JONS (Número 5)

Distingue a cada época una peculiar concepción del mundo, que es la clave de todas las valoraciones que en ella se hagan. El hombre exalta hoy lo que ayer despreciaron sus abuelos, y viceversa. Esto, que pudiera achacarse a la frívola caducidad de los valores, a relativismo ético y político, es, sin embargo, la raíz misma de la Historia, donde se denuncia y aparece la objetividad y continuidad de la Historia.

Con gran frecuencia se oyen hoy largos plañidos en honor y honra del individuo, categoría política que se escapa sin remedio. Un ligero análisis de la nueva política surgida en la postguerra señala el hecho notorio de que se ha despojado al individuo de la significación e importancia política de que antes disponía. El fenómeno es de tal rango, que encierra el secreto de las rutas políticas nuevas, y quien no logre comprenderlo con integridad se condena a ser un espectador ciego de las hazañas de esta época. Resulta que un día el mundo ha descubierto que todas sus instituciones políticas adolecían de un vicio radical de ineficacia. Provocaban un divorcio entre la suprema entidad publica -el Estado- y los imperativos sociales y económicos del pueblo. El Estado se había quedado atrás, fiel a unas vigencias anacrónicas, recibiendo sus poderes de fuentes desvitalizadas y ajenas a los tiempos. El Estado liberal era un artilugio concebido para realizar fines particulares, de individuo. Su aspiración más perfecta era no servir de estorbo, dejar que el individuo, el burgués, atrapase la felicidad egoísta de su persona.

El Estado demoliberal aseguró al burgués cuantas garantías necesitaba para que nadie obstaculizara sus fines. Como respuesta, aparecieron las turbias concepciones socializantes, marxistas, en las que hoy comenzamos a ver con claridad cómo permanecen fieles a los valores burgueses que aparentemente combatían. Las bases que informan el fondo cultural y humano del socialismo son burguesas. El socialismo no es más que el afán de que se conviertan en burgueses todos los ciudadanos. Depende, pues, de la civilización burguesa y reconoce su superioridad, sin que aporte a ella ni un solo valor original y nuevo.

Pero la economía burguesa ha creado ella misma la degeneración y la ruina de la burguesía. Las exigencias de la producción situaron ante los pueblos un valor nuevo: la solidaridad creadora. Los hombres descubrieron que junto a los «fines de individuo», que la civilización burguesa exalta, están los «fines de pueblo» los fines colectivos, superindividuales, antiburgueses, cuya justificación no es reconocida por el Estado de tipo liberal burgués. El socialismo teórico -y el práctico, de acción, hasta la Revolución rusa- no logró salir del orbe de los «fines del individuo», y su anticapitalismo está basado en el deseo de que el Estado socialista garantice a «cada uno» la realización de sus fines.

Así, el socialismo -en contra de toda la terminología que utiliza- es individualista, burgués y permanece anclado en el mundo viejo.

Hoy triunfa en los pueblos la creencia de que la verdadera grandeza humana consiste en la realización de «fines colectivos superindividuales». El problema que debe ocupar los primeros planos no es el de plantearse: ¿qué puedo hacer?, sino el de ¿qué puedo hacer con los demás? He aquí la verdadera etapa postliberal, antiburguesa, que hoy corresponde propagar al radicalismo político.

En el hombre cabe distinguir con toda claridad la coexistencia de dos focos o fuentes de acción. Uno es su yo irreductible, su conciencia individualizadísima, su sentirse como «algo» frente al mundo, que está afirmándose ante lo que no es él. A lo que en el hombre hay de esto, a su orbe anticivil, adscribía el Estado liberal, la civilización burguesa, los derechos políticos. El hombre poseía, pues, derechos políticos por lo que tenía de antisocial y negador de la política. Los derechos políticos eran capacidad de disidencia, equivalían a reconocer al hombre derecho a negar el Estado.

