JONS (Número 11)

Sigue y prosigue victorioso el régimen en Italia, la zona europea donde, por circunstancias del hombre, lugar y tiempo nació el fascismo. Está ya agotada y reseca la fuente polémica contra el fascismo italiano, tan opulenta de jolgorio y de insidias durante la primera época del régimen. Ya no se ataca ni censura de un modo diario al Gobierno de Mussolini, y si está a la vista, de manera permanente, la consigna de «¡Abajo el fascismo!», no aparece ya dirigida y justificada contra Italia, sino contra la nueva actitud revolucionaria mundial, surgida del fascismo, y que amenaza en todos los frentes al predominio bolchevique.

A los doce años de régimen, Italia ofrece ya esa madurez y ese rodar fácil, sin trepidaciones ni peligros, que supone el responder del terreno que se pisa. Es, pues, un magnífico ejemplo de cómo el espíritu y la actitud fascista crean situaciones perdurables, dando batallas a los pavorosos conflictos propios de esta época. Disponen ya en Italia de tradición, de experiencia y de generaciones nuevas a su servicio desde la hora misma en que aprendieron las primeras letras. Todo cuanto pase u ocurra en lo futuro es ya ajeno al orden fascista y no desmiente, por tanto, la más mínima porción de su formidable realidad histórica. Sean incidencias o no, victorias o catástrofes, la solidez del espíritu fascista parece fuera de todo riesgo.

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Los sucesos acontecidos en el seno del régimen hitlerista tienen, desde luego, gravedad y pueden ser causa de los peores peligros. Pero debe advertirse que a la vez que eso representan también el robustecimiento del poder de Hitler, la desaparición y derrota de cuantas personas y tendencias quebrantaban o discutían su autoridad de Jefe. La represión de la conjura de Von Rohem fue durísima y sangrienta, y quizá desde la Revolución francesa no ha conocido el mundo hechos análogos y expresivos de hasta qué punto es implacable una Revolución contra los propios secuaces que después de su victoria suponen para ella un peligro. Con motivo de la represión, la Prensa mundial, y en primera línea la española, emprendió campañas antihitleristas de aparatoso y vergonzoso carácter venal.

La revolución «nazi» de Alemania se hizo en torno a la figura emocional de Hitler, el Führer, y era este hombre, logrando la unanimidad alemana, su factor más primordial y valioso. Todos los jerarcas, organizaciones y masas de la Revolución veían su eje más firme en Hitler, y la expresión de su veneración y adhesión al Führer era permanente en los labios nazis.

En opinión nuestra, disponía, pues, Hitler de autoridad moral suficiente para la labor depuradora a que le obligaron los acontecimientos. Tiene en sus manos el destino de Alemania. Tiene decisión y carácter para arrostrar las más graves responsabilidades. Es quizá el caso más patético que ofrece la Historia en cuanto al número y carácter angustioso de las dificultades que se le atraviesan en el camino. En esas circunstancias, es dramáticamente grotesco el espectáculo de toda la bazofia internacional y encanallada que le combate con armas viles.

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El asesinato de Dollfuss significa un episodio más de esa cinta dramática, supervisada en Versalles, que es la situación económica y política de Austria. Dollfuss es visiblemente a la vez una víctima de las contradicciones monstruosas sobre que se asentaba el poder de su dictadura. Siempre nos habían parecido falsas y exentas en absoluto de razón nacional las bases que servían a Dollfuss y a sus amigos de la Heinncher para contrariar la voluntad del pueblo austríaco.

Resulta que Dollfuss-Stahemberg defendían la independencia de Austria, y la defendían con el concurso de las potencias a las que Austria debe precisamente su ruina y su falta de libertad. Es decir, con la ayuda de Italia, Francia e Inglaterra. Era todo ello un escarnio excesivo, y el asesinato de Dollfuss es por eso, indudablemente, un acto político que en las más profundas capas emocionales y verdaderas de la Historia encontraría alguna atenuante.

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Hay en Inglaterra un movimiento fascista acaudillado por Mosley. No estamos muy seguros de su trascendencia ni de la brillantez de su futuro. Claro que ello nos importa en muy débil manera. Ya es un detalle que surgiendo nada menos que en el Imperio inglés se conforme y viva tranquilo vistiendo camisas negras y llamándose «Unión fascista británica» sin originalidad ninguna, ni añadir nada a la matriz fascista de Italia. Ya es un detalle, repetimos, porque ello demuestra, y nos alegra mucho a los españoles, la situación lamentable en cuanto se refiere a la capacidad creadora de ese imperio inglés a cuyo hundimiento asistiremos con la mejor gana.

