de ellos, Eliseda, el único diputado que con Primo mantenía en el Parlamento filiación fascista.
Idéntica actitud, en lo que afecta a desentenderse del movimiento, iban adoptando otros grupos, que se marchaban a sus casas o, desilusionados de su fe nacional, buscaban de nuevo contacto con el extremismo rojo.
La descomposición interna iba creciendo, asimismo, de modo angustioso. Nada resultaba posible. Ni Prensa ni trabajo alguno de ninguna índole. Además, como el Partido no había logrado constituir una organización adecuada para la acción y la propaganda ilegal, únicas posibles en aquellos meses de silencio obligado por el rigor del estado de guerra, la inacción absoluta enmohecía y desmoralizaba hasta a los elementos más entusiastas y más firmes.
Primo de Rivera tardó más semanas de las debidas en darse cuenta. Sería quizá injusticia atribuirle toda la responsabilidad por la situación lamentable a que había llegado el Partido, precisamente en la etapa de su mando único y supremo. Pero no es, desde luego, injusto atribuirle una gran parte. En las páginas anteriores ya aparecen dibujados sus errores en cuanto a la acción y la política desarrollada, con motivo de los sucesos de octubre. Hay otros, de calidad distinta, que influyeron, asimismo, en el decaimiento del Partido, sobre todo en su laxitud interna.
No se olvide que los estatutos adoptados, al hacerse cargo de la jefatura Primo de Rivera, ponían en sus manos todos los poderes de un modo absoluto. Podemos afirmar que no existe partido ni organización alguna en el mundo que posea unos estatutos tan rígidos y que concedan tantas atribuciones al jefe como los de Falange en la época a que aludimos, todavía, al parecer, vigentes.
Pues bien, el jefe que acepta —e incluso impone, puesto que fueron redactados por él y para él— unos estatutos así, parece lógico que asuma toda la responsabilidad, porque los otros miembros u organismos carecían de atribuciones para señalar las rutas diarias del Partido, limitándose, hasta los más altos, como la Junta política, a una significación meramente consultiva.
Ello se complicaba con otra característica de Primo de Rivera: la de una desconfianza, casi enfermiza, hacia sus colaboradores, sobre todo a los que aparecían algo destacados en la organización. Esa desconfianza era propia de su carácter, de su temperamento, pero también, en gran porción, era alimentada por un pequeño grupo, que, no de mala fe, sino por ineptitud y estrechez mental, aconsejaban sus precauciones.
Agonía irremediable. Una reunión de la Junta política
Parecía absurdo asistir con despreocupación a tal estado de cosas. La Falange de las J.O.N.S. marchaba a la deriva, retrocediendo terreno. Sin norte y sin plan, o con el único plan de permanecer, inactiva, en unos cuarteles de invierno interminables.
En tal situación se reunió la Junta política uno de los días finales de diciembre, con asistencia de Primo y de algunos miembros de provincias, entre ellos Onésimo Redondo. Fue una reunión simbólica. Se celebro por la tarde. En el salón hacía un frío enorme, pues el gran edificio de la calle del Marqués de Riscal, 16, llevaba varias semanas sin calefacción. Apenas iniciada la Junta, se hizo de noche, y hubo que encender dos velas, porque también aquella aristocrática mansión se encontraba sin luz eléctrica, cortada días antes por falta de pago a la Compañía. Era, además, uno de los días finales de año, y hasta esa agonía cronológica parecía flotar en la atmósfera de la sala.
Primo reconoció en esa reunión que la situación del Partido era angustiosa, que había entrado en un bache de gran profundidad y peligro. Todos manifestaron sus opiniones y mascullaron débilmente unos problemáticos remedios. Se advertía que la Junta misma, como organismo, estaba también en trance de asfixia. Sus componentes se mostraban allí: unos, con el entusiasmo perdido; otros, dispuestos a esperar con toda paciencia, y el resto, avizorando una posible salvación parcial de aquella impedimenta, que parecía ser el aparato oficial del Partido. Primo de Rivera, a no ser la confesión de gravedad y la leve insinuación de que abandonaría el puesto, no aclaró lo más mínimo el futuro ni propuso consigna alguna «para salir del bache».
La reunión, al objeto de que no adoptase fatalmente un signo cadavérico, derivó a temas alejados del tema central y único, que entonces tenía que ser el suyo. Se habló de esto, de aquello y de lo de más allá. Es decir, de nada. Y a las ocho de la noche se le dio fin, incumplido por todos el deber de proporcionar una solución, aunque quizá con la atenuante de que ese deber era ya casi un hallazgo imposible.