Pero el hombre no es sólo un «yo individual, una conciencia irreductible», sino algo que posee capacidad de convivencia, un animal político, que decían los griegos. Eso que el hombre es además de «conciencia irreductible» lo es gracias al hecho de existir en un Estado. Si no formase en un Estado, si no conviviera con los demás, si no reconociera un Estado y unos «fines de Estado» que realizar en común, en unión de los otros, a nadie se le ocurriría adscribirle derechos políticos. Es, pues, el Estado quien hace posible la existencia de esos derechos. Sin él no existirían, y mal, por tanto, podría reclamarlos ser alguno.

El liberalismo se basaba, como vemos, en el craso error de reconocer derechos políticos a lo que en el hombre hay de antipolítico. Los nuevos Estados que hoy nacen y triunfan -Rusia, Italia, Alemania- son antiliberales. En ellos se le reconocen al hombre derechos políticos por lo que en él hay de capacidad de convivencia, de cooperador a los fines del Estado. Por eso no hay derecho a la disidencia, o sea, a la libertad frente al Estado. Que es entidad colectiva. Fin último.

Hay, desde luego, hoy una necesidad, y es la de romper las limitaciones burguesas individualistas, destruir sus finalidades e instaurar otras nuevas. A ello colaboran con magnífica eficacia las rutas económicas y las apetencias de grandeza que se despiertan en algunos pueblos. Es un hecho real, ineludible, la producción en serie. Y a la vez el afán europeo de uniformarse de formar en unas filas y hundirse en ellas anónimamente. Estos dos hechos aclaran gran parte de las inquietudes políticas de ahora.

Distingue al burgués el afán de distinguirse. Su odio o indiferencia ante los uniformes ha sido hasta aquí mal interpretado. Se le creía surgido de una tendencia a no destacarse, a vivir en ignorada oscuridad. Nada de ello es cierto. El traje burgués es precisamente el que deja más ancho campo al capricho individual. Su aparente sencillez da, sin embargo, lugar a que exhiba una serie numerosísima de peculiaridades. Ahora bien, el burgués se conforma con distinciones mediocres: la sortija, la corbata, las pieles, el calcetín de seda. No en balde las destaca frente a otros burgueses para diferenciarse de ellos y provocar su envidia, o bien frente al proletario, a quien desprecia con odio de clase. El uniforme es prenda antiindividualista, antiburguesa, y debemos celebrar su nuevo triunfo. La producción en serie favorece esa tendencia a uniformarse que aparece en la nueva Europa. Quizá más que el burgués sea la burguesa quien concentra más puramente ese género de fidelidad a la era individualista. La producción en serie es para la mujer del burgués una cosa absurda que la condena a vestir igual que la vecina de en frente. Ella desearía unos abalorios especiales, producidos exclusivamente para su uso, pero la economía de nuestro tiempo no tolera ese género de satisfacciones...

La rota de la burguesía va también enlazada al descubrimiento de que no le preocupan ni le importan las auténticas grandezas nacionales. Prescinde fácilmente de ellas y se dedica a labrar su propio e individual destino. Carece de virtudes heroicas, de optimismo vital, y ello le impide dedicaciones grandiosas.

Valores y productos burgueses son, por ejemplo, los siguientes:

 

Pacifismo.

Humanitarismo.

Individualismo.

Seguridad.

Liberalismo.

Indisciplina.

Arbitrariedad.

Despotismo.

Tiranía.

Explotación.

 

Teóricamente no ha sido aún superada la civilización burguesa. Pero de hecho, sí. Lenin, contra la opinión socializante del mundo entero, imprimió al triunfo bolchevique un sentido antiburgués y antiliberal. Mussolini en Italia hizo algo superior logrando que un pueblo que en la gran guerra dio muestras de cobardía y de vileza adore hoy la bayoneta y los «fines de imperio». Algo disciplinado y heroico. De lucha y de guerra. Adolfo Hitler sigue la misma ruta. Hay que decir con alegría y esperanza, como paso a las victorias que se avecinan: el individuo ha muerto.