Hemos visto en «ABC» una información acerca de este fascismo británico. Que es constitucional, parlamentario, antisubversivo, elegante, palatino y enemigo de la violencia. ¡Ah! Y en dos años o tres de vida no le han disparado los rojos ni un solo tiro.

(«JONS», n. 11, Agosto - 1934)

Nuestra Revista ha sufrido una suspensión de dos meses. Poco o nada hemos de indignarnos, pues por su propio carácter teórico la Revista «JONS» es, en cierto modo, intemporal y sufre bien ese genero de colapsos. Ahora bien, el juicio durísimo y la protesta que hacemos se encaminan hacia la saña tiránica con que el Poder oficial de Samper-Gil Robles persigue a nuestro Partido. Pues sólo un pálido reflejo de ella es la anormalidad que afecta a nuestra publicación.

La Falange jonsista ha sido objeto durante los últimos meses de una sistemática y refinada persecución por parte del Gobierno, que ha suspendido su prensa, ha clausurado sus locales, prohibido en absoluto los mítines de algún relieve y, por último, encarcelado en masa a sus militantes en varias provincias.

Muchos detalles hacían prever, desde luego, que este Gobierno no era el más adecuado para asistir sin indignarse al desarrollo, crecimiento y victoria de nuestras filas. Pues se trata de un equipo residual del rabulismo parlamentario, ciego para toda emoción nacional profunda y con la misma actitud enemiga hacia las juventudes, propia de todos los cupos desahuciados y fétidos.

Molestamos, pues, al Gobierno por nuestro doble carácter de patriotas y de jóvenes luchadores y ardorosos; bien hemos advertido cómo se agudizó la represión gubernamental en los días mismos en que la Falange de las JONS se disponía a incrementar su acción en torno a la realidad insurreccional de Cataluña. Se apretó contra nosotros el cerco policiaco y ahí están, en las cárceles, acusados de inverosímiles delitos, decenas y decenas de camaradas nuestros.

Nos honra, naturalmente, esa persecución a que se nos somete. Se trata de un Gobierno sin pizca de autoridad, sin otro apoyo español que el de la fuerza pública. Sin masa alguna afecta, sin juventudes, con su sola realidad de náufragos agarrados al peñasco despreciable de la CEDA. Causa por eso risa su gesticulación contra todo cuanto aparece provisto de todo lo que a él le falta: ideales jugosos, magníficos, y entusiasmo juvenil por el imperio de ellos. Así, prohibe saludos, concentraciones y la presencia misma de los símbolos disidentes de su política mezquina y fofa.

Y hablamos así contra las disposiciones últimas del Gobierno en relación con el orden público, aun cuando ello beneficie a nuestros enemigos los marxistas. Pues faltaba más que nosotros, la Falange Española de las JONS, congregada y formada a base de objetivos de pelea, aprobásemos como cualquier burgués renacuajo y cobarde que el Gobierno impida las excursiones uniformadas de los rojos. Para luego, naturalmente, perseguir también las nuestras.

Ese será, quizá, el ideal del Gobierno, y en eso le acompañará todo el ancho sector de la burguesía inconsciente y bobalicona: asfixiar la juventud nacional, garantizar una vida sin sobresaltos, evitar las luchas, transigir y correr las cortinas.

Pero nosotros no toleraremos que se corran las cortinas ante la situación de España, como si el drama español fuese una aventura de alcoba.

¡Animo en la represión, camaradas!

Y alerta ante el futuro próximo.

(«JONS», n. 11, Agosto - 1934)

El rostro del problema catalán

Ni ahora ni nunca ha sido el problema catalán confuso ni difícil. La dificultad y la confusión han radicado en las actitudes políticas enclenques desde las que se hacían los juicios.

En Cataluña ocurre y acontece sencillamente esto: unos núcleos más o menos numerosos de catalanes se insolidarizan del destino histórico de España y agrupan sus afanes en torno a un posible destino peculiar y propio de Cataluña. Todos los grupos que funcionan en Cataluña bajo el signo de la autonomía, desde los más radicales e intransigentes hasta los de más moderada tendencia autonomista, aparecen englobados y aludidos en esa misma frase. Les informa el mismo origen de insolidaridad. Plantean su problema no desde el punto de vista de una mayor eficacia y de una mayor grandeza española, del Estado español, sino desde el ángulo propio y reducido de Cataluña, como algo que se le plantea y presenta a España desde fuera.

La actitud y la replica de los españoles

Bien sencillo sería para nosotros indicar la réplica que hubiésemos dado -y desde luego daremos- a ese problema que planteaban los núcleos autonomistas de Cataluña. Pero nos interesa aquí señalar antes las que otros dieron, las que han triunfado en la opinión española durante los últimos años, con anterioridad a la presencia política de la Falange de las JONS.

