Distingue a cada época una peculiar concepción del mundo, que es la clave de todas las valoraciones que en ella se hagan. El hombre exalta hoy lo que ayer despreciaron sus abuelos, y viceversa. Esto, que pudiera achacarse a la frívola caducidad de los valores, a relativismo ético y político, es, sin embargo, la raíz misma de la Historia, donde se denuncia y aparece la objetividad y continuidad de la Historia.

Con gran frecuencia se oyen hoy largos plañidos en honor y honra del individuo, categoría política que se escapa sin remedio. Un ligero análisis de la nueva política surgida en la postguerra señala el hecho notorio de que se ha despojado al individuo de la significación e importancia política de que antes disponía. El fenómeno es de tal rango, que encierra el secreto de las rutas políticas nuevas, y quien no logre comprenderlo con integridad se condena a ser un espectador ciego de las hazañas de esta época. Resulta que un día el mundo ha descubierto que todas sus instituciones políticas adolecían de un vicio radical de ineficacia. Provocaban un divorcio entre la suprema entidad publica -el Estado- y los imperativos sociales y económicos del pueblo. El Estado se había quedado atrás, fiel a unas vigencias anacrónicas, recibiendo sus poderes de fuentes desvitalizadas y ajenas a los tiempos. El Estado liberal era un artilugio concebido para realizar fines particulares, de individuo. Su aspiración más perfecta era no servir de estorbo, dejar que el individuo, el burgués, atrapase la felicidad egoísta de su persona.

El Estado demoliberal aseguró al burgués cuantas garantías necesitaba para que nadie obstaculizara sus fines. Como respuesta, aparecieron las turbias concepciones socializantes, marxistas, en las que hoy comenzamos a ver con claridad cómo permanecen fieles a los valores burgueses que aparentemente combatían. Las bases que informan el fondo cultural y humano del socialismo son burguesas. El socialismo no es más que el afán de que se conviertan en burgueses todos los ciudadanos. Depende, pues, de la civilización burguesa y reconoce su superioridad, sin que aporte a ella ni un solo valor original y nuevo.

Pero la economía burguesa ha creado ella misma la degeneración y la ruina de la burguesía. Las exigencias de la producción situaron ante los pueblos un valor nuevo: la solidaridad creadora. Los hombres descubrieron que junto a los «fines de individuo», que la civilización burguesa exalta, están los «fines de pueblo» los fines colectivos, superindividuales, antiburgueses, cuya justificación no es reconocida por el Estado de tipo liberal burgués. El socialismo teórico -y el práctico, de acción, hasta la Revolución rusa- no logró salir del orbe de los «fines del individuo», y su anticapitalismo está basado en el deseo de que el Estado socialista garantice a «cada uno» la realización de sus fines.

Así, el socialismo -en contra de toda la terminología que utiliza- es individualista, burgués y permanece anclado en el mundo viejo.

Hoy triunfa en los pueblos la creencia de que la verdadera grandeza humana consiste en la realización de «fines colectivos superindividuales». El problema que debe ocupar los primeros planos no es el de plantearse: ¿qué puedo hacer?, sino el de ¿qué puedo hacer con los demás? He aquí la verdadera etapa postliberal, antiburguesa, que hoy corresponde propagar al radicalismo político.

En el hombre cabe distinguir con toda claridad la coexistencia de dos focos o fuentes de acción. Uno es su yo irreductible, su conciencia individualizadísima, su sentirse como «algo» frente al mundo, que está afirmándose ante lo que no es él. A lo que en el hombre hay de esto, a su orbe anticivil, adscribía el Estado liberal, la civilización burguesa, los derechos políticos. El hombre poseía, pues, derechos políticos por lo que tenía de antisocial y negador de la política. Los derechos políticos eran capacidad de disidencia, equivalían a reconocer al hombre derecho a negar el Estado.