La escisión de los jonsistas
La casualidad hizo que a la salida de la Junta tomasen el mismo rumbo tres de sus miembros: Ledesma, Onésimo Redondo y Sotomayor. Con este último iba, además, uno de los dirigentes sindicales, Mateo, antiguo comunista. Los cuatro se encaminaron al café Fuyma, en la Gran Vía. Y, naturalmente, lo que no se planteo en la Junta, lo fue allí con toda crudeza. Los reunidos eran, como se sabe, jonsistas, a excepción de Mateo, que había ingresado recientemente en el fascismo.
Todos coincidieron en que si no se hacía algo con rapidez para evitar la descomposición total del movimiento, ésta era inevitable. Sotomayor y Mateo informaron acerca de la situación lamentable de los Sindicatos, que en los últimos cuatro meses, en vez de acrecentar la captación de los trabajadores, se habían desnutrido, hasta el punto de que de los 15.000 obreros inscritos en septiembre no quedaban ni 2.000. Afirmaron, asimismo, que los motivos de la enclenquez sindical eran de origen político, procedían de la palidez política del Partido. Y dijeron más, y es que ellos dos venían ya desde hacía algunos días estudiando el medio de alzar la independencia de los Sindicatos, a cuyo efecto habían gestionado algunos medios económicos.
Predominaba entre los reunidos la creencia de que a ellos, como antiguos dirigentes de las J.O.N.S., les correspondía, a la vista de los escollos, declarar caducada su unificación con Falange, quedando libres para reverdecer de nuevo la gloriosa plataforma jonsista. Esa propuesta pareció excelente a Onésimo Redondo, quien afirmó que toda la sección de Valladolid la adoptaría como un solo hombre. Ramiro Ledesma opuso algunos reparos. Manifestó que, en vez de una actitud escisionista, él prefería, por su parte, dimitir todos sus cargos y quedar al margen de la organización, haciendo esto público mediante un manifiesto.
Ledesma creía irresoluble por vías normales la situación a que había llegado el Partido. Estimaba a Primo como víctima, en cierto modo, de los mismos estatutos por él elaborados, y cuya rigidez hacía casi imposible dar cara con eficacia a los problemas que implicaba la revigorización de la Falange jonsista. Esa creencia lo llevó a la escisión acordada con los demás, y que se hizo pública el 14 de enero.
Los propósitos de los escisionistas consistían en asfixiar toda supervivencia reaccionaria y dar a la organización bases nuevas, tanto de funcionamiento, a los efectos interiores, como de índole social-económica, a los efectos de la propaganda.
La escisión tuvo dos aspectos:
Uno, político, que representaban Ramiro Ledesma y los grupos jonsistas que se identificaron con su actitud, en vista de la experiencia de los últimos meses y de la desgraciada coyuntura del Partido al medio año escaso de octubre.
Otro, sindical, de indisciplina de los Sindicatos, que mantenían Sotomayor y Mateo. Este fue a Valencia a influir en aquella sección, y a la vuelta creyó más conveniente para él quedarse con Primo de Rivera, sustituyendo a su compañero en el cargo de dirigente sindical. José Antonio lo acogió con suma alegría, y hasta parece que lo distingue con su confianza, no queriendo saber, quizá, que fue uno de los más activos forjadores de la actitud escisionista de enero. Mateo hizo bien, por otro lado, en apartarse de la labor sindical de Sotomayor, individuo, al parecer, un tanto averiado.
* * *
A consecuencia de la escisión, se produjeron polémicas desagradables, y hasta cierto punto violentísimas, entre ambos grupos. Ledesma y sus camaradas redactaron un semanario, La Patria libre, donde justificaron cumplida y honradamente su actitud nacional-sindicalista. El falangismo personalista de los otros les hizo objeto de ataques, que bordeaban lo calumnioso, lo que puso más al descubierto las diferencias profundas que, realmente, existían entre los dos grupos.
En la publicación del semanario intervinieron con gran eficacia, a más de los dos excelentes camaradas jonsistas de Valladolid, Palma y Bedoya, el grupo que en Madrid seguía más de cerca las orientaciones de Ramiro Ledesma. La polémica trascendió con el mismo sentido violento a la Prensa diaria, mediante cartas e interviús en los periódicos. El Heraldo interviuvó a Ledesma. Y en Informaciones se publicó una conversación con Primo de Rivera, hecha precisamente por un periodista mercenario, ligado a las capas infrasociales de Madrid.
El Partido se dividió profundamente, y de hecho supuso la disgregación, tanto a un lado como a otro, de los mejores militantes que había en sus filas; es decir, de sus fundadores, de sus dirigentes y de quienes, a través de luchas difíciles, habían caminado con la bandera de la organización a cuestas.