Apareció en España una tendencia favorable a las pretensiones autonomistas, y ahí está su triunfo en la Constitución de la República y en el Estatuto de Cataluña. Y hubo en lucha con ésa, otra diferente, unitaria, la popularizada en torno a Royo y al «ABC», que representan el unitarismo o centralismo liberal del siglo XIX.

Las consecuencias de la primera están visibles. Son el Estatuto triste y la rebeldía que ahora se inicia. Las de la segunda pueden alcanzar una gravedad aún mayor. Pues se adopta por los sectores menos combativos, que tienen de la política y de la vida nacional un sentido de paz, de respeto y de tolerancia liberal y democrática. Así acontece que su patriotismo unitario se convierte con facilidad en una cobarde y traidora resignación a que esos grupos autonomistas de tendencia disgregadora se alcen con su región y se declaren independientes. Nada harían en ese caso, sino resignarse. Es más, lo piden y solicitan como solución preferente a la del Estatuto. Es la actitud, repetimos que cobarde y traidora, de los que piden «fronteras, fronteras» y casi la del «ABC» en sus titulares famosas: «O hermanos o extranjeros».

¡Absurdo! Monstruoso. ¿Qué doctrina es ésa? Es sencillamente la misma de los separatistas: la del derecho a la autodeterminación de los pueblos.

Aquella opción y aquel dilema son cosa intolerable e imposible. Cataluña es un trozo de España y el derecho a disponer del destino de Cataluña corresponde a los españoles todos. No puede ser suavizada y recortada una afirmación tan justa y evidente como ésa.

La disgregación de la Patria, la pérdida de su unidad, es, pues, algo que no tiene sentido sino como producto de una derrota.

El conflicto originado por la Ley de Cultivos

Naturalmente que lo que nos interesa ahora en esta página es enfrentarnos con la realidad más perentoria que se ofrece hoy a los españoles desde Cataluña.

El origen concreto del conflicto ha sido rebasado por los hechos posteriores y apenas tiene hoy interés alguno. No nos importa nada o muy poco el forcejeo en torno a si Cataluña puede o no legislar sobre esto y aquello. La realidad destacable e ineludible es ahora ésta: el episodio de la Ley de Cultivos. La polémica acerca de si corresponde o no a Cataluña hacer una ley así ha puesto al desnudo la tendencia hacia la rebeldía, hacia la insurrección antiespañola que caracteriza a los autonomistas de Cataluña.

Bien sabemos que la coyuntura elegida por Companys y la Generalidad es en algún aspecto favorable a sus designios. El haberla proporcionado es una de las torpezas y responsabilidades del Gobierno Samper. Además, encajan el momento y los propósitos con la movilización revolucionaria marxista en trance de estallido, con la hora de un Gobierno débil, que se encoge ante las decisiones de violencia, y también con una etapa depresiva del pueblo español, sin caudillos eficaces ni orientaciones de gran temple.

Pero es tan notoriamente obligada la intervención durísima, que es muy difícil que no gane el ánimo incluso de los más pacíficos y tolerantes personajes. Y desarmará asimismo los propósitos que mantienen quienes desde fuera de Cataluña desean ayudar de flanco la operación subversiva, traidora, que allí se fragua.

¡Hay que aplastar la rebeldía!

La subversión que tiende a desencadenarse en Cataluña no es de tipo revolucionario. Es decir, no equivale a la lucha porque en España predomine o triunfe esta política o la otra. Allí no es ésa la cuestión, aunque deseen presentarla así los grupos y partidos que operan hoy en España sin rubor ni vergüenza, de acuerdo con el separatismo catalán. Si allí hay algo que reprimir, no es una subversión revolucionaria contra el Estado, sino cosas todavía más graves: allí hay que reprimir una acción contra España, ni más ni menos que acontecería en una guerra con enemigo extranjero.

Se ventila no una guerra civil, que en ésta, al fin y a la postre, se pugna por apoderarse del timón de la Patria, sino algo peor, que no suele sobrevenir ni aun como consecuencia de desastres guerreros con potencias enemigas: la pérdida de territorio nacional.

En esas condiciones, surgida en Cataluña la declaración separatista, y a eso equivale la burla permanente de Companys y sus ministros hacia el Gobierno español y hacia las leyes españolas, el deber ineludible no puede ser otro que el de aplastar radicalmente la rebeldía.

La patria de los catalanes insolidarios

Toda la propaganda que se hace en Cataluña tiene lugar bajo un signo patriótico, de una patria catalana, claro es. El tono y los fervores con que revisten sus sueños políticos son de un nacionalismo absoluto. Ese es uno de los aspectos que denuncian la imposible conciliación en un plano de armonía con el destino común de España. No hay ni puede haber dos Patrias.