Pero el hombre no es sólo un «yo individual, una conciencia irreductible», sino algo que posee capacidad de convivencia, un animal político, que decían los griegos. Eso que el hombre es además de «conciencia irreductible» lo es gracias al hecho de existir en un Estado. Si no formase en un Estado, si no conviviera con los demás, si no reconociera un Estado y unos «fines de Estado» que realizar en común, en unión de los otros, a nadie se le ocurriría adscribirle derechos políticos. Es, pues, el Estado quien hace posible la existencia de esos derechos. Sin él no existirían, y mal, por tanto, podría reclamarlos ser alguno.

El liberalismo se basaba, como vemos, en el craso error de reconocer derechos políticos a lo que en el hombre hay de antipolítico. Los nuevos Estados que hoy nacen y triunfan -Rusia, Italia, Alemania- son antiliberales. En ellos se le reconocen al hombre derechos políticos por lo que en él hay de capacidad de convivencia, de cooperador a los fines del Estado. Por eso no hay derecho a la disidencia, o sea, a la libertad frente al Estado. Que es entidad colectiva. Fin último.

Hay, desde luego, hoy una necesidad, y es la de romper las limitaciones burguesas individualistas, destruir sus finalidades e instaurar otras nuevas. A ello colaboran con magnífica eficacia las rutas económicas y las apetencias de grandeza que se despiertan en algunos pueblos. Es un hecho real, ineludible, la producción en serie. Y a la vez el afán europeo de uniformarse de formar en unas filas y hundirse en ellas anónimamente. Estos dos hechos aclaran gran parte de las inquietudes políticas de ahora.

Distingue al burgués el afán de distinguirse. Su odio o indiferencia ante los uniformes ha sido hasta aquí mal interpretado. Se le creía surgido de una tendencia a no destacarse, a vivir en ignorada oscuridad. Nada de ello es cierto. El traje burgués es precisamente el que deja más ancho campo al capricho individual. Su aparente sencillez da, sin embargo, lugar a que exhiba una serie numerosísima de peculiaridades. Ahora bien, el burgués se conforma con distinciones mediocres: la sortija, la corbata, las pieles, el calcetín de seda. No en balde las destaca frente a otros burgueses para diferenciarse de ellos y provocar su envidia, o bien frente al proletario, a quien desprecia con odio de clase. El uniforme es prenda antiindividualista, antiburguesa, y debemos celebrar su nuevo triunfo. La producción en serie favorece esa tendencia a uniformarse que aparece en la nueva Europa. Quizá más que el burgués sea la burguesa quien concentra más puramente ese género de fidelidad a la era individualista. La producción en serie es para la mujer del burgués una cosa absurda que la condena a vestir igual que la vecina de en frente. Ella desearía unos abalorios especiales, producidos exclusivamente para su uso, pero la economía de nuestro tiempo no tolera ese género de satisfacciones...

La rota de la burguesía va también enlazada al descubrimiento de que no le preocupan ni le importan las auténticas grandezas nacionales. Prescinde fácilmente de ellas y se dedica a labrar su propio e individual destino. Carece de virtudes heroicas, de optimismo vital, y ello le impide dedicaciones grandiosas.

Valores y productos burgueses son, por ejemplo, los siguientes:

 

Pacifismo.

Humanitarismo.

Individualismo.

Seguridad.

Liberalismo.

Indisciplina.

Arbitrariedad.

Despotismo.

Tiranía.

Explotación.

 

Teóricamente no ha sido aún superada la civilización burguesa. Pero de hecho, sí. Lenin, contra la opinión socializante del mundo entero, imprimió al triunfo bolchevique un sentido antiburgués y antiliberal. Mussolini en Italia hizo algo superior logrando que un pueblo que en la gran guerra dio muestras de cobardía y de vileza adore hoy la bayoneta y los «fines de imperio». Algo disciplinado y heroico. De lucha y de guerra. Adolfo Hitler sigue la misma ruta. Hay que decir con alegría y esperanza, como paso a las victorias que se avecinan: el individuo ha muerto.

* Escrito por Ramiro bajo el pseudónimo «Roberto Lanzas»

(«JONS», n. 5, 1933)