He aquí la ocasión primera que tenemos para hablar del general Dictador. No salvó a España. Hay que decirlo. Pero hizo cosas geniales que no pueden ser fácilmente olvidadas. Entre ellas, romper en mil pedazos las organizaciones viejas y empuñar en lo alto la bandera heroica de la acción.
Aquí, donde todo se disolvía en merengues blanduchos y en peripecias ramplonas, entronizo el coraje y el poderío auténtico.
En aquella farsa liberal del año 1923, podrida de Parlamento y de acechos cobardes, introdujo la pirotecnia de su uniforme, templado de afanes patrióticos y de sinceridades hondas.
Nosotros le debemos la posibilidad de nuevos aires en el antiguo zoco nacional.
Primo violentó las libertades ciudadanas, según proclama a cada paso la patrulla imbécil del morrión.
Primo dio a los intelectuales de la espita la valoración que merecen, gente impolítica, ensoberbecida y cobarde, que todo lo posponen a su vanidad de circo.
Ninguna intervención tuvimos en la política de Primo de Rivera. Somos posteriores, llegados hoy mismo a la responsabilidad nacional. Le rendimos, sin embargo, un tributo casi admirativo. A la vista de la bazofia que hoy llega de nuevo. De las frases que vuelven a tener circulación. De los gestos que triunfan.
Hay que agradecer a Primo su ponerse ahí, espada en mano, pronto a la pelea y a la hazaña. En medio de la charca burguesa que toma chocolate y fuma puro todas las tardes en el café. En medio del ambiente antiheroico y lechuzo de los señoritos liberales que pasean.
El año próximo, en este mismo día, diremos más cosas de Primo de Rivera. Hombre que merece los recuerdos. Hombre que no resolvió nada, que fracasó en todo, pero que tuvo la magnífica iniciativa de vocear y hacer contra todos los viejos valores que aquí se adoraban como mitos.
Vamos nosotros adelante. Y ahí queda Primo de Rivera, imperfecto y magnífico, como dando que hacer a la miopía abogadesca de turno, que sigue las huellas de su espada por el articulado de la vieja Constitución.
(«La Conquista del Estado», n. 2, 21- Marzo - 1931)