El vocabulario de los agitadores autonomistas y las frases y las imprecaciones con que exaltan o combaten a las gentes están informadas por una fe nacional catalana, por el hecho de reconocer a Cataluña como una Patria. Ahí está un reciente ejemplo de ello: hace breves días, el periódico órgano de Companys, en trance de calificar durísimamente a Cambó, como máximo insulto lo llamaba, quizá con justeza, «hombre sin Patria». He ahí, pues, unos hombres de izquierda, unos correligionarios en su actitud política, de estos otros que también como izquierdas actúan en la política española desligados y desprendidos de toda emoción nacional y de toda invocación profunda a la Patria española: los Azaña, Domingo, Prieto, etc. ¿Se concibe a esta sarta de traidores conceder a esa frase de «hombre sin Patria» categoría imprecatoria contra alguien?

Los auxilios a la rebeldía

Este último detalle descubre el carácter monstruosamente absurdo de que los hombres que dirigen lo que se llama grupos de izquierda amparen y protejan la insolidaridad catalana. Pero si tan cerca están de ellos, si tan identificados se muestran con ellos, ¿cómo no perciben que allí hay aliento patriótico catalán, que alimentan y sostienen unos sentimientos y una emoción política que luego, en el ancho campo nacional de España, aplicada a la majestuosa realidad de la Patria española, niegan y persiguen con furor? ¿Qué traidores impulsos operan en esa política?

Ahí ofrece la actualidad, en efecto, el espectáculo de que reciba Companys por parte de esos grupos alientos para proseguir su rebeldía. Azaña, en su discurso ¡a las juventudes! de su partido, declaró su identificación absoluta con la actitud rebelde, con la actitud separatista. Y Prieto, líder obrero (¡!), socialista, declaró con solemnidad en el Parlamento que las masas del socialismo apoyarían de un modo activo, revolucionario, la subversión de Companys. ¡Magnífico! Ahí está la farsantería adiposa de este indignante Prieto, comprometiendo la sangre obrera de España en un litigio de los «patriotas» catalanes. Ni una sola organización obrera de Cataluña ha hecho llegar a Companys una adhesión y un ofrecimiento de esa índole. Los obreros catalanes, que conocen de cerca el perfil del pleito, están justamente al margen de las pretensiones «burguesas» de los separatistas y hasta de las ventajas económicas a los arrendatarios ricos, que son entre los «rabassaires», dicho sea de paso, los más favorecidos en la famosa ley.

La incapacidad de las derechas

La ineptitud y la debilidad con que el Gobierno Samper ha hecho frente al conflicto son bien conocidas. No tanto la de los grupos derechistas comanditarios del radicalismo lerrouxista. Es nuestro deber denunciarla a los españoles. Las derechas, y nos referimos a Gil Robles y su CEDA, pues el grupo monárquico ha de estar necesariamente desplazado de las influencias decisivas, carecen de la densidad nacional que se requiere para enfrentarse con firmeza con problemas como el que plantea la rebeldía autonomista. No es Gil Robles más nacional que Azaña y por eso, si se ve obligado a exigir del Gobierno una cierta energía, se basa no en que se muestre disconforme con la realidad autonómica, sino porque, según el juego político de los partidos, sus intereses son opuestos a los de la Esquerra. En cambio, se entiende y se entenderá siempre bien con Cambó y su grupo, tan desligados de la ruta española como Companys, si no más.

A nadie puede extrañarle cuanto decimos acerca de estas características de la CEDA. Se construyó este bloque derechista y organizó Gil Robles su triunfo electoral sin la menor apelación a este gran problema de la unidad española en peligro. No invocó para nada, como una necesidad y un compromiso, el conseguir y conquistar la unidad de España.

A eso han llegado los representantes políticos de la mayoría de los católicos españoles: a no ser siquiera una garantía contra las fuerzas que laboran por la disgregación de España. Y eso, después de dos siglos en que han venido diciendo y repitiendo que España debe al catolicismo todo cuanto es y ha sido en la Historia, desde su unidad hasta su imperio y su cultura. Pues ahí están ahora esos currinches parlamentarios de Gil Robles, todos católicos, abandonando en manos del Gobierno Samper la solución del conflicto después de que éste ha dado durante veinticinco días el espectáculo de su encogimiento y debilidad.