* Escrito por Ramiro bajo el pseudónimo «Roberto Lanzas»

(«JONS», n. 5, 1933)

Circular para el Partido

Camaradas:

 

Desde el primer día, las JONS han justificado siempre su actitud con arreglo a su teoría española, popular y revolucionaria. Nunca el Partido ha adoptado una posición que se le pudiera imputar como arbitraria y caprichosa. Pues hay ya pruebas hondas de que las JONS orientan y significan la verdad española, que hasta aquí se le había escamoteado traidora y criminalmente a los sectores más fieles ligados con la dignidad y la grandeza de España. Hemos conseguido poner en marcha una organización, sistematizar una doctrina, situar en los españoles jóvenes un aliento creador y una confianza ciega en el próximo futuro de la Patria. Y, sobre todo, la posibilidad de incorporar a las líneas nacionales, arrancándolos de la ciénaga marxista, amplios núcleos de trabajadores revolucionarios. Pues además de estar las Juntas vinculadas a un propósito emocional, el de crear, conservar y robustecer nuestra propia Patria, aparecemos también con el magno compromiso de salvar económica y socialmente las dificultades tremendas que hoy padecen y sufren los españoles. Ahí está nuestro rótulo: somos sindicalistas nacionales, ofrecemos a España la seguridad de una economía creadora, justa, sin lucha de clases ni marxismo, pero con raíz y eficacia populares, al servicio de la categoría esencial de España, tras de su fuerza, su riqueza y su esplendor, que representa el pan, la alegría y el optimismo de los españoles.

Las JONS se han nutrido al nacer de angustias auténticas, afanosas de encontrar para las juventudes que anunciaban su presencia una ruta de honor y de triunfo. La gente, los periódicos y los enemigos han dicho que hacíamos fascismo, que éramos fascistas. Ni un minuto siquiera han pensado las «Juntas» oponerse a esos calificativos, a esas denominaciones. Admiramos todos la gran revolución fascista de Italia, coincidimos en las líneas generales sobre las que se está constituyendo y elaborando en Italia un Estado fascista. Y si en efecto, nosotros aquí, interpretando un momento difícil de España, en que las fuerzas políticas de derecha, izquierda y centro aparecen desnutridas de valores españoles, huecas e inservibles, y en que andan libres y sueltas por las calles bandas criminales de marxistas imponiendo su rencor y su saña bárbara; si en un momento así, repetimos, las JONS significaban la eficacia política frente a los rojos, de igual manera que los fascistas en Italia, nos honraba muchísimo esa denominación de fascistas.

Nunca, desde luego, hemos reclamado ese nombre para que se aplicase a nuestros militantes. Pero mientras las JONS iniciaron en las Universidades y en algunos centros marxistas actos violentos de presencia que motivaron aquel famoso susto o queja de los diputados socialistas ante el entonces ministro Casares, y las persecuciones con motivo del complot policiaco de julio a raíz del asalto a las oficinas de los Amigos de Rusia -hecho atribuido a un grupo de jonsistas-, había por ahí unos supuestos fascistas que desde la clandestinidad lanzaban hojillas candorosas anunciando que se organizaba a toda prisa un «fascio español», es decir, una sección española del fascismo italiano.

En el teatro de la Comedia se celebró días pasados un mitin que se enlaza, al parecer, con aquellas propagandas. Hemos de orientar, pues, a nuestros camaradas del Partido frente a esa nueva disciplina política que surge. Y para ello nos referiremos al discurso de Primo de Rivera, que se mostró en él como su dirigente mas destacado.

Las JONS han sido hasta aquí escépticas de un movimiento que parecía vinculado de manera excesiva a normas, consignas y ritos extranjeros. Bien es verdad que no existían documentos, hechos o propagandas responsables sobre los que ejercer la crítica seriamente. No podía saberse ni adivinarse a qué propósitos se ceñía aquel F.E. (fascismo español), sobre el que nos mostrábamos recelosos, desconfiados y vigilantes.

Ahora tenemos ya un discurso y una bandera en alto, pronunciado aquél y esgrimida ésta por José Antonio Primo de Rivera. Como habrá de seguirles una organización y una disciplina, nos resulta obligado calificar y enjuiciar ambas cosas.

