Cinco años por lo menos de espera ha costado a Hitler el hecho de haberse visto obligado a elegir para su movimiento político la ruta electoral y parlamentaria. Sobre todo en los últimos meses, ya en la culminación popular que significaban sus millones de adictos, la posición de Hitler era singularmente dramática y difícil. Su situación era la del combatiente que habiendo realizado el hallazgo de una nueva táctica política, de admirable eficacia, se encuentra en la necesidad de utilizar y seguir la táctica del enemigo, que él cree precisamente caduca e inservible.
Pues no se olvide que el espíritu hondo y entrañable del movimiento hitleriano obedece al mismo impulso de violencia y sacrificio que dio origen al fascismo en Italia. Ambos surgieron teniendo ante sí las mismas metas: un enemigo marxista, inteligente y violento, a quien aniquilar; una dignidad y una disciplina que restituir y devolver a las masas. El objetivo primero, la victoria rotunda sobre las organizaciones rojas, ha sido de uno u otro modo alcanzado en los dos países, no sin desplegar y movilizar los más puros resortes del pueblo. El segundo, el logro de una disciplina, la restitución del pueblo a la plenitud de su espíritu nacional, el orgullo de una bandera y de una patria, la justicia de una economía fecunda, etc., etc., esto ha de ser tarea, la batalla diaria desde el Poder, braceando con las dificultades y las limitaciones humanas.
Es cierto que Hitler ha conseguido el Poder sin necesidad de hecho revolucionario alguno. Creer que ello ha de obligarle a ser tan sólo un Gobierno más en la mecánica de la constitución vigente, a abandonar el afán primero de su fuerza, que es dotar a Alemania de un nuevo Estado, antípoda del que elaboraron en Weimar los socialdemócratas, equivale a desconocer la lógica a que obedece ese nuevo tipo de política que Hitler y su partido representan.
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La realidad es que ha obtenido el Poder un partido numeroso y fuerte, en posesión de un manojo de ideas claras y tajantes que le preservan de cualquier linaje de enemigo. Que considera como uno de sus primeros deberes el impedir que retoñe el marxismo en Alemania. Que estima y proclama la licitud de la violencia para hacer frente a las organizaciones antinacionales que surjan. Que no cree en la eficacia del diálogo parlamentario y no le merecen el menor respeto los grupos o partidos políticos a él ajenos. Que está educado en la mística fascista o totalitaria de interpretar por sí los clamores nacionales, sin resquicio alguno para la disidencia, donde suelen cobijarse los ideales disolventes y traidores. Que tiene ante sí un panorama de eficacias económicas de indiscutible ajuste a las angustias sociales de nuestro tiempo. Que posee el culto de su propia fuerza y el optimismo de contar con la colaboración activa de la juventud nacional, etc., etc.
Pensar que un partido así abandonará los mandos en presencia del primer escollo constitucional que se presente revela una candidez y una ceguera radicales. Sólo quien viva —¡todavía!— sumergido en las pobres delicias liberalparlamentarias del ochocientos y esté influido hasta la inconsciencia por la más fofa y canija política que sea dado presenciar en el siglo XX puede lógicamente sostener una opinión así.
Pues hasta tal punto es imposible que el partido nacionalsocialista alemán se desvíe de la ruta imperiosa de construir un nuevo Estado, que no es muy arriesgado sostener la afirmación de que si Hitler no se revela a la altura de una tarea así será sacrificado y substituido con suma facilidad. Pero los cuarenta y cinco años de Hitler, su asombrosa actividad y energía al frente del partido, dotándole día por día, durante doce años, de robustez ideológica y de expansión magnífica entre las masas, hacen que tal sospecha no pueda hoy ni siquiera insinuarse. Lo más probable es, pues, que al frente del Gobierno se sostenga a la misma altura de talento y de vigor que hasta aquí. Y que al igual que Mussolini, sea lo mismo el «jefe» en los tiempos de agitación y de lucha que en los de realización y construcción a la cabeza del Poder.
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Estamos, pues, ante una primera etapa del fascismo alemán: la toma del Poder. Sin que se pueda olvidar por tanto ese carácter de comienzo, de iniciación revolucionaria que este hecho supone. Alemania se desprende de una política, despeja un enemigo y penetra con denuedo en el orbe de esa nueva política que se revela en la postguerra con el fascismo italiano. Y ahora ha de costarle sin duda años de esfuerzo tenso el acomodar a ese propósito todos los sectores de la vida nacional. Cosa no exenta de peligros tremendos. Pues no se trata de menos que de sustituir en la mente y en el corazón de millones de alemanes el gran número de ilusiones, de tendencias y de rutas que el partido hoy triunfante no tardará en declarar vedadas, con prohibición muy difícil de esquivarse.
Esta y no otra es la interpretación y la significación del triunfo de Hitler en Alemania. Un hecho revolucionario inicial. No desvirtúa esta realidad el que otros elementos, ajenos a la ortodoxia nacionalsocialista, colaboren en su Gobierno. El destino futuro de los sectores sociales afectos a Hugenberg, a von Papen y a otros núcleos que se adhieran a esta política es el de ser inmediatamente controlados por la tendencia genuina de Hitler, que es la más fuerte y dotada de realidad nacional. O en otro caso serán fatalmente eliminados. Pudiéramos estar en este aspecto ante un proceso análogo al del primer año de régimen fascista en Italia. También Mussolini admitió y buscó para su primer Gobierno la colaboración de otros grupos afines. De ellos, el populista católico del abate Sturzo fue después eliminado por no asimilar en el grado necesario la significación de la revolución fascista. Otros, en cambio, se fundieron en el fascismo proporcionando incluso altos jerarcas al régimen.
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Amplias batallas políticas y grandes pruebas de energía esperan, pues, al nuevo régimen que ahora se inicia en Alemania. El marxismo es todavía allí poderoso. Su organización, especialmente la del sector comunista, es formidable y casi intacta, y como comprende que la consolidación nacionalsocialista es un decreto de aniquilamiento inexorable para él, es de suponer que muy en breve desarrolle la máxima violencia.
Por esta causa los próximos meses van a ser durísimos. Pero los pueblos se salvan en la lucha y por la lucha. Basta que los ideales estén en pie, con pechos generosos y calientes a su servicio. Lo depresivo y triste es ese otro espectáculo de yermo, presenciando la fácil victoria de los enemigos sobre la arriada bandera de la verdad y del honor nacionales. Que era el espectáculo de la Alemania de 1921, cuando Hitler llamó al pueblo y le dio la consigna de rescatar y recobrar el derecho a formar en unas filas de guerra. Para desalojar al marxismo que destruía a su país. Y para conseguir un hogar con pan. El honor de ser alemán y la satisfacción ineludible y primitiva de comer. Esta frase última es el secreto, todo el secreto, del triunfo de Hitler y de su partido. Hoy, y sin duda mañana, dueño de los destinos de Alemania.
(«Informaciones», Madrid, año XII, nº 3404, 10 - febrero – 1933, p. 1)