Solución única: la nuestra

La unidad de España no puede ser mantenida, sostenida e impuesta sino por aquellos españoles, sean de izquierda, de derecha o de centro, que tienen de España la conciencia de que es una Patria y de que su destino histórico es el mismo que el que esa Patria alcance y tenga. Parece absurdo que esté encomendada la defensa de su unidad a gentes y grupos cuya fe en una robusta existencia nacional es sumamente precaria y a las que no alimenta sin duda en sus avatares políticos otras motivaciones que unos modestos deseos de que España siga rodando por la Historia lo mejor que pueda, unas pasioncejas personales y algún que otro frívolo sedimento de vanidad parlamentaria.

Por fortuna, surgen los incidentes como este de la Ley de Cultivos, porque la realidad es inocultable y asoma su rostro. Van transcurridos veinticinco días y todavía no están del todo enterados el Gobierno y sus apoyos en las Cortes de la verdadera categoría del problema. Semanas de fórmulas, juridicidad e ignorancia del deber que trae consigo el hecho de gobernar a España.

La utilización de la violencia para machacar la rebeldía no es ya una de las posibles soluciones: es la única solución de que dispone el Gobierno. Y ante eso no cabe vacilar. O la aplica o dimite, reconociéndolo así y dejando a otros la tarea de efectuarla.

Pues en este caso concreto a que ha dado origen la Ley de Cultivos, como en todo cuanto se relacione con las pretensiones autonomistas, hay un factor imprescindible, y es el de la autoridad de España. Siempre que esta autoridad sea auténticamente nacional, es decir, que emane de un régimen justo y fuerte y no se proyecte de un modo mostrenco sobre Cataluña, sino de un modo español, allí no hay ni puede haber problema.

Someter a Cataluña a una autoridad española no es tiranizar a Cataluña. Bien sabemos la falsedad y artificio de casi toda la base histórica y teórica sobre que se apoya la insolidaridad de los grupos rebeldes. Pero el pueblo de Cataluña, un gran sector de él por lo menos, está totalmente incontaminado y se sabe tan español como el que más.

Lo único y lo ultimo

Bordea los linderos de la traición o de la imbecilidad abrir en la Historia de España un proceso de disgregación. Después de cuatro siglos de unidad y de ser España la primera unidad nacional de la Edad Moderna. Y, no se olvide, después de varias insurrecciones catalanas vencidas, lo que prueba, si prueba algo en relación con el problema de hoy, que siempre se manifestaron allí grupos de fácil disposición a volverse de espaldas al destino español. Y si en nuestra época esos grupos se ensancharon y crecieron, ello no implica reconocerlo como legítimos, sino, al contrario, implica centuplicar el esfuerzo que pueda necesitarse para su derrota.

La unidad de España es lo único y lo último que nos queda como asidero para reconstruir a España como gran Nación. No es posible abandonar ese asidero último. Antes cualquier catástrofe, porque siempre será de grado inferior a ella.

Esta actitud nuestra no equivale ni mucho menos al centralismo tradicional. Admitimos y pediremos probablemente una serie de reformas que den al Estado español agilidad y eficacia robusta. Pero -y ésa es nuestra palabra- todo ha de hacerse en nombre de una eficacia del Estado, no para satisfacer rencores ni aspiraciones morbosas contra el Estado español. Pero de todo esto hay muy poco que hablar ahora.

En este momento sólo una consigna es lícita y el Gobierno Samper o quien sea puede disponer de nosotros para que tenga efectividad. La consigna es ésta: hay que aplastar la rebeldía.

(«JONS», n. 11, Agosto - 1934)

Hacia las masas

Desde hace muy pocas semanas, y coincidiendo con la etapa represiva a que están hoy sometidos todos los organismos de nuestro movimiento, existe en la Falange de las JONS el propósito firme de incrementar la acción organizadora del Partido en el seno de las masas obreras.

Comunicamos desde aquí a nuestros camaradas que a los efectos de conseguir con rapidez, eficacia y éxito la realización de tales propósitos, el Triunvirato Nacional del Partido ha creado una Secretaría sindical, a sus órdenes directas, dotándola de las orientaciones y normas precisas para que su labor se ajuste en todo momento al interés social de las masas y al interés político, nacional, de la Falange jonsista. Al frente de esta Secretaría aparece Nicasio Alvarez de Sotomayor, auxiliado en sus tareas por un grupo de camaradas de probado entusiasmo y de fuerte preparación y experiencia sindicales.

Se dispone, pues, nuestro Partido a desarrollar un plan para la creación de instituciones que, por su carácter original y por sus propias virtudes de agilidad y de fuerza, logren entre las masas el éxito que apetecemos.

Desde los primeros pasos, cuanto se haga y organice en este sentido obedecerá a una armazón sistemática, cuya finalidad es ofrecer a todos los productores, a todos los grupos económicos, tanto a las masas cuya economía depende hoy de un salario, como al sector de los productores que aparecen al frente de las empresas económicas, un modelo -que será extraestatal, es decir, ajeno al Estado, en nuestro período revolucionario de lucha política por el Poder- de cómo y por qué vías es posible alcanzar una convivencia económica justa entre todos los factores sociales hoy en pugna.