Nosotros nos sabemos iniciadores en España de una actitud nacional y sindicalista, forjadores hasta de un lenguaje y de unos mitos para propagar entre las masas la conquista revolucionaria de la Patria. Nos hemos rodeado de unos símbolos históricos españoles y sin aprenderlo en parte alguna comenzamos a crear justificación teórica a la violencia, que desde el primer día aconsejábamos a nuestros camaradas como táctica y necesidad. EL DISCURSO DE PRIMO DE RIVERA RECOGE DE NUESTRAS COSAS TODO LO QUE EL PUEDE Y HACE BIEN EN RECOGER. En varios lugares del mismo aparecen las consignas jonsistas y nos felicitamos de ello, porque nada hay que decir sobre la forma irreprochable, nacional y honrada con que lo hizo.

La declaración que nos urge y que han de tener en cuenta todos los camaradas de las JONS es que, sin embargo, no podemos adherirnos a la bandera del marqués de Estella, aunque le declaramos persona grata, magnifica y valiosa. Hemos nacido para batallas diferentes a las que él sin duda se va a ver obligado a librar. Vamos mucho más allá y en direcciones que quizá a el y a sus amigos les estén vedadas. Somos mucho más exigentes en la acción, en el ataque y en el fervor nacional-sindicalista.

De todas maneras, terreno y conquistas que logre y efectúe Primo de Rivera las consideraremos de algún modo nuestras, pero sin separar los ojos de los magnos y solemnes compromisos que son el eje fundamental de las JONS: movilizar las juventudes nacionales, ser implacables y severas con las decrepitudes del capitalismo antinacional, liberando de su yugo a todos los trabajadores de España. Pues nos hemos propuesto incorporar a nuestras líneas zonas extensas de españoles que unan su peligro, su infelicidad y su angustia al peligro, infelicidad y angustia de España. De esa multitud española angustiada obtendremos los concursos violentos que precisamos y también la garantía de que nuestra ruta es ruta de masas, hecha para victorias populares y difíciles. Pues es otra declaración que las JONS hacen sobre el mitin y el discurso que comentamos: actitudes como la adoptada por Primo de Rivera son voraces de hechos, se alimentan y nutren de hechos. Si no se atrapan y consiguen los hechos necesarios, la posición se vuelve fláccida y canija.

Las JONS permanecerán vigilantes en presencia de la nueva organización. Tenemos raíces firmes y grandes afanes por continuar nuestro camino. La juventud nacional es nuestra obra, y nuestra mayor o menor capacidad de aliento y de coraje, algunas veces demostrada, nos sostendrá en pie. El futuro de España, el futuro nuestro y el futuro de lo que ahora surge, señalará e impondrá a todos la actitud que corresponda.

¡VIVA EL SINDICALISMO NACIONAL DE LAS JONS!
¡VIVA LA JUVENTUD ESPAÑOLA!
¡VIVA LA REVOLUCIÓN JONSISTA!

Madrid, octubre.

(«JONS» n. 5, 1933)

La unidad. El marxismo. La revolución parlamentaria. El agrarismo. El nuevo Estado. La posición jonsista

 

Por mucho que eleven los partidos su puntería en las propagandas electorales, se les escapará íntegro el drama actual de España. Muchos creemos que el carácter y la magnitud de este drama van a exigir de los españoles algún mayor y más intenso servicio que el depositar una papeleta en las urnas. Las movilizaciones electorales pueden, sí, alcanzar cierta eficacia para discriminar y resolver cosas menores que aludan a problemas cuotidianos y fáciles. Sólo si aparecen polarizadas con vigor dos rutas, y a título excepcional, puede conseguirse solventarlas electoralmente. Perciben entonces las masas de un modo sencillo la significación esencial, histórica, de ambas rutas. Pero hoy, en España, no hay planteadas cuestiones sencillas, sino muy complejas, y no puede resolverlas cualquiera, sino algunos; no los más, por el hecho de serlo, sino los menos, de un modo disciplinado, heroico y casi genial.