La Secretaría sindical orientará sus primeros trabajos hacia la constitución de Sindicatos de industria, provistos de los mismos fines de mejora y análoga marcha administrativa a los de otras centrales obreras. Es ello necesario, porque nos resulta urgente disponer de entidades de radio suficientemente amplio para cobijar la gran masa de parados y la también muy numerosa de trabajadores descontentos o sin clasificación sindical. Ahora bien, no toda la base obrera propicia a los Sindicatos posee la capacidad o el entusiasmo nacional-sindicalista que requieren las luchas del Partido para fijar e imponer su línea social-económica en relación con las masas.

Y es ante la realidad de esta creencia cuando surgen los nuevos organismos a quienes va a confiarse una tan formidable misión. Esos organismos serán las JUNTAS o consejos deliberativos de obreros, cuerpos actuantes, formados por industrias y con una red local y nacional de JUNTAS que ofrezcan la posibilidad de conseguir un gran prestigio entre las masas y una gran eficacia en su actuación.

No habrá, pues, Sindicato entre los que se organicen por nuestra Secretaría sin que en su seno funcionen JUNTAS obreras, a las que han de corresponder realmente las tareas directivas de los Sindicatos. Vendrán a ser, pues, las Juntas en muchos aspectos, «guerrillas» sindicales, pudiendo desde luego, desarrollarse en forma nutrida y numerosa. Pues nada más ajeno al papel que deben cumplir las Juntas que el de los simples comités de pocos miembros.

La Secretaría sindical, al decidirse por este tipo de organización, adopta las ideas con las que el camarada del Triunvirato Nacional, Ledesma Ramos fundó las JUNTAS DE OFENSIVA NACIONAL-SINDICALISTA (JONS). La palabra JUNTAS significaba en esa denominación del Partido el propósito de estructurarlo a base de unos órganos políticos de lucha así llamados.

Ahora reaparecen sus mismas ideas en el área sindical de la Falange, quizá el sector donde darán más fecundos resultados esos organismos.

Naturalmente, la Secretaría sindical propagará en breve, con la debida sencillez y extensión, los planes a que nos referimos en estas líneas, y es a la vista de esos informes cómo las Secciones de Partido deben disponerse a colaborar en ellos con la máxima eficacia posible.

Tenemos que advertir que todo cuanto organice en este sentido la Secretaría sindical entre los trabajadores asalariados, se ha de corresponder con una organización similar en la otra vertiente social-económica, la zona de quienes dirigen las empresas y tienen en su mano los medios de la producción. Pues nada o muy poco significaría nuestra labor sindical si no lograse un carácter totalitario en el área de la economía y de la producción.

Impulsaremos, pues, a medida que sea posible, los Sindicatos de empresarios (patronos) y, asimismo, propagaremos la necesidad de que entre ellos se formen JUNTAS de análogo carácter a las JUNTAS de obreros a que antes hemos aludido.

A esperar, pues, los trabajos de la Secretaría sindical, debiendo servir estas líneas a todos los camaradas y jerarcas del partido de advertencia para que estén pendientes de esa labor y la realicen en sus zonas respectivas.

(«JONS», n. 11, Agosto - 1934)

Una de las realidades más sugestivas y profundas sobre la que se apoya nuestro movimiento es su inflexible destino totalitario, es decir, la ineludible necesidad o compromiso de que salgan de su seno, producidos en él, los logros o aspiraciones fundamentales tras de cuya conquista movilizar el entusiasmo y el interés de los españoles.

Diversas veces en nuestros escritos hemos presentado y definido esa característica, que obliga a la Falange de las JONS a inventar y crear sus propias metas, vedándole el servirse de las que otros han señalado como suyas. Por fortuna, los mejores núcleos del Partido aceptan con alegría creadora ese destino, y por eso ha triunfado y se ha impuesto en nuestras filas la actitud revolucionaria, valiéndose de consignas y clamores que son producto peculiarísimo de nuestro movimiento.

Todo esto equivale, pues, a decir que nosotros dispondremos de un espíritu de decisión, de unos instrumentos tan eficaces y de una fuerza de tal especie, que nos permitirán ofrecer a los españoles la posibilidad de revolverse con éxito, tanto contra su angustia nacional, histórica, de pueblo a la deriva y en peligro, como contra su congoja social, de grandes masas sin pan y sin justicia. Ello es nuestra tarea, el compromiso global de nuestra revolución, con sus problemas, sus dificultades, su perentoriedad y su estrategia. Hay que darles cara, mirarlos de frente e irles destacando uno a uno. Y así veremos cómo realmente los problemas vitales de España claman por una intervención nuestra, esperan la robusta proyección de nuestro Partido, y cómo también cualesquiera otras tónicas que se le acerquen a la faz de España son remiendos impotentes e invaliosos.

El problema fundamental del Estado

La presencia política de nuestro Partido ha tenido lugar cuando había -y hay- en España una República, una Constitución, unos partidos republicanos, unos ideales y un Gobierno que era y es su producto, culminación y resumen. ¿Necesitamos decir que estamos al margen de eso y que precisamente para ocasiones como la de librarnos y librar a España de eso hay en nuestros propósitos una permanente consigna revolucionaria? Sin duda, no. Hay entre esa realidad y nosotros una incompatibilidad mutua que aparece, de un lado, en el ceno, naturalmente hostil que en nosotros despierta, y de otro, en las persecuciones tiránicas con que los Gobiernos nos distinguen. Parece que nuestro destino, si somos fieles a la autenticidad profunda que nos ha distinguido y prestigiado desde el primer día, va a consistir en pactar con muy pocas cosas, pero entre ellas no pueden estar ni los ideales, ni los partidos, ni los hombres que han dirigido hasta aquí la política de la República. Los repudiamos totalmente, sin asidero posible colaboracionista que nos una a sus tareas ni a sus instituciones. Han puesto los cimientos de un Estado monstruoso, que traiciona la unidad nacional de España, burla el interés revolucionario de las masas y se desliga de todo servicio a los propósitos de ambición nacional y de justicia que reclaman hoy las juventudes.

Pero aquí nace una dificultad para nosotros, un problema para la Revolución Nacional-Sindicalista. Pues si declaramos que nada hay valioso ni aprovechable en el actual sistema, si declaramos empalidecidos y agónicos sus ideales, infecundos y hasta traidores muchos de sus hombres y organizaciones públicas, y si además, como desde luego hacemos rotundamente, declaramos también nuestra decisión firme de no aceptar el retorno de la vieja España sepultada en abril, se nos plantea en el Partido la necesidad creadora de conquistar y descubrir una tercera ruta, abierta si es preciso en la roca viva de la Patria, sobre la que asentar la reforma revolucionaria del Estado.

Este despego que mostramos por igual hacia las viejas formas monárquicas como a la democracia burguesa y parlamentaria que hoy nos rige, está para nosotros en extremo justificado. Todos los atributos, eficacias y características que nosotros exigimos al Estado eran imposibles en aquel régimen agónico y se dan a la vez de bruces con el sistema y los ideales vigentes en la República.

Estamos, pues, libres en eso que se llama -¡todavía!- en los viejos medios problema del régimen. Libres y en el aire. Los socialistas se han definido también en esto de una manera tajante. «No somos republicanos», escribían como un reto en su periódico diario hace breves días. ¿Nos pedirá alguien a nosotros, falange nueva, revolucionaria y ambiciosa, que nos definamos de un modo diferente a los socialistas en tal cuestión? La hacemos, por el contrario, nuestra. Y de esta declaración surge también nuestra frase, que de seguro aceptan asimismo los socialistas para ellos: seremos republicanos si la República es nuestra y está gobernada totalmente por nosotros.

Ahí está, en nuestra coincidencia formal, revolucionaria, con los socialistas la clase del drama y de las convulsiones políticas que esperan a la Patria. Pues claro que disputaremos al marxismo con uñas, dientes y sangre el derecho a forjar los destinos futuros de nuestra España eterna. En la realidad de esa lucha, en sus peripecias y resultados está el secreto del Estado nuevo.

Una victoria nuestra, y nadie olvide que una derrota equivale al predominio socialista, a la victoria bolchevique, instaurará revolucionariamente un Estado nacional-sindicalista integral. Si fuese necesario expresarlo desde ahora, y si resultase urgente al Partido extenderlo como consigna, diríamos ya, proclamaríamos ya, que su denominación formal, su signo externo dentro de los vocabularios y de los mitos hoy vigentes, sería el de una REPÚBLICA CONSULAR.

Medios de lucha. Estrategia de la Revolución Nacional-Sindicalista

Es innegable que uno de los extremos más firmes sobre los que el Partido necesita disponer de mayor claridad es el de nuestra táctica revolucionaria, las diversas etapas de su desarrollo y los medios, los organismos rectores y ejecutivos de la misma. Pues un plan táctico abarca necesariamente desde el tono y los objetivos parciales sobre los que se ciñe la propaganda hasta el planteamiento definitivo de la conquista del Poder. Bien destacado aparece ante nosotros cuál es el deber de la lucha diaria, sobre qué hechos y acontecimientos gravitará la atención polémica del Partido. Hay tres sectores de problemas, tres turbinas fabricadoras permanentes de hechos y conflictos, sobre los que tenemos que estar a toda hora bien atentos: La realidad de que se inicia por fuerzas poderosas un proceso de disgregación nacional. La presencia temible de los campamentos marxistas. El hambre de grandes masas y la galvanización económica de un sector extenso de la pequeña burguesía española, tanto de la ciudad como del campo.