Nadie piense en reconstituir la unidad española con votaciones espléndidas y nutridas. El esfuerzo de voluntad y coraje que se precisan no lo sembrarán nunca en las gentes las propagandas electorales. El problema de la unidad nacional se enlaza con otras urgencias españolas, y todas ellas convergen en la obligatoriedad de plantearse el problema esencial del Estado, es decir, el de su derrocación y conquista. Por donde quiera que en España se aborde alguna de las enormes dificultades hoy existentes, se tropieza uno con esa necesidad revolucionaria, con ese tipo de intervención apremiante e imperiosa.

Pues en una época como la actual, en que es imposible a pueblo alguno regular y disciplinar su marcha si no dispone de un Estado eficaz, creador y fecundo, aquí en España el Estado parece construido para alimentar y vigorizar las secesiones. He aquí su carácter más grave, perturbador y doloroso. Es un Estado con capacidad de destrucción y aniquilamiento.

Ahí está, pues, la unidad española, inasible como consigna electoral de cualquier candidatura. Mostrarse hoy en España partidario de la unidad nacional equivale a mostrarse disconforme con el Estado, es decir, es una calidad revolucionaria. Y muy pocas veces acontece que el hacer la revolución sea una consigna electoral. La excepción universal y única todos la tenemos en España, bien y cercana. Fue la revolución electoral de abril, fenómeno que sólo podrá explicarse en la Historia como una revolución excesivamente madura, no realizada a su tiempo por la notoria cobardía de sus intérpretes.

La unidad española la defienden sólo algunos partidos, y ello con timideces y vacilaciones. Pues como hemos dicho antes, es una aspiración que sólo cabe y es posible en partidos revolucionarios. Los separatismos tienen su mejor guarida en la vigencia constitucional, y además, según bien reciente manifestación uniformada en Cataluña, se preparan con vistas a defensas más duras y eficaces.

El español que se acongoje en presencia de los separatismos traidores pasará en balde sus ojos por las candidaturas que se le ofrezcan estos días. Si quiere incorporar un esfuerzo, unirse con calor a una eficacia, tendrá que apartar su atención de las colas de votantes. La ofensiva armada contra los separatismos va a ser la primera gran prueba a que los españoles tienen que someter su capacidad para sostener sobre los hombros una Patria. Pues si en España triunfan y son posibles los separatismos, es que ha dejado de existir, de muerte natural y vergonzosa, sin catástrofes, sin lucha, justificación ni sepultura, con el cadáver al aire, para que lo escarnezcan los canes europeos, forjadores de nuestro deshonor y nuestra ruina.

Sostenemos, pues, que la unidad española no puede ser litigada ni discutida en los comicios. Ya lo entienden así los partidos y desde luego no se atreverá ninguno a ofrecerla a cambio de votos. Hay, en cambio, muy extendida por ahí una consigna electoral, el antimarxismo, sobre la que urge mucho aclarar sus calidades.

El marxismo es, en efecto, batido con eficacia y entusiasmo en todas partes. Pero aquí se pretende hacerlo al revés, ignorando lo que el marxismo significa, cuáles son sus defensas más firmes, dónde aparece encastillado y acampado. Las filas marxistas se nutren de masas azuzadas en su gran mayoría por el afán de arrebatar y conquistar cosas que otros tienen. Son masas en cierto modo insatisfechas, incómodas, que los dirigentes rojos, polarizan hacia la destrucción y la negación nacional. Quieren salvarse ellas mismas como sea, sin emociones ni complejidades que vayan más allá de sus afanes inmediatos. El antimarxismo electoral que anda por ahí no resuelve el problema de esas masas, y cuando más, su victoria será rápida, aprovechando alguna depresión de las mismas, pero es evidente que aparecerán de nuevo y se reharán de un modo facilísimo.