Sobre los conflictos y las angustias que en la vida nacional de España produzcan a diario esas tres gravísimas realidades, tiene nuestro movimiento que aparecer siempre victorioso. Es decir, que nos resulta obligado, incluso como exigencia de carácter estratégico, dar cada día a los españoles la sensación de que la única garantía contra los separatismos, contra el predominio bolchevique y contra la ruina y el hambre de los españoles es, precisamente, la aparición triunfal de nuestra revolución.

Es, pues, rígida e insoslayable la estrategia diaria del Partido en cuanto haga referencia a esos problemas. Pero la cuestión más espinosa, la que va a resultarnos de pesquisa más difícil, es la que se refiere a los organismos, a los instrumentos de lucha llamados a canalizar, recoger y potenciar la fuerza de la Falange.

Pues hay que tener sentido de la responsabilidad de nuestras consignas y lanzarlas con el refrendo que supone enseñar y decir cómo van a ser realizadas y cumplidas. Por desgracia, no se ha dedicado a estas cuestiones entre nosotros la atención suficiente, y hoy no son muchos -es decir, poquísimos- quienes tienen acerca de nuestra marcha y de cómo hemos de resolver sus dificultades, ideas de claridad siquiera relativa.

Y es precisamente cuanto afecte a los planes tácticos y estratégicos, a las formas, estilo y peripecias de la revolución lo menos adecuado para ser aprendido en parte alguna. Las aspiraciones fundamentales, la doctrina, las metas pueden, sí, haber sido objeto de elaboración y aprendizaje sirviéndose de enseñanzas y experiencias ajenas. Pues son, en cierto modo, algo estático y permanente. Es, en cambio, peligrosísimo «aprender» estrategia revolucionaria. Y quizá en el olvido radical de esto reside el fracaso de todos los intentos comunistas posteriores a la revolución bolchevique de octubre.

La idea más sencilla y pronta que se ofrece a movimientos de nuestro estilo para resolver problemas como el que planteamos, es la creación de unas milicias. Aceptarla sin más y adoptarla frívolamente, de un modo abstracto, lo reputamos de sumo peligro. Habrá que examinar con rigor qué posibilidades de perfección y de desarrollo tendrían en el lugar y momento de España en que aparecen. Habrá que resolver el problema del espíritu que va a presidir el toque a rebato de los milicianos esos, y si su organización y jerarquías son de tal modo perfectas que utilicen todas las disponibilidades valiosas del Partido. Habrá que estar pendientes de la actitud oficial de los Gobiernos y, en fin, tendrá el Partido que saber a todas horas hasta qué punto puede descansar sólo en sus milicias y jugar a su única carta el acervo de conquistas políticas que vaya efectuando.

Un plan táctico perfecto exige, sin duda, conocer la diversidad de puntos vulnerables por donde resulta posible el acceso al Poder. Estos no son necesariamente para una revolución el de la violencia descarada en todos los frentes. Ni mucho menos. Tienen y deben ser conjugados varios factores y extraer de su simultaneidad o sucesión inmediata los éxitos posibles. A un Estado liberal-parlamentario no se le vence de igual manera que a una dictadura, ni pueden utilizarse los mismos medios revolucionarios contra un Estado que adolece de una impotencia radical para evitar el hambre y la ruina de los compatriotas que contra otro que se debate sobre dificultades permanentes de orden político.

Concretamente para nosotros hay la necesidad de ver claro todo esto, en el plano de la realidad española. Nos resulta ineludible e imprescindible fijar nuestra estrategia y dotarla de los organismos de que ha de valerse. En la ciudad y en el campo, para desarmar los campamentos marxistas y para asegurar nuestros derechos, para lograr una sensación pública de poderío y de solvencia y también para la conquista del Estado.

Para todo esto no basta decir, perezosamente: creemos milicias. Es más compleja la dificultad y exigirá, sin duda, de los dirigentes cavilaciones amplias. Hemos de proyectarnos sobre los puntos vitales de la vida nacional, influyendo en ellos y controlando sus latidos. Sin olvidar que a la conquista del Estado por nosotros tiene que preceder su propia asfixia. Y dejemos esto aquí.

(«JONS», n. 11, Agosto - 1934)