El marxismo queda aniquilado desvinculando sus organizaciones de esas masas insatisfechas a que nos referimos. Para ello se requiere ganarlas para la emoción nacional de España, demostrándole, violentamente si es preciso, que su insatisfacción, su infelicidad y su peligro terminarán cuando desaparezcan la insatisfacción, la infelicidad y el peligro de España. Esto que decimos lo entienden, por ejemplo, bien en Italia y Alemania, donde el fascismo y el nacionalsocialismo lograron ese tipo de victoria social a que nos estamos refiriendo. Sin ella, el marxismo es inaniquilable o invencible, por más candidaturas y frentes electorales que se formen.

Repitámoslo de un modo tajante y sencillo: la lucha contra el marxismo no puede ser consigna electoral eficaz. Claro que en España tenemos las zonas extensas de la CNT, que no son marxistas, pero a los que sabemos algo de luchas sociales nos resulta imposible asentar sobre ellas ningún optimismo, si no es el de que su carencia de organización robusta haría menos difícil su conquista por nosotros.

Las JONS entienden así su antimarxismo y condenan los procedimientos blandos de los que, sin apoyo ni emoción nacional, luchan contra el marxismo dándole y proporcionándole en rigor nuevas y más firmes posiciones. Sólo desde nuestro campo, sólo desde nuestro sindicalismo nacional, es posible batir y destruir las líneas marxistas, arrebatándole dirigentes revolucionarios y uniendo el destino de los trabajadores al destino firme, real y grandioso de la Patria.

La revisión constitucional, que es meta y público deseo de las derechas, es lo que nosotros denominamos la revolución parlamentaria. Tampoco parece muy posible y hacedera. Pues no están aún destruidas y desmanteladas las columnas emocionales que plantó y edificó la revolución de abril. Parece imposible que retrocedan mansamente, en presencia de la palidez y frialdad de las papeletas electorales. Será más lógica una resistencia ante enemigo tan tenue, y por eso, mientras más densa y arrolladora aparezca la ola electoral contra la vigencia de la Constitución, con más premura, rapidez y urgencia se impone abandonar la táctica de la revolución parlamentaria.

Hay entre las consignas electorales una de radio amplísimo. Es la que se refiere a los campos españoles, a su victoria y a su temple. El agrarismo. Hace ya meses que impresiona a España esa presencia y esa bandera agrarias. Pues todos perciben en los españoles de los campos la posible levadura intrépida que necesita la Patria. El hombre del campo incorpora siempre a sus tareas valores espirituales, entre los que despunta con pureza una magnífica fidelidad al ser de España, al ser de la Patria, que ellos mejor que nadie, en directa relación con la tierra, exaltan y comprenden.

El fracaso o la desviación del movimiento agrario constituiría una catástrofe en esta hora de España. No hay que hacerse muchas ilusiones sobre lo que hoy es, pues el noventa por ciento de sus dirigentes y la ruta por la que éstos lo orientan carecen en absoluto de posibilidades. Todos los caciques mediocres, inmorales y decrépitos de los viejos tiempos aparecen ahí, en fila agraria, y contra ellos hay que conseguir arrebatarles la dirección y la tendencia de la lucha. Esos caciques son los que desarrollan la táctica electoral, aferrándose a ella de un modo exclusivo. Pero la misión de los campos es dar también a España otro linaje de servicios, proporcionarle defensores corajudos y violentos.

No hay ni habrá nuevo Estado, instituciones grandiosas y firmes en España mientras no dejemos esa cuestión teórica que es saber al dedillo cómo va a ser el Estado hasta después de los «hechos» triunfales. Después de jornadas un poco ciegas si se quiere, en las que nadie vea claro si no una cosa, el arrojo y el sacrificio de sus actores, es cuando se plantea y puede plantearse la necesidad «teórica» de salir de los atolladeros, de las dificultades a que la acción, la acción pura, nos lleve. Esa es la posición de las JONS ante las elecciones. No creemos en ellas y menos en su eficacia. Y hay en ellas el peligro de la adormidera nacional del hacerse a una mediocre y no del todo incómoda tranquilidad, con las cabezas sin romper, sí, pero sin Patria, sin tierra noble, sin libertad y sin justicia. ¡Nunca nos resignaremos!

(«JONS», n. 5, 1933)